Palabra de Bruja Indomable

By E_Hache

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«La única manera de librarse de la tentación es caer en ella» Oscar Wilde. ~ Palabra de Bruja #3 ~ Spencer Jo... More

Indomable
~ Advertencia ~
~ Glosario ~
Prólogo
Capítulo 1: El objetivo
Capítulo 2: La celebración
Capítulo 3: La noticia
Capítulo 4: La visita
Capítulo 5: El huésped
Capítulo 6: La charla
Capítulo 7: El bizcocho
Capítulo 8: La oferta
Capítulo 9: El despacho
Capítulo 10: El domúnculo
Capítulo 11: La sutileza
Capítulo 12: El entrenamiento
Capítulo 13: La normalidad
Capítulo 14: La planta
Capítulo 15: El esbat
Capítulo 16: La resaca
Capítulo especial: Eric
Capítulo 17: La hostilidad
Capítulo 18: El café
Capítulo 19: El gimnasio
Capítulo especial: Eric (II)
Capítulo 20: El escritorio
Capítulo 22: El cuadro
Capítulo 23: El solsticio (I)
Capítulo 24: El solsticio (II)
Capítulo 25: El solsticio (III)
Capítulo 26: Las puñaladas
Capítulo especial: Eric (III)
Capítulo 27: El fantasma
Capítulo 28: La ausencia
Capítulo 29: El regalo
Capítulo 30: El cumpleaños (I)
Capítulo 31: El cumpleaños (II)
Capítulo 32: El control
Capítulo 33: La entrega
Capítulo 34: La genética
Capítulo 35: Las marcas
Capítulo especial: Eric (IV)
Capítulo especial: Eric (V)
Capítulo especial: Eric (VI)
Capítulo 36: El ruiseñor
Capítulo 37: La burbuja
Capítulo 38: La libélula
Capítulo 39: La apuesta
Capítulo 40: Los triarcas
Capítulo 41: El desayuno
Capítulo 42: La casa
Capítulo 43: El susto
Capítulo 44: La amistad
Capítulo 45: Las galletas
Capítulo 46: Las confidencias
Capítulo especial: Eric (VII)
Capítulo especial: Eric (VIII)
Capítulo especial: Eric (IX)
Capítulo 47: La rendición
Capítulo 48: La vidente
Capítulo especial: Los aquelarres
Capítulo 49: La intrusa
Capítulo 50: El artesano
Capítulo 51: Las consecuencias
Capítulo 52: El luto
Capítulo 53: La emboscada
Capítulo 54: El interrogatorio
Capítulo 55: Los demonios
Capítulo 56: La habitación
Capítulo 57: El juramento
Capítulo 58: Las vergüenzas
Capítulo 59: Las heridas
Capítulo 60: La cura
Capítulo 61: El heredero
Capítulo 62: La propuesta
Capítulo 63: La academia
Capítulo 64: El policía
Capítulo especial: Eric (X)
Capítulo 65: La pantomima
Capítulo 66: El rescate
Capítulo 67: La verdad
Capítulo especial: Eric (XI)
Capítulo especial: Eric (XII)
Capítulo 68: La mudanza
Epílogo
Capítulo especial: El Cuervo
~ Agradecimientos ~
Cuestionario

Capítulo 21: El Scrabble

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By E_Hache

Suspiré cuando estuve convencida de que ya estaba completamente a salvo. Solo entonces aparté las manos de mi vientre y me permití enfadarme conmigo misma. Me había vuelto a acostar con Eric. Y encima sin protección. ¿Qué mierda pasaba conmigo?

Volver a caer en sus garras ya era penoso, pero eso no era excusa para perder tanto la cabeza. Y no, poder usar magia corporal para intentar arreglarlo después no era una excusa válida. Me requería demasiado tiempo y energías asegurarme de que destruía por completo su esperma de mi interior comparado con los tres segundos que tardaba en ponerse un puñetero condón y evitarnos riesgos innecesarios. Lo último que necesitaba ahora era quedarme embarazada.

Además estaba el tema de las enfermedades de transmisión sexual... No sabía si los magos podíamos contraerlas, dado que nuestro sistema inmune era especialmente fuerte. Yo, de hecho, no recordaba haber cogido un resfriado en toda mi vida. ¿Pero valía la pena correr el riesgo? Una vez más, la respuesta era un rotundo «no».

Suspiré de nuevo y me examiné con detenimiento en el espejo del baño. Me fastidiaba admitirlo, pero me sentía mucho mejor que el día anterior. Notaba la mente despejada y el cuerpo revitalizado. Había dormido del tirón toda la noche y ahora me sentía descansada y enérgica, capaz de superar cualquier cosa. Y todo eso estaba muy bien, aunque el sentimiento de culpa no me lo quitaba nadie.

Me giré buscando alguna marca delatora en mi reflejo. El espejo me devolvía la imagen de mi piel intacta, haciéndome dudar de mis propios ojos. Igual que la otra vez, acabé saliendo al espejo de cuerpo entero del dormitorio para examinarme desde todos los ángulos. Nada. Ni una diminuta marquita. Me palpé el culo, incrédula. Ni siquiera una mínima molestia.

