Palabra de Bruja Indomable

By E_Hache

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«La única manera de librarse de la tentación es caer en ella» Oscar Wilde. ~ Palabra de Bruja #3 ~ Spencer Jo... More

Indomable
~ Advertencia ~
~ Glosario ~
Prólogo
Capítulo 1: El objetivo
Capítulo 2: La celebración
Capítulo 3: La noticia
Capítulo 4: La visita
Capítulo 5: El huésped
Capítulo 6: La charla
Capítulo 7: El bizcocho
Capítulo 8: La oferta
Capítulo 9: El despacho
Capítulo 10: El domúnculo
Capítulo 11: La sutileza
Capítulo 12: El entrenamiento
Capítulo 13: La normalidad
Capítulo 14: La planta
Capítulo 15: El esbat
Capítulo 16: La resaca
Capítulo especial: Eric
Capítulo 17: La hostilidad
Capítulo 18: El café
Capítulo 19: El gimnasio
Capítulo especial: Eric (II)
Capítulo 20: El escritorio
Capítulo 21: El Scrabble
Capítulo 22: El cuadro
Capítulo 23: El solsticio (I)
Capítulo 24: El solsticio (II)
Capítulo 25: El solsticio (III)
Capítulo 26: Las puñaladas
Capítulo especial: Eric (III)
Capítulo 27: El fantasma
Capítulo 28: La ausencia
Capítulo 29: El regalo
Capítulo 30: El cumpleaños (I)
Capítulo 31: El cumpleaños (II)
Capítulo 33: La entrega
Capítulo 34: La genética
Capítulo 35: Las marcas
Capítulo especial: Eric (IV)
Capítulo especial: Eric (V)
Capítulo especial: Eric (VI)
Capítulo 36: El ruiseñor
Capítulo 37: La burbuja
Capítulo 38: La libélula
Capítulo 39: La apuesta
Capítulo 40: Los triarcas
Capítulo 41: El desayuno
Capítulo 42: La casa
Capítulo 43: El susto
Capítulo 44: La amistad
Capítulo 45: Las galletas
Capítulo 46: Las confidencias
Capítulo especial: Eric (VII)
Capítulo especial: Eric (VIII)
Capítulo especial: Eric (IX)
Capítulo 47: La rendición
Capítulo 48: La vidente
Capítulo especial: Los aquelarres
Capítulo 49: La intrusa
Capítulo 50: El artesano
Capítulo 51: Las consecuencias
Capítulo 52: El luto
Capítulo 53: La emboscada
Capítulo 54: El interrogatorio
Capítulo 55: Los demonios
Capítulo 56: La habitación
Capítulo 57: El juramento
Capítulo 58: Las vergüenzas
Capítulo 59: Las heridas
Capítulo 60: La cura
Capítulo 61: El heredero
Capítulo 62: La propuesta
Capítulo 63: La academia
Capítulo 64: El policía
Capítulo especial: Eric (X)
Capítulo 65: La pantomima
Capítulo 66: El rescate
Capítulo 67: La verdad
Capítulo especial: Eric (XI)
Capítulo especial: Eric (XII)
Capítulo 68: La mudanza
Epílogo
Capítulo especial: El Cuervo
~ Agradecimientos ~
Cuestionario

Capítulo 32: El control

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By E_Hache

Aquel había sido el taxi que de más buena gana había cogido en mi vida, pero es que las ansias apremiaban a acortar el tiempo todo lo posible entre el White Fox y mi casa.

Sin embargo, apenas crucé el umbral y, por inercia, desbloqueé la visión, me vino a la mente la razón de hacerlo. No estábamos solos.

—Dylan... —le recordé mientras él dejaba a un lado la contención que había demostrado todo el viaje y ya me alzaba para acorralarme entre la pared y su cuerpo, dejando mi cuello a la altura de sus labios.

—Está dormido —murmuró entre besos húmedos y mordiscos ardientes que dificultaban mucho escucharle—. Tranquila, en cuanto grites despertará, verá que estamos pasándolo bien y se volverá a dormir. Es lo que hace siempre.

Aquellas palabras, en cambio, me enfriaron los ánimos.

—Lo sabías desde el principio —murmuré acongojada.

