Palabra de Bruja Indomable

By E_Hache

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«La única manera de librarse de la tentación es caer en ella» Oscar Wilde. ~ Palabra de Bruja #3 ~ Spencer Jo... More

Indomable
~ Advertencia ~
~ Glosario ~
Prólogo
Capítulo 1: El objetivo
Capítulo 2: La celebración
Capítulo 3: La noticia
Capítulo 4: La visita
Capítulo 5: El huésped
Capítulo 6: La charla
Capítulo 7: El bizcocho
Capítulo 8: La oferta
Capítulo 9: El despacho
Capítulo 10: El domúnculo
Capítulo 11: La sutileza
Capítulo 12: El entrenamiento
Capítulo 13: La normalidad
Capítulo 14: La planta
Capítulo 15: El esbat
Capítulo 16: La resaca
Capítulo especial: Eric
Capítulo 17: La hostilidad
Capítulo 18: El café
Capítulo 19: El gimnasio
Capítulo especial: Eric (II)
Capítulo 20: El escritorio
Capítulo 21: El Scrabble
Capítulo 22: El cuadro
Capítulo 23: El solsticio (I)
Capítulo 24: El solsticio (II)
Capítulo 25: El solsticio (III)
Capítulo 26: Las puñaladas
Capítulo especial: Eric (III)
Capítulo 27: El fantasma
Capítulo 28: La ausencia
Capítulo 29: El regalo
Capítulo 30: El cumpleaños (I)
Capítulo 31: El cumpleaños (II)
Capítulo 32: El control
Capítulo 33: La entrega
Capítulo 34: La genética
Capítulo 35: Las marcas
Capítulo especial: Eric (IV)
Capítulo especial: Eric (V)
Capítulo especial: Eric (VI)
Capítulo 36: El ruiseñor
Capítulo 37: La burbuja
Capítulo 39: La apuesta
Capítulo 40: Los triarcas
Capítulo 41: El desayuno
Capítulo 42: La casa
Capítulo 43: El susto
Capítulo 44: La amistad
Capítulo 45: Las galletas
Capítulo 46: Las confidencias
Capítulo especial: Eric (VII)
Capítulo especial: Eric (VIII)
Capítulo especial: Eric (IX)
Capítulo 47: La rendición
Capítulo 48: La vidente
Capítulo especial: Los aquelarres
Capítulo 49: La intrusa
Capítulo 50: El artesano
Capítulo 51: Las consecuencias
Capítulo 52: El luto
Capítulo 53: La emboscada
Capítulo 54: El interrogatorio
Capítulo 55: Los demonios
Capítulo 56: La habitación
Capítulo 57: El juramento
Capítulo 58: Las vergüenzas
Capítulo 59: Las heridas
Capítulo 60: La cura
Capítulo 61: El heredero
Capítulo 62: La propuesta
Capítulo 63: La academia
Capítulo 64: El policía
Capítulo especial: Eric (X)
Capítulo 65: La pantomima
Capítulo 66: El rescate
Capítulo 67: La verdad
Capítulo especial: Eric (XI)
Capítulo especial: Eric (XII)
Capítulo 68: La mudanza
Epílogo
Capítulo especial: El Cuervo
~ Agradecimientos ~
Cuestionario

Capítulo 38: La libélula

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By E_Hache

—No, Spencer; no es un espejo.

Puse los ojos en blanco y contuve mis ganas de decir «tampoco un cuadro de verdad». Llevaba un buen rato observando uno de los cuadros abstractos. Se trataba de una de esas pinturas que está compuesta de tres lienzos que se colocan de forma contigua y dan la sensación de ser un tríptico o algo así. Pero el del centro era tan grande como los dos de los extremos juntos y, para colmo, uno sobresalía hacia arriba y el otro hacia abajo, supuse que para torturar a los que tuviéramos que verlo por la falta de simetría.

—Viniendo de un artista, no sé si es un piropo o un insulto.

Eric se paró a mi lado a observar la composición y, la verdad, cuánto más rato la observaba más me llamaba la atención. Tenía... algo.

El mago se inclinó hacia mí, acercando su cabeza a la mía, para que no le oyeran susurrar:

—¿Qué ves?

Contuve las ganas de resoplar. Rayas. Veía rayas. ¿Y por qué eso, de alguna forma, conseguía tener algo de fascinante?

El fondo era un degradado de tonos ocres y, encima, habían pintado varias líneas que parecían salir del centro hacia los lados. Pese a lo poco concreto del dibujo, al menos no era uno de esas "obras" que solo son cuadraditos de colores o manchas sin sentido.