—Supongo que lo de «no poder sentarse en una semana» era una forma de hablar —reflexioné cruzándome de brazos.

Estuve tentada de hablarlo con Honey, seguro que ella sería un referente más fiable que las novelas eróticas. Pero rápidamente descarté la idea. Ya me avergonzaba bastante de aquello como para encima ir pregonándolo. Si se lo contaba a Honey, seguro que se lo contaría a su novio, y no me apetecía lo más mínimo oír las bromitas del italiano.

Además... aquello no contaba. A ver, siendo justos, aquello había sido solo sexo. No había usado fustas, ni látigos, ni nada de todo ese arsenal de los horrores que parecía el sueño húmedo de la Inquisición. Solo había sido sexo. Sexo duro, pero sexo al fin y al cabo. Y nada más. De hecho, ni siquiera fue tan duro, ya que no me había dejado ni un mísero moretón.

Con el ánimo más ligero tras deshacerme del sentimiento de culpa, me metí en la ducha lista para empezar el día. Desayunaría y aprovecharía ese rato para hablar con Eric sobre el tema del preservativo, y luego a trabajar. Estaba convencida de que el día iba a ser mucho más productivo ahora que tenía las pilas a tope.

Por desgracia, mi plan se torció a media tostada. En el momento exacto en el que Eric entró en la cocina con dinamita emocional en las manos.

—Mira lo que he encontrado —canturreó de buen humor—. Deberíamos echar una partida.

Mi sonrisa se fue deshaciendo a trozos, cayéndose como si se despegara por partes formando una mueca hasta que mi expresión pasó por la aversión, el desagrado y la angustia al ver aquella caja tan estropeada por la mordida del tiempo y el olvido en sus manos. Aunque parecía haber intentado limpiarla, el polvo ahora formaba parte de ella como lo harían las arrugas en una cara avejentada; lo que le daba un aspecto venerable, digno de la reliquia que era.

—¿De dónde has sacado eso? —pregunté con voz ahogada.

—Lo encontré por ahí. ¿Qué me dices? ¿Quizás un Strip Scrabble? —bromeó alzando las cejas mientras zarandeaba la caja como si fuera una maraca.

El rechinar de las piezas de plástico entre sí fue como si agitara un avispero en mi cabeza. Antes de darme cuenta de lo que hacía, ya le quitaba el juego de las manos.

—No —gruñí abrazándome a la caja, protegiéndola con mi cuerpo de la amenaza de su herética intención de abrirla sin ningún atisbo de sensibilidad—. No puedes entrar al desván. No quiero que lo hagas.

Estaba siendo irracional, lo sabía. Y me avergonzaba de ello. Pero no me retracté de todas formas.

Era capaz de usar el despacho de mi madre, había hecho mío el dormitorio de mis padres, me había adueñado de todo y había logrado que su recuerdo no me aplastara con la culpa ni me ahogara en la melancolía. Pero no podía negar que parte del triunfo de esa conquista se basaba en haber hecho prisioneras todas sus pertenencias de las que no había sido capaz de desprenderme ni usar sin culpa y encerrarlas en el desván, lejos de mi vista para mantenerlas apartadas de mi mente.

Y allí era donde debía seguir el Scrabble, guardado en la caja de juegos junto con todos los recuerdos de tardes de domingo felices jugando los tres. Allí donde no pudiera hacerme daño rememorar sus risas.

—Perdona —murmuró desorientado—. Como es tu favorito, creí que te gustaría que...

—Gracias —le corté con brusquedad—. Pero no creo que...

Perdí un segundo la concentración cuando dejó de mirarme y pasó a observar con atención un punto a mi lado. No como quien deja la vista aparcada mientras sus pensamientos vagan hacia el infinito, sino como si observara algo. 

O tal vez me lo estaba imaginando porque allí no había nada.

Carraspeé, algo más calmada tras ese momento de distracción. Y me sentí ridícula por cómo me estaba portando. Solo era un juego. ¿De verdad iba a pasar el resto de mi vida sin jugar a mi juego favorito? Ellos no habrían querido eso. Y tampoco solía tener ocasiones de jugarlo.

Separé la caja de mi cuerpo y la observé con nostalgia. Estaba siendo ilógica. Y como la mejor forma de afrontar un problema es de frente, lo atajé sin permitir que mis emociones me entorpecieran.

—En realidad... ¿por qué no? Es un poco tonto guardarlo cogiendo polvo en vez de darle uso.

Eric pareció sorprendido por el cambio de opinión. ¿Tan inflexible era que aquello le pasmaba de esa forma? Su vista volvía a fluctuar de un punto a mi lado a mí, pero no le di importancia.

—Llevo años sin jugar, pero creo que incluso así podré darte una paliza.

Tras un par de segundos en los que pareció no saber cómo reaccionar, finalmente me sonrió. Pero no lo hizo como quien acaba de conseguir lo que quería. Habría jurado que había tristeza en su expresión cuando se giró para volver al piso de arriba mientras murmuraba un «estupendo» que sonó de todo menos feliz.