—Te dije que me gustaba tu casa —bromeó sin querer darle importancia, apartándose un momento para mirarme a los ojos—. No es común tener un portero tan adorable.

Abrí los ojos horrorizada.

—¿Desde la noche en que llegaste?

—Por supuesto. No me conocía, así que despertó de inmediato y vino a ver si era digno de entrar.

El sentimiento de culpa cobró fuerza. Yo le había ignorado sistemáticamente mientras él vivía para protegerme. Y había tenido que venir Eric para que yo supiera que estaba ahí.

—Ahora quiero que te centres solo en mí.

—Buena suerte —le desafié con desánimo.

Pero si alguien tenía la capacidad de dejarme la mente en blanco, ese era Eric. Sabía cómo acaparar cada centímetro de mi cabeza tocando las teclas adecuadas en mi cuerpo.

Sus manos apretaron mis glúteos y empujaron contra él, mientras sus labios volvieron a buscar mi cuello para ir alternando besos y mordiscos que iban derritiéndome con el contraste.

—Ábrete esa estúpida camisa —ordenó tras bajar por mi escote y verse entorpecido por la tela, sin poder usar las manos para apartarla él mismo.

Luché contra mi instinto natural de desafiarle y obligarle a hacerlo a él por las malas; quería comprobar algo. Mientras le miraba con mucho interés, mis manos se deshicieron lentamente del nudo de la camisa, jugando con su paciencia, asegurándome de que tenía su atención cuando le dejara ver el encaje que escondía debajo.

Nicole me había convencido de comprarme un bralette cuando fui de compras con ella. Una combinación entre sujetador y top que resultaba muy cómodo, y con el encaje se veía muy sexy pese a tener poco pecho. Siguiendo su consejo, había optado por un tono borgoña oscuro que, según ella, me realzaba más que el negro sin salirse de mi estilo habitual, ya que los colores brillantes no son lo mío.

—Esto también es nuevo —señaló al ver el bralette.

Mis ojos se clavaron en su expresión, buscando cualquier signo de que le gustara o que confirmara mi teoría de que, en el fondo, la ropa interior le daba igual a los hombres. Pero me resultaba muy difícil leer nada en Eric que él no quisiera dejar ver.

—Tenía la esperanza de convencerte de que volvieras a casa conmigo. Y sospecho que tú también, porque no has tomado alcohol en toda la noche —señalé decidida a dejar todas las cartas sobre la mesa.

—Ya has bebido tú por los dos.

Puse los ojos en blanco, tanto por el tono de reproche como por eludir una respuesta directa.

—Ya me viste borracha en el esbat. Y algo perjudicada en el solsticio. ¿Te parece que me acerco mínimamente a eso?

—Sí que tienes el hígado de un vikingo —bromeó recordando las palabras de Mitch.

Pero su sonrisa borró de un plumazo el malestar y me ayudó a centrarme, a recordar lo que quería de verdad.

Culebreé para deshacerme de su agarre y, con los pies de nuevo sobre el suelo, le cogí de la mano y tiré de él hacia las escaleras, hacia mi dormitorio. Sin embargo, una vez allí, al encender la tenue luz de la mesilla me sobrevino la abrumadora intimidad de aquel momento, de estar con él allí. Y esta vez no porque se hubiera colado sino porque yo misma le había invitado a invadir mi espacio.

—Gracias por volver —murmuré sintiendo que debía decir algo.

Pero él sacudió la cabeza con una sonrisa amable.

—Debería dártelas yo por darme un sitio donde quedarme.

—No, eso no es cierto —mascullé. Estaba harta de fingir—. Tú no me necesitas. Te las apañas perfectamente por tu cuenta. Pero yo... Mi vida es mejor contigo aquí. Así que gracias.

Tal vez aquello fue demasiado honesto y temí que fuera una de esas veces que incomodaba a los demás por no medir mis palabras. Pero era imposible que él no se hubiera dado cuenta de aquella verdad. Ponerla en palabras no debería cambiar nada.

Eric alzó una mano y pasó un dedo por mi pecho, sin acercarse a mi escote, dibujando mis escápulas y recorriendo mi cuello en una delicada línea ascendente, tan suave y sutil como si fuera una pluma. Siguió avanzando hasta recorrer mi mandíbula, mi mentón y alzarme la barbilla.