—Mmm... Supongo que es un insecto o algo así, que las líneas son las alas. Pero no una mariposa. Algo con las alas más alargadas...

—Una libélula —terminó por mí.

—Vaya, así que has sido el primero en usar la palabra de seguridad. ¿Necesitas un abrazo? —me burlé mirándole por el rabillo del ojo con una sonrisa maliciosa.

Eric abrió los ojos de par en par un segundo antes de bufar una risa, viéndose obligado a taparse la boca con la mano y disimular con una tos. A nuestro alrededor, algunos le lanzaron miradas de censura. Porque al parecer los museos se tienen que disfrutar en absoluto silencio, no vaya a ser que el sonido enturbie la vista.

Es decir... Normalmente estaría de acuerdo, pero con Eric cerca sentía el impulso de ser menos estricta. De divertirme un poco más. Por eso alcé la mano y le señalé la pequeña placa que presentaba al cuadro. En ella podía leerse el autor, la fecha y el título, que, en un alarde de originalidad, se llamaba tan solo «libélula».

—Has caído en mi trampa, nene —me regodeé en un susurro—. Llevo un buen rato aquí esperando a ver si venías a ejercer de experto.

—Brat del demonio... Tal vez ha llegado la hora de enseñarte mi faceta vengativa.

—Tú no tienes de eso —me mofé.

Estaba sonriendo, le había hecho reír, y ese conocimiento me hizo sentir muy orgullosa de mí misma. Después de la noche que había tenido, de llevar toda la tarde torturándose con la culpa, quería más que nunca que volviera su buen humor. Quería que fuera feliz.

Volví a mirar el cuadro. En realidad, sí que era un poco bonito. Me estaba empezando a gustar.

—¿Por qué elegiste esa palabra? ¿Por qué «libélula»?

Giré la cara hacia él, pero Eric mantuvo la vista en el cuadro. Tardó unos segundos, pero finalmente contestó.

—Porque eres como una libélula. Eres pequeñita, pero siempre vas de frente, con decisión, incapaz de desviarte. Para lo bueno y para lo malo.

Había leído en alguna parte que las libélulas vuelan en línea recta, se mueven en el aire igual que las torres en el ajedrez, pero en las tres dimensiones: de arriba abajo, de derecha a izquierda, de delante atrás. De hecho, cuando se desplazaban su movimiento podía verse como algo brusco porque eran capaces de pasar de estar quietas en el aire a lanzarse hacia delante a gran velocidad. ¿Así me veía él? ¿Tosca y directa? No me avergonzaba de ser así, pero no estaba segura de que fuera un elogio.

—Los lienzos de los lados... —señalé para cambiar de tema—. Está hecho así para dar la sensación de que las alas se mueven, ¿verdad? Porque si trato de imaginar la composición en un solo lienzo siento que sería muy opresivo, que parecería enjaulada. Por eso mismo no tiene marco tampoco.

—Bien visto —murmuró apreciativamente.

Vaya, había olvidado lo bien que se sentía cuando un profesor te pone un sobresaliente en un examen. Una prueba física de que eres más inteligente que la mayoría. De adulto es más complicado conseguir alabanzas.

Aunque dudo que cualquier otra persona de esa sala me hubiera hecho sonreír con tan solo dos palabras con la misma facilidad que Eric.

—¿No tienes que tomar notas? —pregunté cuando por fin nos pusimos en marcha para observar otras obras—. Llevamos aquí media hora y solo te has paseado por ahí.

—No vengo como crítico esta noche, sino como perito. Debo comprobar si un cuadro es original y, si lo es, hacer una oferta en nombre del comprador.

¿Perito? Bueno, nunca dijo que ser crítico de arte fuera su único trabajo, pero... En fin. Eric y sus misterios. Mejor no darle muchas vueltas. Esta noche no.

—¿Y cómo vas a saber si es original? ¿Te van a dejar hacer magia sobre el cuadro?

Aunque lo pregunté completamente en serio, Eric sonrió como si fuera una broma. Seguimos nuestro paseo hasta que se detuvo frente a un cuadro que parecía pintado por un ciego.

—Aquí sí que no veo nada —bufé sacudiendo la cabeza.

¿Quién pagaría dinero por algo así? Solo eran círculos y rayas y colores aleatorios por todas partes. Aunque... a medida que lo miraba, las líneas parecieron cobrar sentido y empecé a intuir un paisaje. ¿Ese círculo grande era el sol? Y quizás esas líneas que sugerían dos triángulos podrían ser montañas. Aunque no sabía cuánto de aquello lo estaba poniendo mi imaginación para tratar de dar sentido a aquel caos pretencioso o si es que el pintor encontraba divertido ocultar la intención de sus obras en forma de acertijo visual.