* * * *

La humanidad había tenido momentos brillantes que habían contribuido al bienestar de toda la especie: el fuego, la rueda, la cafetera italiana, los vibradores... y el TENS. Sí, ese pequeño aparato para aplicarse electricidad a uno mismo tenía que ser considerado una de las mejores ideas del ser humano. Tenía los cuatro parches repartidos por los hombros y la parte alta de la espalda y las pequeñas descargas atravesaban la piel como veloces agujas, atormentando los músculos sobrecargados para ayudarlos a destensarse.

Dolor para aliviar el cuerpo, ¿de qué me sonaba eso? Me puse los ojos en blanco a mí misma y subí la potencia un poco más, acercándome al límite de lo que pasaría de terapéutico a nocivo. Era tan relajante...

—Eso parece divertido.

—Llama a la puerta —mascullé sin demasiado énfasis.

Ni siquiera abrí los ojos. De hecho, no recordaba haberlos cerrado. Se suponía que estaba trabajando, pero el dolor de espalda no me dejaba concentrarme. Había recurrido al TENS para hacer un apaño y al final aquello me había acabado distrayendo más.

—No creo que me hubieras oído de todas formas. Además, son las cinco. Y es viernes. Se acabó la jornada laboral hasta el lunes —me informó dejándome una copa de algo que apostaría que era brandy justo delante de mí.

Alcé una ceja en un gesto que pretendía ser arrogante, pero perdía bastante efecto al no poder evitar sonreír.

—¿Tantas ganas tienes de perder al Scrabble?

—Voy a disfrutar mucho de hacerte morder el polvo, nena. ¿Qué te pasa en la espalda?

Cambió de tema tan rápido que me dejó desubicada, y el segundo que tardé en decidir a cuál de las dos frases contestar bastó para que se levantara y se colocara tras mi sillón para buscar el mismo la respuesta.

—¿Te duele?

No fue hasta ese momento, que tanteó con los dedos entre los electrodos, que recordé que estaba desnuda de cintura para arriba. Aunque tampoco importaba a estas alturas, ¿no? Ya lo había visto todo. Varias veces.

—Un poco. No es nada. Ha sido un entrenamiento duro. Tengo que seguir un par de horas más con esto, tengo que compensar el rato que he ido al gimnasio —expliqué señalando los papeles frente a mí como si hablaran por sí solos.

Eric me quitó los electrodos y ocupó su lugar con las manos. Quise protestar, pero... Joder, con no gemir ya tenía bastante. Sus manos eran mucho más certeras y efectivas que el TENS.

—¿Te molestaba la espalda esta mañana?

Su tono serio me sacó levemente del estado de aletargamiento en el que estaba cayendo. 

—¿Qué...? No —exclamé al entender lo que le preocupaba—. No, no tiene nada que ver con... Me he caído —confesé con brusquedad—. He sido una bruta y me he caído de espaldas fuera de la colchoneta intentando hacerle una llave a Nicole, eso es todo. No tiene nada que ver con lo de anoche.

Tampoco era para tanto. Nicole había cumplido su palabra y había venido a entrenar de nuevo. Se había puesto en la zona de máquinas a hacer cardio por su cuenta mientras yo estaba en la zona de entrenamiento mágico y luego se había unido a mí en las colchonetas. Todo había ido bien en el entrenamiento físico, pero a la hora de hacer llaves había tenido una mala caída. 

Estaba demasiado acostumbrada a entrenar con Anne o Walt, que sabían bloquear mis golpes, y me había lanzado con el mismo ímpetu contra Nicole, que había reaccionado apartándose por puro instinto en lugar de defenderse. Mi exceso de brusquedad y su falta de experiencia habían sido un mal cóctel que había acabado conmigo cayendo fuera de la colchoneta y aterrizando de espaldas.

Nada demasiado malo y hasta había podido seguir entrenando, pero ahora que el cuerpo se me estaba enfriando notaba molestias que no eran compatibles con la postura forzada sobre el escritorio.

Sus dedos se paralizaron un instante y escuché cómo tomaba aire profundamente, aliviado. Me resultaba difícil de entender la contradicción de que al mismo tiempo deseara hacerme daño, pero también le preocupara hacérmelo. Prefería plantearme esa paradoja antes que esa sensación agradable en el pecho al sentir que se preocupaba por mí.

—Nicole me ha escrito hace un rato.

Me limité a responder con un ruido hecho con la garganta. Un intento de demostrar que le estaba escuchando, aunque casi toda mi atención estaba en el alivio que dejaban sus manos con cada movimiento.

—Me ha recordado lo de su fiesta de cumpleaños y me ha insistido en que me asegure de que vengas. Es el sábado de la semana que viene.

—Solo me ha invitado por compromiso. No nos conocemos tanto.

Obviamente me había invitado solo porque Eric estaba invitado y no quería que me ofendiera cuando me enterara por él de que había una fiesta a la que no me invitaban. Ni que fuéramos críos... Pero entendía que era una de esas situaciones en las que te incluyen por educación; tú das las gracias y luego buscas una excusa para no ir, porque en realidad la otra persona tampoco espera que vayas.

—Te aseguro que no. Te ha invitado porque quiere que vayas. Le caes bien.

¿Le caía bien? Pero si apenas nos habíamos visto un puñado de veces... y en la mitad de ocasiones ella había fingido ser otra persona.

—¿O es que te da miedo volver al White Fox? —preguntó con un tono cargado de malicia.