—«Nadie es inútil en este mundo mientras pueda aliviar un poco la carga a sus semejantes».

Alcé las cejas hasta casi juntarlas con el nacimiento del cabello.

—¿Ahora me citas a Dickens?

Mi padre había leído mucho, como bibliotecario su vida habían sido los libros —además de mi madre y yo, quiero decir—, así que era de ese tipo de persona que siempre tenía una cita literaria para cada momento. Dickens era uno de sus favoritos, y esa una de sus citas predilectas para luchar contra el desánimo.

—¿Te sorprende que sepa leer?

—No es eso —protesté muy consciente de cómo se alejaba de la intimidad con sus bromas.

—Me parece un poquito racista, ¿no crees?

—Ah, no —dije riéndome—. No vas a convertir esto en algo racial.

—¿No? ¿Y qué es?

Sabía que no estaba molesto, solo se estaba divirtiendo siendo un descarado. Así que aproveché que el alcohol me soltó la lengua y entré a su juego. O, más bien, que su presencia emborrachaba mis sentidos.

—Sabes que tu aspecto intimida. Eres enorme y estás lleno de tatuajes. Y miras al resto con esa sonrisita como si te rieras de un chiste que nadie más entiende, porque en el fondo te encanta sentirte una contradicción. Te gusta que esperen una bestia y ver sus caras de idiotas cuando demuestras que eres culto, divertido y amable. Te tengo calado, nene.

Me regodeé en esa última palabra, en el sabor que dejaba en mis labios.

Él se había nombrado rey llamándome «nena» y sentía que ahora yo reclamaba mi corona como su igual al devolverle el mote. ¿Y por qué aquello me había intimidado tanto? ¡Era divertido!

Sí, está bien, da un miedo que te cagas pensar en la siguiente discusión, en que vaya a marcharse, en este horrible sentimiento de que jamás encontraré a otra persona que me entienda como Eric, que me complemente de esta forma tan única y perfecta. Pero a nadie que le toque la lotería rompe el billete premiado por miedo a quedar en la ruina más adelante. Habrá que disfrutar de la suerte que se ha tenido y ser feliz en el presente. Porque, como también dijo Dickens, en esta vida hay días en los que merece la pena vivir y en los que merece la pena morir. Así que vivamos el que toca en cada momento, que ya la vida se encargará de seguir su curso.

Con esa firme determinación, cogí el extremo de su camiseta y tiré hacia arriba para quitársela. Él se agachó para permitirme sacársela del todo y la arrojé al suelo sin ningún cuidado.

Mis ojos se perdieron en toda aquella cantidad de músculos y piel a la vista, y tuve que tragar saliva. Esta vez no necesitaba la estúpida excusa de la pintura, me daba igual que supiera que me moría por tocarle.

Alcé ambas manos y las deslicé por su pecho, recorrí su torso y me entretuve en acariciar los surcos que dibujaban sus abdominales. Había muchas horas de gimnasio tras esos músculos y me pregunté qué le habría llevado a esculpir su figura de esa forma aunque no pareciera obsesionado en absoluto con ello.

Su piel era tan suave que me sorprendí por un momento. Sin embargo, encajaba bien con él. Su carácter también era suave pero envolvía dureza.

—Ojalá me supiera el nombre de todos estos músculos —pensé en voz alta mientras paseaba mis dedos por su espalda esculpida.

—¿Nombrarlos es lo más divertido que se te ocurre?

—Así podría ir pasando lista.

Eric rio la broma y ese sonido grave y ronco reverberó en mi estómago robándome una sonrisa. Me gustaba mucho ese sonido, y también lo que implicaba.

El mago dejó que siguiera tocándole a mi antojo sin meterme prisa, sin malas caras, observándome con su infinita paciencia. Y yo no tenía pensado parar a corto plazo; mis manos eran incapaces de abandonar su piel. Quería memorizar cada forma, localizar cada cicatriz, leer su cuerpo como si estuviera escrito en braille. Estaba disfrutando de dibujar con los dedos el contorno de toda esa colección de músculos color chocolate. 

Nunca me habían llamado la atención los hombres musculosos. Dijera lo que dijese Vincenzo, no tenía lo que se suele llamar un «tipo». Pero había algo en Eric que hacía que, con cada día que pasaba, todo en él me atrajera más y más. Incluso sus tatuajes empezaban a gustarme un poco.

