Necesitaba hacer algo por Honey. Yo no era psicóloga, no podía hacer nada por su salud mental. Y tras mi pésimo intento de charla íntima con Vincenzo quedó más que claro que no valía para conversaciones profundas. Pero podía hacer algo.
Con esa determinación y una más que profunda motivación para cualquier recado fuera de casa —y bien lejos de Eric—, me planté en el Museo de Historia Natural. Podría haber ido al de Historia Arcana, pero seguro que estaría lleno de magos y necesitaba... discreción.
Seguro que allí la proporción de vacuos sería superior pese a ser un enclave. Y ellos no se darían cuenta de que estaba buscando los puntos ciegos de los inhibidores de área.
Deambulé por el enorme museo, observando con vago interés las exposiciones y distintas salas mientras intentaba dar con mi verdadero objetivo. Por suerte, pese a ser un lugar tan importante, les bastaba como medida de seguridad poner los inhibidores y sus guardias de seguridad serían vacuos casi seguro, porque era más sencillo que poner custodios como en el juzgado o el Palacio de Buckingham. Y más barato.
Para mi decepción, pasadas un par de horas, descubrí que era más fácil dar con los puntos ciegos que con los malditos domúnculos del museo.
Harta de dar vueltas, y con un terrible dolor de cabeza por culpa de los inhibidores, me senté en un banco y traté de repensar mi estrategia. Había muy pocos domúnculos a los que tuviera acceso, porque meterse en las mansiones de los aquelarres o en el palacio no era una opción. Los museos me habían parecido la mejor alternativa por la libertad de movimiento que me permitían, pero no había considerado la posibilidad de que salieran solo por las noches a limpiar.
Mientras meditaba dónde más podría encontrar uno, una niña pequeña entró en la galería correteando sin supervisión con un biberón en la mano. Trotaba como lo hacen los niños que apenas han aprendido a andar, lanzándose en una torpe carrera compuesta de erráticos saltitos, donde cada paso es un duelo entre su equilibrio y la fuerza de la gravedad. Era tan pequeña que todavía llevaba chupete y, sin vergüenza ni lógica, se sentó en mitad del pasillo, dejó su chupete en el suelo y empezó a beber del biberón, con tan poco tiento que se le cayó parte del contenido por la cara y goteó hasta el suelo.
Fue en ese momento que la elegante papelera metálica que había en un rincón pareció cobrar vida y se dirigió hacia la niña. Sin pensar, me lancé hacia ella y la levanté de un tirón del suelo, justo antes de que la papelera pasara sobre las manchas del suelo y el chupete y... los hiciera desaparecer.
—¡Eh! ¡Pero qué cojones...!
Dos hombres llegaron corriendo en ese momento con sendas expresiones de enfado y alarma, uno de ellos empujando una sillita de bebé vacía. Fue este quien me quitó a la niña de los brazos.
—No se preocupe. No iba a...
Pero su enfado no estaba dirigido hacia mí, comprendí cuando vi al otro darle un golpe a la papelera.
—¡Trasto de mierda!
Intentó asomarse para ver el interior, supongo que tratando de atisbar el chupete, pero sin atreverse a tocar la tapa superior.
—Menos mal que estabas tú aquí —me dijo el otro mientras acomodaba a la niña en su silla. Aunque por cómo se retorcía ella entre gritos desesperados por bajarse al suelo de nuevo podía suponer, sin demasiado margen de error, cómo había logrado que la dejaran correr a su aire.
—No creo que fuera a hacerle daño —le tranquilicé—. Debió de creer que estaba arrojando basura y...
—¡Una puta mierda es lo que es! ¡Voy a poner una queja ahora mismo! ¿¡Para qué coño ponen chismes encantados tan peligrosos!? ¡Pues te lo digo yo: para quitarnos los puestos de trabajo!
—Anthony, la niña está bien —insistió su pareja con un tono más suave, intentando que bajara la voz.
Pero el hombre estaba fuera de sí. Le soltó una patada a la papelera y cogió la sillita para ir inmediatamente a poner una queja, muy alterado. Y se aseguró de que todo el mundo pudiera oírle de camino.
Cuando me quedé a solas de nuevo en aquel pasillo miré de nuevo la papelera con interés. No había dado muestras de reaccionar a los golpes ni los gritos. Y por cómo se había lanzado hacia la niña casi diría que era imposible presuponerle inteligencia. Pero sin duda aquello era un domúnculo.
—Había olvidado que os camuflan —murmuré pensando en voz alta.
Al fin y al cabo, el domúnculo de Honey era el único al que había prestado atención, y ese habían sido nada más que un puñado de piedras. Había esperado encontrar algo que estuviera claramente fuera de lugar, que desentonara en alguna de las salas. Pero que una papelera fuera el domúnculo... La verdad es que era muy buena idea.