—¿La fiesta es en el White Fox?

El desagrado se filtró en mi voz antes de que pudiera contenerme. Si había alguna posibilidad de que me lo replanteara, ahora sí que tenía clara mi negativa.

No noté que Eric se había agachado hasta que sentí su aliento en mi oído, y todo mi cuerpo se puso alerta con la oscilante mezcla entre anhelar sus dientes jugando con la sensible piel y mis reticencias a que aquello pasara de nuevo, y mucho menos sin tener primero la conversación que teníamos pendiente.

—Deja de gemir de esa forma —me advirtió en un susurro ronco que sonó más juguetón que peligroso—. Me pones muy difícil ser un caballero.

¿Yo qué? Apreté los labios, disgustada conmigo misma por ser tan transparente. No era una cuestión de timidez, es que no soportaba la idea de engrosar su ego haciéndole creer que le bastaba con tocarme para hacer que mis bragas se cayeran al suelo. No saldría nada bueno de que nuestra relación dejara de mantener su horizontalidad.

Pese a mi determinación, todo cortocircuitó cuando sentí sus labios en mi cuello, en un suave beso que hizo que toda mi piel se erizara. La sensación se quedó ahí unos electrizantes segundos, mientras él se apartaba y volvía a dejar el escritorio entre ambos. Y yo, tontamente, solo pude pensar que no había sido exacto del todo: sí daba besos, pero no en la boca.

Aunque, ahora que lo pensaba, estaba bastante segura de que aquel no había sido el primero.

—¿Mejor?

—Ajá, sí. Gracias —respondí mientras me volvía a poner la camisa. Un gesto que me pareció ridículo viendo cómo estaba marcando los pezones contra la tela.

Le di un trago a la copa, solo porque estaba allí, ocupando el lugar de mi taza de café, y tenía que hacer algo con las manos. Y mientras el ardiente licor bajaba por mi garganta me di cuenta de lo estúpido que había sido eso si pretendía seguir trabajando.

—¿Posponemos un par de horas la partida? O podemos dejarlo para mañana si no tienes planes.

Me las apañé para no mirarle en ningún momento desde que se había sentado frente a mí. Cogí un subrayador y traté de centrarme en los papeles que tenía delante, pero aquello era una pantomima y yo lo sabía. Lo importante era que no lo supiera él.

—Me gustaría que habláramos de lo de ayer.

No dije nada, me limité a levantar la vista de mis papeles. Eric me miraba con tanta intensidad que parecía listo para buscar las respuestas por sí mismo si no se las daba.

—Quiero asegurarme de que te sientes bien con lo que pasó.

Le observé durante unos segundos en completo silencio, inexpresiva, conteniendo dentro de mí ese desasosiego de los últimos instantes que ni siquiera entendía a qué venía.

Asentí pese a que sentía que no era el mejor momento para hablar. No estaba segura de si estaba intentando huir de la incomodidad o si se trataba de otra cosa, pero preferí no averiguarlo. No le daría la oportunidad de llamarme cobarde de nuevo.

—En realidad, yo también quería hablar contigo sobre eso —comencé mientras ponía la tapa al subrayador, ganando algo de tiempo para ordenar mis ideas—. No sé si lo de ayer va a repetirse —tuve que admitir. Ya no me sentía tan segura como para negar que podría haber una cuarta caída al infierno. Es más, ahora mismo, por culpa de sus malditas manos y ese estúpido beso, solo podía pensar en pasar del Scrabble y montarle como a un toro mecánico—. Pero lo que sí sé es que estamos siendo unos putos inconscientes y no voy a seguir por ese camino. Si quieres que haya próxima vez, tendrás que usar condón.

Me crucé de brazos, en una actitud casi hostil. No era negociable. Pero él, lejos de mostrarse culpable, abrió los ojos sorprendido.

—Nena, yo no soy de correr riesgos. No tienes de qué preocuparte: estamos en cuarto menguante.

Los ojos se me abrieron exageradamente, horrorizada como si acabara de confesar un crimen. O casi. Más o menos acababa de admitir ser un puto pirado.

—¡A mí no me vengas con las fases lunares!

Un lunático. Me había tirado a un puñetero lunático. Un idiota supersticioso que cree en la magia lunar. No que la luna fuera una representación metafórica de su diosa. No, creían que literalmente la luna era mágica. Porque incluso entre los meapilas siempre tiene que haber una competición para ver quién tiene la creencia más exageradamente absurda. Solo de pensarlo me quería morir del bochorno.

—No va a pasar nada —me aseguró con la poca decencia de tratarme como si fuera una niña—. Nena, te aseguro que tan lejos de la luna llena es imposible quedarse embarazada. A menos que estuviéramos en una festividad sagrada, claro.

—¿¡Qué!? Ah, no, no, no... No me vengas con esas mierdas. ¡Ponte un condón o no follamos, Eric! Es así de simple.

—Pero...

—No —zanjé sin querer oír sus estúpidas excusas—. Eso es la misma tontería que lo de que si lo haces de pie no te quedas embarazada. No me vengas con gilipolleces que eso son tonterías que se decían en el colegio, pero tú ya tienes una edad para creerte eso.

—No es una tontería —insistió ofendido.