Composición ocho de Vasily Kandinsky. Se supone que está en el Museo Guggenheim de Nueva York, pero este es el original.

No pude evitar abrir la boca en un exceso de expresividad por la sorpresa y el horror que la sucedió cuando aquellas contundentes palabras se asentaron por completo.

—¿Es un cuadro robado? —pregunté haciendo mi mayor esfuerzo por mantener mi tono alarmado en un susurro.

—Te sorprendería saber cuántos cuadros de los museos son solo copias muy creíbles. Y mientras tanto las obras originales están en manos de personas con mucho dinero y pocos escrúpulos.

Lo explicó con tanta calma, como si fuera un hecho inevitable como el anochecer, que mi inquietud se multiplicó. Miré alrededor esperando ver a alguien reaccionar, pero el resto de personas que paseaban por la exposición con su ropa elegante y sus expresiones de intelectuales aburridos no parecían cuestionarse nada.

—Pero ¿cómo lo sabes? —insistí—. Este podría ser la copia y el dueño un idiota que compró una falsificación muy cara y se tragó el timo.

—Por la impronta. Este cuadro tiene la impronta de Kandinsky. Puedes copiar un cuadro, pero no la impronta que el autor deja en él. Ese es el beso que el alma del artista deja para siempre en su creación.

Le miré atónita unos segundos. Luego miré alrededor una vez más antes de susurrar:

—¿La impronta de un vacuo?

Yo no sentía nada viniendo del cuadro, no como cuando había visto el brazalete de Honey, tan cargado de poder y, por ende, de la impronta de Vincenzo. Pero esa pregunta podía ser considerada racista por mucha gente y no quería ofender a nadie. Al menos, no mientras Eric estaba haciendo su trabajo.

—Todo el mundo deja una impronta en lo que le importa. Es algo emocional, no solo mágico. Aunque si son magos, o como mínimo sintientes, me facilitan mucho el trabajo.

—Pero mucha gente debe de pasar por delante del cuadro y admirarlo —señalé abrumada—. Además de que habrá cambiado de dueño varias veces.

—Todo eso suma dificultad, es cierto. Pero la impronta del artista es única. Dio vida a la obra. Un artista siempre pone el alma en lo que hace y eso no es tan fácil de difuminar por mucho tiempo que pase —explicó con la pasión brillando en sus ojos, impregnando cada palabra.

Aquello era impresionante. Había visto a Eric detectar el único libro de mi biblioteca que no era mío y saber que era de mi madre sin haberla conocido, ¿pero ser capaz de reconocer la impronta de los artistas en los cuadros para saber si eran falsos? Joder, eso era mucho talento. Como mínimo tenía que haber estudiado bastante sobre arte y no solo en los libros, sino estar cara a cara con obras originales y familiarizarse con los autores a través de aquella huella que era su sello personal. Como si fuera un olor o un sabor característico que buscara en cada cata.

—No siempre necesito haber visto antes otra obra del autor —me aclaró como si me hubiera leído la mente—. A veces basta con ver la copia para saber que no es original. Cuando un falsificador copia un cuadro, no está buscando transmitir un mensaje o plasmar nada, solo piensa en el dinero. Y esa avaricia también es parte de la impronta que deja. «Los cuadros no se pintan con las manos, sino con el corazón».

—¿Quién dijo eso?

—Cualquier artista que se precie. Y Arnulf Stegmann —añadió con una sonrisa cómplice.

Le sonreí de vuelta, aunque seguía abrumada por todo aquello. Estaba frente a un cuadro robado y Eric tenía... creo que no me quedaría corta si lo calificase como un don. ¿Cuánta gente más en el mundo era capaz de hacer algo así?

—Es increíble que puedas ver todo eso —le aseguré sin ocultar mi respeto.

Yo no era capaz, desde luego. Solo podía detectar las improntas que quedaban en objetos encantados, las que dejaban las descargas grandes de poder. Y no era capaz de verlo si no lo buscaba, necesitaba concentrarme. A su lado, me sentía bastante inútil.

—No solo lo veo. Lo siento —me corrigió.

Nada cambió en su expresión, pero sentí su incomodidad ante aquella aclaración. Y decidí que podía vivir sin pedirle un ejemplo.

—¿Y tú pintas? —pregunté para cambiar de tema.

Alzó las cejas, sorprendido por la pregunta, y negó con la cabeza.

—¿No dijo alguien alguna vez que se dedicaban a criticar a los demás los que no sabían crear nada propio?