—¿Te gusta lo que ves?

Capté la burla en su voz, pero no me dejé avasallar. No había razón para ser modesta.

—Sí.

Y, sin rastro de timidez, me deshice de la camisa ya abierta y de la falda y las arrojé hacia una silla sin molestarme en comprobar mi puntería.

—La audacia también es nueva —comentó en broma, con un toque ácido. Pero estaba en su derecho, supongo. Porque había sido muy obstinada. No es que hubiera cambiado de opinión, es que no había querido admitir la verdad que para él había sido evidente desde el principio.

—He decidido ser honesta con lo que quiero. Y quiero esto —resumí mientras mis manos empezaban a deshacerse de sus pantalones.

Estaba cansada de actuar como una cobarde, porque no lo era. Harta de huir de la realidad y de mentirme a mí misma. Iba a ser lo bastante valiente como para ser tan honesta conmigo misma como lo era con los demás. Y sabía lo que quería en realidad.

Tampoco hubo timidez por mi parte cuando, del mismo tirón, le bajé los pantalones y la ropa interior. Y... wow. Es decir, ya nos habíamos acostado, pero nunca había tenido ocasión de verle bien. Y aunque ya sabía lo que era tenerle dentro, impactaba a la vista.

De alguna forma, eso fue lo que me hizo verdaderamente consciente de la diferencia de alturas entre nosotros. De que él debía de pesar más del doble que yo con tanto músculo y anchura de hombros. Pero no me sentí intimidada. Nunca con él.

Le rodeé hasta quedar a su espalda. Eric giró el cuello para lanzar una mirada que no sabría definir si cautelosa o suspicaz. O una tercera opción que ni siquiera valoré porque estaba demasiado pendiente de seguir mi excursión.

Mis manos descendieron con mucha lentitud y me mordí el labio de nuevo al encontrar el final del sendero. Madre mía, ese culo merecía ser la efigie de un dios pagano. Uno del sexo.

—Esto se está volviendo raro.

Parpadeé varias veces, saliendo de mi ensoñación.

—¿Lo he dicho en voz alta?

La risa ronca volvió a regalarme los oídos y no supe si interpretarlo como una afirmación o una negativa. Tampoco importaba mucho, ya que era más que evidente que me atraía. ¿Cómo no iba a hacerlo? Si Vitruvio hubiera conocido a Eric, habría cambiado por completo las medidas del hombre perfecto para ajustarlas a las suyas.

Le agarré con fuerza de las nalgas, solo por regalarme, y volví a colocarme frente a él con una sonrisa doblemente satisfecha tras ver su respingo.

—¿He aprobado el examen? ¿O también quieres examinarme los dientes?

Noté que no encontraba aquel juego tan divertido como yo. No sabría decir si lo había detectado en su tono, ligeramente ácido tras la broma, o si había percibido un brillo fugaz de irritación en sus ojos que enseguida había ocultado tras su sonrisa, pero juraría que estaba tenso y no sabía si se podía deber a mi escrutinio o a la falta de control.

Lo averiguaría pronto.

—Quiero ponerme arriba —demandé.

El mago alzó las cejas anonadado.

—¿Estás intentando ponerte al mando?

—Tengo media docena de juguetes sexuales en esa mesilla. Sobreviviré a tu negativa —amenacé eligiendo con cuidado mis palabras. No era un ultimátum en realidad, pero sería útil que lo pareciera.

Eric lanzó un vistazo hacia la mesilla, donde obviamente no guardaba nada a la vista, y luego dirigió su mirada de nuevo hacia mí. Aunque, más que resignado, juraría que parecía intrigado cuando accedió:

—Muy bien. Te doy de tiempo hasta que me aburra. Luego yo tomaré el control.

Puse los ojos en blanco por lo presuntuoso que había sonado. Aun así, alcé el mentón y le señalé la cama en una orden silenciosa, indicándola con el pulgar como si hiciera autostop. Aunque... bien pensado, el símil parecía incluso adecuado.

Se subió al colchón y finalmente suspiró acomodándose un brazo bajo la cabeza. Era increíble como una cama de matrimonio parecía una individual cuando él se adueñaba del espacio.