—¡Me da igual! Es mi coño y ahí no entras sin condón. ¡Tú verás!

—Diosa, dame paciencia —suplicó en un suspiro exasperado.

Bufé despectiva. No sé en qué momento me había puesto de pie tras su escandalosa afirmación, pero ya no me bastaba. Me aparté del escritorio y empecé a dar vueltas por el despacho sulfurada.

Esto es lo que pasa cuando te follas a un pirado religioso. «Diosa esto», «Diosa lo otro»... Como si yo no tuviera ya bastantes problemas como para sumarme las restricciones morales de sus amigos imaginarios.

—Está bien —cedió tras unos segundos—. Estás en tu derecho de poner condiciones. Por innecesarias que sean.

Le lancé una mirada envenenada por la burla implícita en sus últimas palabras. ¿Es que no se daba cuenta de la enorme tontería que era follar sin precaución y luego alegar que si me quedaba embarazada era designio divino?

Estuve muy tentada de ladrarle que no se preocupara, que ya se me habían quitado las ganas para los restos. Pero nada habría sido más patético en ese momento que atragantarme por mentir y en el fondo no confiaba en que eso fuera cierto una vez se me pasara el enfado.

Resoplé malhumorada y me volví a mi asiento, aunque eso supusiera tenerle más cerca de lo que me apetecía ahora.

—Pues genial. Ahora que esto está resuelto, ya puedes irte y dejarme trabajar.

Eric alzó una ceja insolente y miró al reloj de pared como único argumento. Ya eran las cinco y cuarto.

—Como abogada, seguro que tienes alguna opinión sobre la explotación laboral. Algo sobre los derechos de los trabajadores y todo eso.

Apreté los labios, irritada al ver por dónde quería salir y por el hecho de que sí tuviera un argumento algo mejor que «ya pasan de las cinco».

—Por mis cuentas, esta semana has trabajado unas cincuenta horas.

Fui a entrar al trapo, pero me contuve a tiempo. No, como abogada sé que no se hace así. No dejes que el otro decida el terreno de la discusión y menos cuando no puedes ganar en él. Tienes que desmontarlo.

—Volviste el miércoles —señalé con precisión quirúrgica—. Así que me voy a permitir dudar de la exactitud de tus cálculos si se basan en tu observación de solo dos días.

¿Había trabajado unas cincuenta horas? A saber. Depende de si irme con Marla contaba como trabajo, aunque me costaba hacerlo cuando no estaba en el despacho. Y era cierto que sin él para recordarme que tenía que comer y dormir era mucho más laxa con las horas que estaba dispuesta a sacrificar entre aquellas cuatro paredes. Pero cuando no tienes nada mejor, el debate se gana quitando credibilidad a los argumentos del contrario.

—Eso no niega mi afirmación, solo evidencia que no he sido testigo directo de ella —apuntó divertido.

—Tú me has acusado, así que recae en ti aportar las pruebas. Y ni siquiera tienes un testigo. No tienes ni tu propia palabra para ofrecer. Así que yo veo un caso difícil. Mejor déjalo ahora y no tendrás que cargar con los costes.

Su sonrisa se amplió mientras el brillo en sus ojos se cargaba de un aura salvaje.

—Has olvidado la regla básica, nena: aquí yo soy el juez.

Se levantó de su asiento y vino directo hacia mí. Giró mi sillón y me acorraló apoyando una mano en cada reposabrazos. La picardía que desprendía me hizo olvidar de un plumazo el enfado.

—¿Qué va a ser? ¿Por las buenas o por las malas?

Alcé el mentón en un gesto desafiante. Aun sabiendo que eso era entrar a su juego, que le estaba retando a hacer algo más que hablar.

Y él lo sabía. Igual que parecía saber que reaccionaría así, que no sería capaz de ignorarle y seguir con lo mío. Sabía demasiado bien qué teclas tocar y aunque eso en frío me resultaba inquietante, en ese momento se me asemejaba demasiado a la complicidad, a una compenetración que no recordaba haber alcanzado nunca con nadie y que encontraba revitalizante.

—Si no me falla la memoria, creo que fui muy clara en mi opinión sobre rendirme. O sobre aceptar órdenes.

Aquel era un juego retorcido. Y, por alguna jodida razón, eso también me excitaba. Tanto como para olvidar toda moralina y dejar toda mi atención en esos ojos cálidos llenos de travesura y esa sonrisa que daba la bienvenida al pecado.

—Por las malas entonces —sentenció con ligereza.

Todo mi cuerpo se activó como si hubiera disparado la señal de salida. Estaba lista para forcejear, para empezar una pelea que sabíamos de antemano que iba a perder. En mi imaginación ya tenía los pantalones arremolinados en los tobillos otra vez sobre ese mismo escritorio igual que la noche anterior y ese era precisamente el objetivo, el premio.

Pero ese no era el plan de Eric.

Se me escapó una exclamación ahogada al verme de pronto en volandas, cargada sobre su hombro como un vulgar saco de patatas. Me revolví para bajarme, pero le bastó un brazo para rodear mis piernas e inmovilizarlas contra su pecho. Su otra mano me asestó una punzante palmada en el trasero.

—Por las malas siempre es mucho más divertido.