Esa respuesta no me satisfizo. Siempre hacía lo mismo cuando no quería contestar, siempre tan hermético sobre sí mismo. Fui a objetar, pero un nudo en el estómago me desinfló al momento. Eric estaba triste. No... Melancolía. Eso era. Una sensación de pena que había durado demasiado, que se había arraigado en él y, como una despiadada marea, a veces cobraba fuerza y trataba de arrastrarlo con ella.

A pesar de su sonrisa, de su perfecta pose, lo percibía con la misma claridad que él parecía poder analizar sus cuadros.

—Hay algo que no te he advertido —dijo de pronto, cortando el flujo de mis pensamientos.

—No me has advertido nada, en realidad —le recordé—. No sé qué tengo que hacer.

—No decir nada —soltó sin andarse con rodeos—. La dueña de la exposición seguramente te diga alguna vulgaridad y necesito que aguantes el tipo. ¿Podrás hacer eso?

Jamás se me habría ocurrido que me fuera a pedir algo así. Eso no era lo que me venía a la mente al pensar en un museo y en eventos sofisticados.

—¿Qué tipo de vulgaridad? —indagué. Por más que quisiera ayudarle, era consciente de mis propios límites.

Eric retrocedió un paso para mirarme bien y a los pocos segundos pareció prenderse en llamas, dejando una estela ígnea por mi cuerpo a medida que lo evaluaba con deseo.

—Por ejemplo... tal vez que cuánto más aburrida es tu ropa, por alguna incomprensible razón más ganas me dan de arrancártela y follarte contra la primera superficie que vea.

—No creo que nadie me diga eso —contesté con voz ahogada por el repentino sofoco que me provocó imaginar esa escena.

El mago me dedicó una sonrisa ladeada y se acercó más de lo apropiado en público para susurrar:

—Tómatelo como un aviso de lo que puedes esperar para cuando nos marchemos de aquí.

El termostato de aquella sala debía de haberse estropeado porque allí de pronto hacía demasiado calor. En un arranque de irresponsabilidad, estaba a punto de sugerirle no esperar y buscar un baño cuando su mirada vio algo detrás de mí y todo en él se quedó rígido. En el mal sentido.

—Discúlpame un momento —farfulló mientras ya se estaba alejando.

Y caminó con paso decidido hacia una joven que paseaba sola mirando los cuadros con interés a pocos metros de nosotros. Tenía la piel olivácea y una melena oscura y rizada, que se veían realzadas por su elegante vestido granate de raso que, aunque llegaba hasta el suelo, tenía un corte a un lado que revelaba sus piernas y sus elegantes sandalias de tacón. Tanto las uñas de sus manos como las de sus pies estaban pintadas a juego con el vestido, haciéndome sentir que yo no me había esforzado lo suficiente por ir adecuadamente arreglada.

Eric se plantó frente a ella con mirada autoritaria, sin decir ni una palabra, y ella, al verle, se encogió con la incomodidad de una niña pillada en una travesura pintada en la cara. Pero apenas unos segundos después cuadró los hombros y alzó el mentón con seguridad.

—¿Qué haces aquí?

Aunque más que llegar a oírle, le leí los labios. Me moví un paso más cerca, tratando de fingir que miraba el cuadro contiguo y agucé el oído, incapaz de contener la curiosidad y reprendiéndome mentalmente por ello. Y luego andaba quejándome de Vincenzo... Pero era demasiado tentador estar cerca de un pequeño fragmento de la vida secreta de Eric y reprimir el impulso de saber más.

Sin embargo, ironías del destino, mi curiosidad fue castigada con más preguntas que respuestas. La desconocida le contestó en otro idioma y él a su vez pasó a contestarle en el mismo, impidiéndome entender la conversación. ¿Y qué idioma era ese? Desde luego no era italiano, conocía bien el acento de Vincenzo. Y tampoco me sonaba a francés, ni alemán, ni nada fácilmente reconocible. ¿Quizás español?

—¿Nadie te ha enseñado que no está bien espiar?

Me quedé rígida al oír aquella desconocida voz femenina a mi espalda, demasiado cerca. Pegué un respingo y contuve a duras penas el impulso de emitir ningún sonido por el sobresalto. Me giré para encarar a quien fuera, pero cualquier pensamiento coherente que pudiera derivar en una excusa se esfumó por el impacto de los extraños ojos que me observaban con diversión.

—Qué suerte que a mí me gusten las niñas malas —comentó con una sonrisa maliciosa, mirándome de arriba abajo con un interés nada inocente.