—Oye... oye...
Obviamente el chisme no reaccionó.
—Hazme alguna señal de que me entiendes.
Nada. ¡Claro que nada! Me estaba empezando a sentir estúpida.
—Oye... Si necesitas ayuda... solo hazme una señal. Quiero ayudar.
Tras unos segundos de absoluto silencio y quietud resoplé exasperada. Estaba hablando con una puñetera papelera. Los domúnculos eran aún más estúpidos de lo que había pensado jamás y yo una idiota por dudarlo.
A ver, tal vez...
Bufé con impaciencia. Odiaba el mentalismo, pero quizás si intentaba imitar a Honey pudiera notar algo ahí. O, más bien, descartar que hubiese algo.
Retrocedí por la sala, buscando el punto ciego del inhibidor. Estaba literalmente en una esquina, lejos de cualquier cuadro u objeto valioso. Me coloqué ahí, vigilando por si venía un guardia o cualquier persona. Aunque entre semana no había demasiada gente y, por suerte, la mayoría de ellos ya empezaban a despejar el museo para ir a almorzar.
Cogí el ticket del autobús y, tras hacer una pelotita con él, lo dejé caer al suelo, a mis pies. Inmediatamente el domúnculo se levantó de su sitio y levitó apenas a un centímetro del suelo, lo suficiente para no arrastrarse. En cuanto lo tuve delante, absorbiendo el papel y en pleno funcionamiento, intenté darle un empujón psíquico.
El domúnculo se tambaleó en el aire, hacia atrás y luego volvió a incorporarse. La misma inútil reacción que cuando golpeaba el saco de boxeo. Pero eso... en realidad, no demostraba nada. Lo había sentido, claro, pero podía ser simplemente el alma artificial reaccionando a un ataque, viendo su función alterada apenas un par de segundos por las interferencias que le había causado. Y no había hecho nada más, ni siquiera sentía nada en él tratando de contestar, nada vivo. Hasta las plantas mostraban más vida que aquello.
El domúnculo volvió a su sitio y se quedó inerte de nuevo. Y yo, dado que no encontraba ninguna otra forma de ponerlo a prueba, decidí marcharme antes de que alguien de seguridad me pillara haciendo el tonto.
Volví a casa con las manos vacías, tremendamente frustrada, aunque tampoco sabía qué esperaba encontrar. Pero sentía que nada de aquello sería lo bastante rotundo como para convencer a Honey, para ayudarla a dejar de sentirse culpable por su domúnculo.
Puede que sea la era de Internet, pero documentarse sobre magia sigue siendo imposible fuera de los métodos tradicionales. En las páginas webs es imposible distinguir conocimientos reales de tonterías supersticiosas y, a diferencia de cuando investigas sobre cualquier otro tema, aquí no hay magos compensando la ignorancia con información real en una especie de Magipedia o Wikimagic o lo que sea.
Los aquelarres eran muy celosos de sus conocimientos y no era casualidad que no pudiera encontrar nada útil sobre los domúnculos o sobre ningún tipo de magia fuera de mis apuntes de Wrightswood; aparte de los viejos compendios que no sé cómo consiguió mi madre y que ahora se llenaban de polvo en el desván. Tal vez descartes de la propia biblioteca de Wrightswood o desaparecidos de las de los aquelarres.
Pero dudaba que a mi madre le interesara algo tan banal como los domúnculos, así que no quise trastear en el desván para comprobarlo. No me apetecía reabrir esa herida cerca de Eric, ya estaba bastante alterada solo con su presencia como para sumarme más drama obligándome a trastear entre las cosas que había guardado de mis padres allí arriba.
Aunque, en realidad, Eric estuvo fuera toda la tarde anterior. Pero dado que no tenía ninguna fe en mi autocontrol, me fui a la cama temprano, tras cenar algo rápido por mi cuenta, para poder evitarle el resto del día. Y esa mañana habíamos actuado como si nada hubiera pasado, algo que, pese a agradecerlo, me ponía de los nervios porque sabía que no era real. E incapaz de soportar la contradicción, había decidido hacer aquella excursión al museo que había consistido en perder mi mañana y gran parte de mi paciencia.
Al llegar a casa me di cuenta de que, con las prisas, había olvidado las llaves. Pero aquello no era un problema en mi propio hogar. Me limité a deslizar el resbalón de la cerradura con mi mente, con tanta suavidad que ni siquiera hice ruido.
Apenas puse un pie en el interior sentí que allí había alguien más. En la cocina. Eric estaba con alguien. Tardé apenas un segundo más en reconocer a Nicole, aunque eso fue debido a que su propia voz la delató.