—¡Bájame! —exigí indignada—. No soy un bebé, no quiero que me cargues. ¿Cuántas veces lo tengo que repetir?

Echó a andar hacia la puerta y me revolví de nuevo, hasta ganarme un par de azotes más. Y, maldita sea, eso me enfadaba aún más. Precisamente porque me excitaba pero lo usaba para alejarme del trabajo y ni siquiera era porque quisiera follar.

—Tantas como quieras. Porque tienes una palabra de seguridad. Úsala si la necesitas. Todo lo demás equivale a «sí». Excepto «sí» que significa «más» —contestó con indiferencia mientras caminaba conmigo sobre su hombro como si mi peso no fuera nada para él.

—¡No puedes cambiar las reglas del lenguaje para siempre! ¡Tengo derecho a que «no» signifique «no»!

No tardó en llegar hasta el salón y dejarme caer en el sofá, justo frente a la mesita baja donde ya nos esperaba el tablero de Scrabble. Entonces se acercó al minibar y se sirvió un copa, dejando muy claro que sus planes para esa noche no incluían sexo.

Y... joder, sabía que eso no debería molestarme. Acababa de regañarle por tener sexo sin precaución, y dadas sus estrafalarias creencias sobre la fertilidad seguramente ni tuviera preservativos encima. Y como yo siempre iba a casa de Walter, nunca gastaba la caja de mi mesita de noche, que probablemente se habría caducado.

Además, le había dicho que me había hecho daño en la espalda y había insinuado que iba a ser un caballero para no empeorarlo. Por no olvidar que yo misma me pasaba la vida diciendo que no quería volver a acostarme con él.

Y, aun así, nada de eso importaba en cuanto me tocaba. Ni eso le hacía falta, en realidad. Era perturbador hasta qué punto perdía el control cuando estaba a su lado.

—Cuidar a alguien a veces implica desoír lo que quiere para darle lo que necesita —empezó a hablar mientras se sentaba en el sillón contiguo en lugar de venir al sofá conmigo como hacía siempre—. Y tú no pareces ser consciente de lo mucho que necesitas descansar.

Fui a cuestionar el paternalismo de esa frase, pero el llanto de Marla se hizo paso entre mis pensamientos. Marla quería rendirse y yo no se lo permitía porque sabía que no estaba en condiciones de tomar esa decisión para sí misma.

—«Todo para el pueblo, pero sin el pueblo» —cité como protesta de todas maneras, pese a sentirme como una hipócrita por actuar de la misma forma.

—¿Ahora soy un déspota? ¿Y encima francés? —bromeó llevándose la copa a los labios.

Me froté el puente de la nariz, agotada. Ahora que estaba en el mullido sofá era consciente de la tensión en mi espalda, el dolor en mis hombros y lo embotada que tenía la cabeza. Siempre trabajaba horas de más, pero era cierto que desde que estaba metida en el caso de Marla estaba renunciando a todo mi tiempo libre.

—No es tan fácil —murmuré, aunque más que hablarle a Eric, estaba pensando en voz alta—. Mi trabajo nunca se acaba. Siempre hay más que hacer. No puedo simplemente parar y... No puedo apagar mi cerebro.

No es que fuera adicta al trabajo. Aunque quizás se parecía mucho, pero no me parecía una etiqueta justa. No lo hacía por dinero ni por prestigio, solo quería ayudar a la mayor cantidad de personas posible. Y al final del día te acabas planteando si ese rato que has dedicado a leer o a ir al gimnasio valía más que aceptar otro caso al que dedicar ese tiempo.

—«Quien salva una vida, salva el mundo entero».

Me avergoncé de decir aquello en voz alta apenas salió de mis labios, vulnerable por dejarle ver un pensamiento tan íntimo aunque solo pareciera una frase hecha. Se lo había oído a mi madre alguna vez, o quizás había sido a mi padre. Ni siquiera conocía la fuente original. Aun así, sentía que esa era la filosofía que debía guiar mis pasos.

—Me recuerdas a Sísifo.

Fruncí el ceño, forzando los engranajes de mi memoria. El nombre me era familiar, sabía que era algún mito griego, pero no lograba recordar cuál.

Eric sonrió ante mi resistencia a preguntarle y demostrar mi ignorancia. Porque obviamente no me habría quedado callada si supiera de qué hablaba.

—Sísifo fue castigado a empujar una roca enorme cuesta arriba por una montaña, pero cada noche la roca rodaba a los pies de la montaña y debía empezar su tarea de nuevo cada amanecer.

Sí, conocía esa historia, como casi todo el mundo, solo que nunca me quedaba con el nombre griego del protagonista. Y tampoco veía la conexión con lo anterior.

—¿Y qué tiene que ver Sísifo conmigo?

—Todos los días vuelves a ese despacho decidida a cambiar el mundo.

No acabó la metáfora. No hizo falta.

—El mundo puede cambiarse. Es difícil, no imposible. Mentirse a uno mismo con que es imposible es una mierda autoindulgente para no sentir culpa por mirar a otro lado mientras las cosas van a peor.

Sonrió al escucharme, pero no me gustó la forma en que lo hizo. Había cierta indulgencia en él que me recordaba a cómo un padre mira a los niños hablar de Papá Noel, con esa mezcla de nostalgia, envidia y lástima. Como si luchar por la justicia fuera tan inocente como creer en los unicornios.