Le observé durante unos segundos, mientras me daba una excusa quitándome las calcetas que aún llevaba puestas y la ropa interior, dándome unos valiosos segundos para memorizar su imagen, gloriosamente desnudo en mis sábanas de color malva. Se veía tan perfecto que parecía sacado de mi imaginación alimentada por alguna de mis novelas rosas.

Gateé por el colchón antes de que se impacientara, pero, antes de llegar a mi parada final, decidí que no podía desaprovechar aquella oportunidad.

Por lo general no me andaba con rodeos. Fuera la ropa y directos al meollo. No me tomaba mi tiempo para observar o tocar el cuerpo de la otra persona, ni tenía paciencia para soportarlo en mí. Pero Eric parecía conectar con una parte de mí que había desatendido hasta entonces.

Sentía una curiosidad casi científica mientras evaluaba su erección. Mientras la rodeaba con mi mano y trataba de medir su grosor, de evaluar su sensibilidad a mis caricias. Como si fuera la primera vez que viera unos genitales masculinos, aunque no fuera el caso.

Moví mi mano de arriba abajo, con suavidad, tratando de adivinar en su respiración el ritmo y la presión que le deleitarían. Aunque a los pocos segundos la impaciencia pudo conmigo y acabé uniendo mi boca a la ecuación.

Deslicé mi lengua desde la base hasta arriba antes de introducírmela en la boca e interpreté la gota de humedad que salió a mi encuentro como una buena señal. Sin embargo, al alzar la vista mientras succionaba su miembro, Eric cerró los ojos con la mandíbula tensa, apartando la cara hacia un lado.

Separé mi cara de su entrepierna, aunque dejé mi mano allí, insegura de cómo interpretar aquello.

—¿No te gusta?

Abrió los ojos pero seguía sin mirarme. Sus pupilas empezaron a bailar en el aire mientras mantenía la mandíbula tensa, y supe que estaba pensando en qué contestar sin recurrir a una verdad directa. Así que, tratando de no desanimarme por la desilusión, me aparté de él para ahorrarle encontrar la forma de mentirme.

—Vale... ¿Quieres parar?

—No —se apresuró a contestar.

Asentí con la cabeza. Está bien, quizás solo estaba fuera de su zona de confort. Tal vez fuera por todo ese rollo de ser el dominante y tener que llevar él la iniciativa o alguna otra tonta razón que no tuviera que ver conmigo, aunque era complicado no tomárselo como algo personal.

Me senté a horcajadas en su abdomen y examiné su rostro, valorando si debía cederle el testigo o si era algo más grave que eso.

—¿He hecho algo mal?

—No —volvió a contestar al momento, sin dudar—. Olvídalo. No has sido tú, es solo que...

Su mirada volvió a perderse hacia un lado, buscando en su mente las palabras que podía compartir conmigo. Y no era agradable. Cuanto más le conocía, más me topaba contra ese muro que no me dejaba traspasar y que me mantenía en la ignorancia.

Deslicé los dedos por la cicatriz en su pecho, la que parecía un zarpazo. Aquellas cuatro líneas paralelas, irregulares y de distinta longitud que, por más que lo pensaba, no era capaz de imaginar de qué otra forma podrían haberse hecho.

Eric había crecido en un orfanato. Y luego había tenido una vida que le había llevado a acabar con heridas imborrables en su cuerpo. Ni siquiera Honey había acabado con cicatrices tras su tortura a manos de tres magos, así que no quería ni imaginar lo que había tenido que sufrir él para acabar así. Pero supuse que, en ciertos aspectos, no eran tan distintos. Nadie podía acabar con el cuerpo tan maltrecho sin que le afectara a la mente y Eric debía de tener sus propios traumas.

—Alguien debería recordar usar la palabra de seguridad. ¿No se supone que está para eso?

Aunque mi tono fue jocoso, mis palabras iban en serio. Pero Eric se rio sardónico.

—Mira quién fue a hablar.

Pese a ello, el mago acarició mis muslos con suavidad y me dedicó una sonrisa sincera, llena de calidez.

—Vamos, haz lo que estás deseando hacer. O de lo contrario voy a decidir que se te ha acabado el tiempo de juego y seré yo el que haga lo que quiera contigo.