Su tono no sonaba en absoluto alegre o desenfadado, y tampoco se callaron pese a mi cercanía. Debí de hacer tan poco ruido al entrar que no me habían oído llegar. Me planteé volver a salir pero estaba en mi propia casa. Si no querían ser escuchados no era allí donde debían ponerse a hablar.
Aunque eso no disculpa que, movida por mi total desconfianza hacia ella, decidiera guardar silencio y espiarles. Apoyé ambas manos en la pared, conecté con la estructura a través de mi propia impronta. Era mi casa y respondía a mí sin dificultad, así que sentí mi mente viajar a través del papel pintado, del ladrillo, del yeso... y vi a través de la pared como si no estuviera allí, como si estuviera en la cocina como una presencia invisible, observándoles.
Estaban sentados en la mesa de la cocina, tomando algo con total confianza, como si no estuvieran en casa ajena. Me sorprendí al ver que, pese a ser un día tan cálido, la pelirroja llevaba puesta una chaqueta que tenía que ser de Eric por lo enorme que le quedaba.
—Entonces... No sé... ¿tú no podrías...?
La expresión de Eric se suavizó, dejando de lado su carácter jovial por su faceta paternalista.
—Lo siento de veras, Nicole. No puedo hacer nada. Ella ya no está aquí.
La pelirroja le miró con pena un segundo antes de fruncir el ceño y sacar fuego de su interior.
—Pero quizás en la casa... A lo mejor sigue dando vueltas por allí o... También la otra vez creía que no estaba y...
—No, no funciona así —le dijo dulcemente, cogiendo una de sus manos entre las suyas—. Mira... La vida es como caminar por un puente sin barandillas. De pronto, pierdes el equilibrio y caes. Y, a veces, algunas personas logran agarrarse al puente y quedarse colgando sobre el vacío. No pueden volver a subir, pero se resisten a la caída, y cuánto aguanten antes de soltarse del todo dependerá por entero de su fuerza para luchar contra lo inevitable. Esos son los fantasmas.
Fruncí el ceño, sin entender en qué se basaba para creer eso. Por lo que yo sabía, un fantasma no tenía por qué irse a menos que fuera expulsado de este plano.
—Hace falta magia para formar un fantasma —prosiguió explicando Eric—. Solo las almas de los magos pueden anclarse al mundo de esa forma. Pero, la poca magia que un sintiente pueda tener, a veces basta si su voluntad es fuerte para dejarles quedarse un poco más. Tu madre tenía un espíritu fuerte, eso te lo aseguro, pero la poca magia que tenía apenas le bastó para retener un pedazo de su consciencia, solo esa parte de ella que necesitaba cuidar de ti. Tú eras su asunto pendiente, Nicole.
—Pero yo aún la necesito... —murmuró con la voz enronquecida, conteniendo a duras penas el llanto a base de orgullo.
—Estoy seguro de que si fuera por ella, se habría quedado contigo —le dijo con una dulzura que me hacía sentir incómoda mientras le acariciaba la mejilla con cariño—. Te quería muchísimo, Nicole. Tanto que venció a la muerte por ti, por quedarse a tu lado un poco más. Acepta eso como el regalo que fue hasta que puedas volver a encontrarla al otro lado.
El sollozo de Nicole me dolió en lo más hondo, allí donde escondía las cicatrices del pasado. Aún recordaba todas aquellas noches que había llorado hasta dormirme cuando yo había perdido a mis padres. Y aunque entendía las buenas intenciones de Eric, sus mentiras me irritaron. La verdad, por dolorosa que fuera, siempre era mejor opción que una mentira. La verdad era la cura de realidad que nos sacaba de la enfermiza esperanza de las fantasías imposibles y nos permitía seguir adelante lo antes posible.
La pelirroja se levantó de su asiento, así que me di prisa por apartarme de la pared y abrir la puerta para cerrarla con fuerza, fingiendo que acababa de entrar justo cuando ella salía de la cocina. Al pasar por mi lado, agachó la cabeza, evitando mirarme para que no viera sus lágrimas. Se disculpó en un murmullo diciendo que iba al baño y demasiado molesta como para fingir, fui a enfrentarme a Eric.
—Eso ha sido cruel —murmuré para evitar que nos oyera—. No deberías consolarla con mentiras. A la larga será peor para ella.
—¿Mentiras? —preguntó con expresión desconcertada.
—Todo ese rollo de médium de pacotilla.
Eric ni siquiera pareció sorprendido por que hubiera oído su conversación.
—No he dicho una sola mentira —afirmó con serenidad—. Estuve en su casa y vi lo que quedaba de su madre. Sé de lo que hablo.
No, no tenía ni idea. Los muertos estaban muertos y punto. No teníamos ni idea de cómo funcionaban los fantasmas, el alma o si de verdad existía algo como el "más allá". Y, desde luego, el amor no vencía a la muerte.
Si así fuera, mis padres no me habrían dejado atrás.