Eric no discutió mi opinión, lo cual me crispó aún más. Pero ¿de qué servía discutir? Su trabajo era comentar cuadros, normal que no entendiera mi punto de vista.

El mago dio otro trago a su copa y recordé entonces la mía. Me planteé si sería capaz de traerla levitando desde la otra habitación o si estaba demasiado cansada y acabaría volcando el líquido, cuando reparé en que estaba allí, sobre la mesa, a un lado del tablero. ¿Me la había traído Eric?

—Siete fichas —me recordó tendiéndome la bolsita de tela que contenía todas letras.

—Obviamente —farfullé.

Aun así, sentí un cosquilleo en los dedos al tocar aquella tela color crema tras tantísimos años. El tacto de las fichas era casi irreal mientras las colocaba en el diminuto atril de plástico, propio de un sueño, como si no pudiera terminar de creerme que estuviera de nuevo en ese mismo salón jugando al Scrabble.

Resoplé, enfadada conmigo misma por ese arranque de emotividad tan innecesario. Seguía siendo una idea ridícula negarse a hacer algo porque me trajera recuerdos. Tenía que seguir adelante, con la vista al frente y no en el pasado, como siempre había hecho.

Eric sacó una H y yo una E, así que empezaba yo.

Ordené las letras buscando una buena combinación. Un principio potente era importante. Al final decidí aprovechar para deshacerme de las letras incómodas antes de tener que ajustarme a lo que ya hubiera dispuesto en el tablero y empecé con «fuego». Veinte puntos. No estaba mal.

—Tal vez el problema sea que como yo no tengo fe y no creo que ningún dios vaya a venir a resolver mis problemas, no puedo mirar a otro lado y esperar que un amigo imaginario lo arregle todo mientras rezo en lugar de actuar.

Terminé de colocar las cinco nuevas letras en el atril y alcé la vista hacia Eric, cuya sonrisa se había reducido a la mínima expresión, mantenida solo a base de fuerza de voluntad, mientras en sus ojos brillaba la ofensa. Había tocado hueso mencionando su estúpida religión. Y juro que en mi cabeza no sonaba tan ofensivo. Solo me parecía la conclusión lógica sobre por qué teníamos puntos de vista tan diferentes.

Aunque... Vale, quizás llamar a su dios «amigo imaginario» había estado de más.

—Los dioses son como los fantasmas: están ahí, pero la mayoría prefiere no verlos.

Había un filo cortante bajo ese tono edulcorado que parecía ocultar una pulla, pero no pudo dar más lejos de la diana. La mayoría de los magos cerraban la visión extrasensorial, incluso los beatos. Y no me avergonzaba admitirlo. Lo contrario era muy incómodo. Y, a veces, espeluznante...

Eric usó mi letra O para escribir «don». Apenas cuatro puntos. Aquello iba a estar chupado.

—Eres una bruja que no cree en la magia. ¿No es eso triste?

—Creo en la magia. Soy escéptica en cuanto a los dioses —le corregí.

—Fuiste a Wrightswood, como mínimo participaste en los rituales de la academia. Tuviste que sentir cómo la Diosa acudía a las invocaciones.

Resoplé con una mueca sarcástica.

—Patrañas. Es solo sugestión. Adoráis a unos dioses a los que atribuís la capacidad de alterar vuestra fertilidad en lugar de abrir los ojos y comprender que la razón por la que a los magos les cuesta concebir es a consecuencia de la endogamia que han practicado durante generaciones. No hay maldición alguna, solo es ciencia: es una cuestión biológica.

Igual que no había ninguna relación entre la luna y la plata y los dioses. Todo eso no era más que mitología antigua, creencias de una época en la que no se podía recurrir a la ciencia en busca de respuestas y en su lugar se alzaba la vista al cielo. Siglos y siglos de paganismo que había sobrevivido hasta nuestros días. Y que a estas alturas se aferraran a ello, nos hacía parecer estrafalarios e incultos frente a los vacuos.

Usé la E de «fuego» para escribir «deber» y anotarme otros diez puntos con un triple de letra muy mal aprovechado en la segunda E, que apenas vale un punto. Pero como iba ganando, me conformé con mantener la ventaja.

—Esa endogamia es la que nos salva de la extinción. A cambio nos echan un cable dándonos unos días más fértiles en las festividades sagradas.

Quise poner los ojos en blanco cuando Eric, en un alarde de ingenio, se limitó a poner una E bajo la F, rascando cinco puntos en lo que parecía más una declaración de intenciones que una jugada seria.

—Esa es la excusa pseudocientífica que se han inventado los aquelarres para ser unos racistas con los vacuos. Tratan a sus hijos como perros y los cruzan entre primos buscando mantener el linaje puro.

Eric negó con la cabeza mientras recolocaba sus fichas en el atril pese a lo poco en serio que se estaba tomando el juego.

—No es una excusa. Nuestra sangre se debilita con el mestizaje, la magia se diluye... y por eso hemos pasado de Merlín a gente como Nicole.

—Para empezar, no hay pruebas de que Merlín existiera. ¿Y qué pasa con Nicole?