Abrí la boca pero, quizás por primera vez en mi vida, me refrené a tiempo. Contuve un comentario insolente sobre lo mucho que deseaba sus labios porque, por más que me frustrara no poder besarle, no tenía derecho a hacerle sentir mal por sus límites. Así que hice lo segundo que más deseaba. Me desplacé unos centímetros más abajo, hasta sentir la fricción de su entrepierna contra la mía, su demandante rigidez contra mi tierna humedad.

Había planeado ser mucho más meticulosa, tomármelo con calma, pero la planificación salió por la ventana en cuanto el íntimo contacto me dejó la mente en blanco. Así que me dejé de juegos y colé una mano entre nosotros para dirigir su erección hacia mi interior.

Me moví muy despacio, sintiendo cómo se deslizaba centímetro a centímetro, expandiéndome a su paso y, al mismo tiempo, haciendo que me estrechara a su alrededor. Era como si llevara toda una vida sin sexo, me sentía demasiado estrecha para él, y, aun así, estaba tan mojada que prácticamente resbalaba a medida que me iba dejando caer.

Cuando estuvo completamente dentro, un escalofrío de placer me recorrió como una onda expansiva, erizando mi vello y rizando los dedos de mis pies, haciéndome gemir sin ningún recato. Me sentía llena, completa.

Los pulgares de Eric seguían acariciando mis muslos y, en un impulso, cogí sus muñecas y las empujé contra el colchón. Sabía que solo lo había conseguido porque él así me lo había permitido, pero me daba igual. Me comporté igual que si lo hubiera hecho por mérito propio.

—Quietecito —le ordené—. Todavía estamos en mi tiempo.

Eric alzó las cejas con humor, pero no dijo nada. Se limitó a quedarse como le había dejado y yo sonreí satisfecha, paladeando mi pequeño momento de dominio. Había algo de gratificante en tener bajo mi control a alguien tan grande y fuerte y lo iba a aprovechar.

Intenté contener una sonrisa descarada mordiéndome el labio sin demasiado éxito. Está bien, no me había dejado usar la boca, pero no era ninguna torpe en la cama y por una vez no me limitaría a ser una estrella de mar que se deja azotar y follar sin más. Le demostraría que no tenía por qué aburrirse.

Empecé a mover la cadera, muy despacio, dibujando círculos sobre él. Cada uno de mis nervios vibraba en cada contoneo. Sentí mi interior contraerse demasiado rápido, así que cambié el movimiento para serpentear arriba y abajo, subiendo el ritmo poco a poco.

Tuve mucho cuidado de no apoyarme en su pecho, temerosa de que el contacto sobre alguna de sus cicatrices le despertara algún miedo en el peor momento. Aunque el pago por ello fue sentir cómo mis muslos se sobrecargaban demasiado rápido y no tardé en sentir cómo mi piel se iba perlando de sudor.

Cuando no pude más, volví a dibujar círculos, esta vez dobles, trazando una especie de infinito con la cadera como si estuviera bailando sobre él. Mientras tanto, Eric me miraba como si estuviera en trance. Sus ojos apenas se apartaban de mi rostro para mirar el punto donde nuestros cuerpos se unían, pero no tardaban en volver a buscar mi mirada. Apretaba la sábana dentro de sus puños, quise pensar que para evitar la tentación de tocarme, y su respiración estaba agitada. No había ni rastro de su sonrisa, tal era su nivel de concentración, pero sus labios estaban entreabiertos, y tuve que conformarme con fantasear con morderlos.

La sola imagen de Eric incorporándose para besarme hizo que perdiera el control de mi cuerpo. Todo en mi interior se contrajo y explotó sin permiso, dejándome con la respiración agitada y repentinamente paralizada.

Fruncí el ceño, frustrada. Con la situación y conmigo misma. Aquello no era lo que había planeado, había sido un poco humillante como me había saboteado mi propia imaginación. Pero... era más que eso. Había estado... bien. Pero es que con Eric siempre era espectacular y aquel orgasmo no lo había sido.

—¿Frustrada?

Apreté los dientes. Esa expresión prepotente despertaba mis peores instintos, y no lo arreglaba el brillo malicioso de sus ojos.

—Cállate.

—No es lo mismo, ¿verdad? Tan vainilla...

—Me gusta estar arriba —defendí irritada.

Nunca había sido un problema esa postura. Me gustaba el control, me gustaba hacer las cosas a mi manera, a mi ritmo. Pero...