Su vestido iridiscente de pedrería cambiaba de color a medida que se movía y podría haber parecido un simple efecto de la reflexión de la luz sobre él, pero notaba con facilidad que estaba encantado para darle ese efecto.

Aquel exceso podría haber pasado inadvertido en aquella mujer que debía de rondar los cuarenta años, de sedosa melena rubia platino y un cuerpo esbelto que no la distinguían de una mujer agradable a la vista cualquiera. Pero su rostro, de piel alabastro, nariz afilada y pómulos altos, se hacían difíciles de valorar por culpa de sus ojos. Aquellos ojos, de un verde sucio, tenían las pupilas rasgadas de una serpiente. Y daba esa impresión hasta el punto de que no podía apartar la vista de sus labios, pintados de un extraño color plata, esperando ver aparecer una lengua bífida de un momento a otro.

Además, en el lado derecho de la cara, entorno al ojo y buena parte de la mejilla, llevaba encaje plateado directamente pegado a la piel, emulando medio antifaz. Los trocitos de encaje se entremezclaban con la pedrería, también pegada a la piel y el propio maquillaje, haciéndola verse como una modelo en un estrafalario desfile de moda.

Pero toda esa excentricidad estética se veía eclipsada por aquellos ojos mágicamente manipulados para resultar tan antinaturales y perturbadores. ¿Qué clase de persona se juega la vista por llamar la atención de esa forma?

—Creo que no nos conocemos —comentó ante mi falta de respuesta y aquello por fin espoleó mis modales.

—Buenas noches. No creo que hayamos coincidido antes, yo...

—Buenas noches, Everleigh —me interrumpió Eric apareciendo de pronto a mi lado—. Veo que ya has conocido a mi acompañante. Spencer, permíteme presentarte a la señora Everleigh Villin, dueña de la exposición.

Me di cuenta de que Eric había obviado decir mi nombre completo en la presentación y no me pareció un accidente. Así que decidí seguirle el juego y preguntar después.

—Un placer, señora Villin —la saludé con educación, tendiéndole la mano.

—Spencer, ¿eh? —murmuró sin perder esa maliciosa diversión de su tono.

Examinó mi mano un instante y la ignoró, volviendo a observarme con esos inquietantes ojos de serpiente que no parecían decidirse entre si quería morderme para envenenarme o para devorarme.

Bajé la mano, captando la indirecta, y me limité a sonreír y aguantar el tipo, tal y como me había pedido Eric. Al menos me podía haber avisado antes de lo perturbadora que era aquella mujer y no solo de sus malos modales.

—Es una suerte haberte encontrado, Everleigh. Precisamente quería hablar contigo —habló Eric y por fin aquellos ojos reptilianos se apartaron de mí—. Tengo un comprador muy interesado. Ahorrémonos la subasta y...

—No habrá subasta, querido —le interrumpió con una arrogante ceja alzada.

No dijo nada más, paladeando el suspense que dejaban sus palabras, disfrutando de saber que nuestra atención estaba sobre ella hasta que decidiera darnos la información que se guardaba. Pero Eric tuvo mucho cuidado de no impacientarse. Al parecer conocía bien a aquella extravagante mujer con la que se tuteaba y sabía lo enamorada que estaba de sí misma: si ella no obtenía atención con su pequeño numerito, él tampoco conseguiría lo que quería de ella.

—Verás —continuó al cabo de un rato innecesariamente largo—, me sobra el dinero. Así que lo que quiero es diversión. Y eso, por suerte para mí, también puedo comprarlo.

Se tomó un momento más, y aprovechó la pausa dramática para mirarme con complicidad, como si en algún nivel de existencia yo pudiera entender lo que era poseer tal nivel de riquezas que perdieras la cabeza buscando nuevas experiencias como ponerte unos ojos de víbora.

—Voy a jugarme el cuadro —anunció con dramatismo—. Y todo aquel dispuesto a apostar algo realmente valioso entrará en la partida. Si ganas, es tuyo.

—Eso suena interesante. ¿En cuánto estará la apuesta mínima?

Me asombró la calma de Eric. Había ido allí con una misión y no le molestaba improvisar ni tener que adular a aquella narcisista para lograrlo. Me gustaba poder ver aquella faceta suya tan centrada y...

La risa cantarina y falsamente dulce de la señora Villin interrumpió mis pensamientos.

—Querido, ya te he dicho que no me interesa el dinero. Apuesta algo de valor que hayas traído contigo.

—No había sido informado de este cambio, no he podido...

—Apuéstala a ella —sugirió clavando de nuevo sus inquietantes ojos en mí. Su sonrisa se hizo taimada—. Sé reconocer algo de valor cuando lo veo.

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