—La pelirroja es un accidente, una anormalidad. Siglos de sangre diluida que, por puro azar, dan una chispa aleatoria que ni siquiera es lo bastante fuerte para ser una bruja ni tan débil como un sintiente. Solo algo imposible de controlar y un dolor de cabeza para el sistema si se descubre.

Tuve que suponer que estaba hablando del origen de su madre, como si fuera imposible ser mago sin que los dos padres aportaran un mínimo de magia al conjunto final. Una idea que... En realidad, no lo había considerado como para poder descartarlo. Pero me parecía muy atrevido que lo dijera con tanta convicción y ninguna prueba. Sobre todo tratándose de su cuñada.

—Espero que ella jamás te oiga hablar así —le censuré pese a que no hacía tanto que yo misma había pensado en las consecuencias legales de su naturaleza híbrida—. Y yo soy producto de ese mestizaje que tanto criticas y era una de las mejores de mi promoción. No soy más débil por ser hija de un vacuo.

—Seguramente desciendes de magos y sintientes y, por puro azar, una chispa —teorizó encogiéndose de hombros.

—¿Y si así fuera qué tiene de malo?

Eric abrió los ojos como si no pudiera creerse que me hubiera atrevido a hacer tal pregunta.

—¿Que qué tiene de malo que la magia esté fuera de control? ¿Que se pierdan los aquelarres? ¿Que la magia pase a ser un sorteo que puede o no tocarte en una sociedad totalmente entregada al mestizaje? ¿La pérdida de las tradiciones y el culto a nuestros dioses?

—Una sociedad totalmente mestiza sería mucho más inclusiva. Si cualquiera pudiera ser mago, las leyes dejarían de dar privilegios a unos sobre otros, dejaría de haber segregación encubierta.

Pero negó con la cabeza con terquedad, con la mirada obstinada de quien entra a un debate para convencer al otro y no para escuchar.

Bufé y bajé la vista a mis letras, pero ahora me costaba mucho más concentrarme en el juego. Traté de ganar unos segundos más dándole un trago a mi copa, aunque no sirvió de nada: ahora mi mente estaba en el debate y no en el tablero.

—Además, tú eres un expósito, ¿a ti qué más te da si los aquelarres se van a la mierda? Nosotros saldríamos ganando.

Creí que insistiría en su punto sobre la religión, sobre que no valía la pena arriesgarse a perder sus creencias a cambio de tirar abajo los castillos de oro de los tiranos. Pero Eric siempre encontraba la forma de sorprenderme.

—Echa un vistazo más allá de Europa, Spencer. Mira otros países donde lo único que mantiene vivo a un mago es encontrar a otros como él que le guarden las espaldas. Sí, puede que los aquelarres miren por su propio bien, pero cada beneficio que consiguen para los magos, lo consiguen para todos los magos. Nada te garantiza que si dejamos de tener aquelarres para que luchen por nuestros derechos, no volvamos a la época oscura de las cazas de brujas y no es algo tan descabellado cuando basta con mirar que a día de hoy sigue pasando en otros países. No estamos tan mal cuando tantos magos emigran a nuestras fronteras porque prefieren tener a los aquelarres tocándoles las narices antes que a vacuos actuando como inquisidores. Pero eso tú no lo ves porque esa mentalidad de niña blanca de clase media también es un privilegio.

Me quedé mirándole con la boca abierta, atónita por su acusación.

¿Privilegiada? ¿Yo?

Era mujer, hija de un vacuo y una expósito, lo que me había condenado a uno de los escalafones más bajos en Wrightswood. Había tenido que trabajar y estudiar a la vez, mi único lujo había sido poder mantener la casa que había heredado de mis padres. Yo no era como esas niñas pijas de los aquelarres que recibían un coche al cumplir los dieciocho.

Pero... tampoco era la más desgraciada, ¿no?

Yo no sabía lo que era tener que huir de mi casa en mitad de la noche porque mis vecinos me hubieran delatado como bruja. Nunca había tenido miedo de ir a la cárcel por hacer magia en la calle. Jamás había tenido que preocuparme por los derechos que otros habían conseguido para mí y que, en comparación con los magos de otras partes del mundo, me convertían en una privilegiada.

Pese a ello, me ardía la sangre solo de pensar en deber gratitud a los aquelarres por los concesiones que habían logrado. Si por ellos fuera, los expósitos no disfrutaríamos de esas ventajas, solo éramos una carga que asumían a cambio de su propio beneficio. Pero si ellos no estuvieran para dar la cara, ¿podríamos mantener nuestros derechos?

Quería creer que sí, pero no era tan optimista. Por desgracia, era demasiado consciente de que hacía falta muy poco para que el miedo trajera de nuevo el odio, que nunca se había ido del todo. Y bastaba con ver lo que había pasado con Marla para comprender lo que ocurría en cuanto estabas en el punto de mira y no tenías la protección de un aquelarre. Los vacuos se tomaban la justicia por su mano en cuanto les daban la más mínima excusa para dejar de vernos como seres humanos.

Una vez más, aquel problema era mucho más complicado que simplemente blanco o negro. Y la idea de necesitar los aquelarres, pese a saber lo corruptos que estaban, me resultó terrorífica. 

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