Aunque no era el momento ni el lugar, recordé a Walt, y a los tíos que fueron antes que él, recordé mi frustración, y supe que el problema siempre había sido yo.

—Pero no es lo mismo sin mis manos torturándote.

Sus dedos dibujaron el contorno de mi cintura con delicadeza, jugando con la frontera de las cosquillas. Desesperándome con su suavidad... hasta que bajaron hasta mis muslos y su tacto empezó a volverse exigente, duro. Avanzaron hasta mi trasero y apretó con fuerza, robándome un siseo que se degradó en un jadeo excitado. Mi interior se contrajo, haciéndome recordar bruscamente que aún seguía dentro de mí, muy muy duro.

Tuve que apretar los labios para contener un gruñido frustrado cuando sus manos me soltaron en lugar de empujarme contra su erección, ávida de sentir cómo tomaba por sí mismo el control que me negaba a cederle.

—O tal vez es mi voz —ronroneó con un tono tan grave que habría jurado que lo sentía hormigueando por mi piel—. A lo mejor lo que te falta es oírme hablándote sucio al oído, haciéndote sentir una diosa y una guarra al mismo tiempo.

No fui consciente de cómo intenté mover la cadera de nuevo hasta que sus manos se cerraron sin piedad en una firme pinza, obligándome a quedarme quieta.

—Dilo. Dilo y te daré lo que quieres de verdad.

Abrí la boca pero las palabras no estaban ahí. Todavía estaban tratando de procesarse en mi mente.

Había querido aferrarme a la idea de que con Eric era diferente, que no se trataba de una cuestión de control sino de él. Que incluso conservando yo el control sería tan espectacular como cualquiera de nuestros otros encuentros, pero no había sido así. Sí que había sido diferente a estar con otros tíos, yo me había sentido diferente en muchos aspectos, pero al final, él había demostrado tener razón con tan solo ceder a mi cabezonería y dejar que me estampara yo sola contra el muro: me excitaba más ceder el control que conservarlo.

Y aunque adoraba a Nicole y a Honey, una parte de mí se sentía humillada al verse relegada a su mismo nivel. La etiqueta «sumisa» escocía demasiado en el fondo de mi mente como para poder aceptarla tan fácilmente.

—Son tus propias reglas, Spencer. Sé valiente y pídelo.

¿Por qué no podía decirlo? Venga, joder, no era para tanto. No era nada que él no supiera. Me frustraba que conociera mi cuerpo mejor que yo misma, pero aún más que eso, me frustraba saber que no podía ocultárselo.

Pero era más que molestia. Tenía miedo.

Tenía miedo de que admitir en voz alta aquello significara reconocer su dominio sobre mí, que había logrado conquistar lo que con tanto celo yo había tratado de mantener inexpugnable. Me daba miedo reconocer que él había ganado y que mi corazón fuera el trofeo.

Es decir... A ver, nadie ha dicho «amor», ¿de acuerdo? Joder, que nos conocíamos de menos de un mes. Pero podía aceptar que le quería, igual que quería a Dylan o a Vincenzo, o a Nicole y Honey. De una forma platónica, como se quiere a un amigo o un familiar.

Sin embargo, no esperaba que fuera correspondido. Sí que le cayera bien, que encontrara agradable mi compañía —al menos, que le compensara más que la soledad—, y que quizás recordara mi nombre durante un tiempo antes de seguir su vida en otra parte. Pero tenía que asumir que, para alguien tan vivido y sociable como él, la huella que yo pudiera dejarle era mucho menos profunda que la que él había dejado en mí, y me aterrorizaba que fuera consciente de ello. Eso, una vez más, me hacía sentir que le daba poder, me situaba en una clara desventaja y prefería seguir fingiendo que estábamos equiparados.

Pero él lo sabía. Podía sentirlo. Lo sabía todo de mí y eso incluía la parte de mi mente y de mi corazón que era capaz de ocultar incluso de mí misma. Tenía que asumir que él era consciente de cómo me sentía y enfrentarme a ello, porque si había algo más humillante que ser una cobarde, era ser una cobarde que negaba algo evidente.

La honestidad al menos no me haría verme tan ridícula.

—Hazlo. Quiero que tú tomes el control.

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