Palabra de Bruja Indomable

By E_Hache

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«La única manera de librarse de la tentación es caer en ella» Oscar Wilde. ~ Palabra de Bruja #3 ~ Spencer Jo... More

Indomable
~ Advertencia ~
~ Glosario ~
Prólogo
Capítulo 1: El objetivo
Capítulo 2: La celebración
Capítulo 3: La noticia
Capítulo 4: La visita
Capítulo 5: El huésped
Capítulo 6: La charla
Capítulo 8: La oferta
Capítulo 9: El despacho
Capítulo 10: El domúnculo
Capítulo 11: La sutileza
Capítulo 12: El entrenamiento
Capítulo 13: La normalidad
Capítulo 14: La planta
Capítulo 15: El esbat
Capítulo 16: La resaca
Capítulo especial: Eric
Capítulo 17: La hostilidad
Capítulo 18: El café
Capítulo 19: El gimnasio
Capítulo especial: Eric (II)
Capítulo 20: El escritorio
Capítulo 21: El Scrabble
Capítulo 22: El cuadro
Capítulo 23: El solsticio (I)
Capítulo 24: El solsticio (II)
Capítulo 25: El solsticio (III)
Capítulo 26: Las puñaladas
Capítulo especial: Eric (III)
Capítulo 27: El fantasma
Capítulo 28: La ausencia
Capítulo 29: El regalo
Capítulo 30: El cumpleaños (I)
Capítulo 31: El cumpleaños (II)
Capítulo 32: El control
Capítulo 33: La entrega
Capítulo 34: La genética
Capítulo 35: Las marcas
Capítulo especial: Eric (IV)
Capítulo especial: Eric (V)
Capítulo especial: Eric (VI)
Capítulo 36: El ruiseñor
Capítulo 37: La burbuja
Capítulo 38: La libélula
Capítulo 39: La apuesta
Capítulo 40: Los triarcas
Capítulo 41: El desayuno
Capítulo 42: La casa
Capítulo 43: El susto
Capítulo 44: La amistad
Capítulo 45: Las galletas
Capítulo 46: Las confidencias
Capítulo especial: Eric (VII)
Capítulo especial: Eric (VIII)
Capítulo especial: Eric (IX)
Capítulo 47: La rendición
Capítulo 48: La vidente
Capítulo especial: Los aquelarres
Capítulo 49: La intrusa
Capítulo 50: El artesano
Capítulo 51: Las consecuencias
Capítulo 52: El luto
Capítulo 53: La emboscada
Capítulo 54: El interrogatorio
Capítulo 55: Los demonios
Capítulo 56: La habitación
Capítulo 57: El juramento
Capítulo 58: Las vergüenzas
Capítulo 59: Las heridas
Capítulo 60: La cura
Capítulo 61: El heredero
Capítulo 62: La propuesta
Capítulo 63: La academia
Capítulo 64: El policía
Capítulo especial: Eric (X)
Capítulo 65: La pantomima
Capítulo 66: El rescate
Capítulo 67: La verdad
Capítulo especial: Eric (XI)
Capítulo especial: Eric (XII)
Capítulo 68: La mudanza
Epílogo
Capítulo especial: El Cuervo
~ Agradecimientos ~
Cuestionario

Capítulo 7: El bizcocho

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By E_Hache

Fue como sentir que algo estaba fuera de su sitio.

Apenas me desperté, tuve esa sensación. Y, aunque por lo general me habría ido directa a la ducha y me habría vestido para ponerme a trabajar, tras una breve parada en la cocina por algo rápido que acompañara al primer café de la mañana, ese día rompí mi rutina bajando en pijama a la planta inferior.

Miré alrededor desubicada, tratando de entender cada vez más inquieta qué era lo que estaba fuera de lugar, aquello que mis sentidos habían detectado antes que mi mente consciente.

La respuesta llegó en forma de un pesado silencio. Tan denso que pude sentirlo esparcirse sobre mí como los inclementes copos de una nevada, helándome momentáneamente.

Eric no estaba.

Aunque lo sabía, aun así expandí mis sentidos por la casa tratando de sentir su presencia. El vacío que encontré en su lugar me hizo sentir, por primera vez, que aquella casa era demasiado grande.

Me crucé de brazos con los labios apretados por la irritación. ¿No podía haber avisado al menos? No es que me debiera explicaciones, pero parecía la cortesía mínima hacia quien te abre su hogar.

La noche anterior me había quedado dormida durante la lectura, aunque me había despertado cuando intentó cargarme hasta mi cama. No era ningún bebé para tolerar eso. ¿Acaso no podía haber aprovechado ese momento para avisar de sus intenciones de marcharse?

Aunque... menuda estupidez. A mí ni siquiera me gustaban las despedidas. Supongo que era más cómodo así. Además, es posible que dijera que solo sería el fin de semana, ¿no? Con lo que, técnicamente, habría avisado al llegar de que se iría lunes por la mañana a más tardar, supongo.

Una vez resuelto el misterio, lo lógico habría sido ponerse en marcha para cumplir con el horario. Ya iba con retraso, de hecho. Y, por lo general, eso era algo que me sacaba de quicio. Sin embargo, en ese momento, mi habitual estado de ajetreo se había esfumado. No encontraba ánimos para cumplir con mis obligaciones y moverme de aquel punto del recibidor donde me había quedado congelada. Aturdida.

Pero antes de poder pensarlo demasiado, la puerta de la entrada se abrió.

Me quedé mirando con genuina sorpresa al gigantesco moreno que cargaba con varias bolsas de la compra y tenía orbitando a su alrededor la leche y el detergente que no le cabían en las manos.

—Buenos días, nena.

—¿Qué...? ¿Qué haces? —gruñí a la defensiva.

—Si necesitas que te lo explique, es que necesitas con urgencia una taza de café —bromeó mientras se dirigía a la cocina y empezaba a colocar la compra en mis armarios, recolocando todo a su gusto.

—Yo... hago que la traigan a casa. La compra —aclaré—. No tengo tiempo y... ¿Para qué...?

Joder, sí que necesitaba una taza de café. Aquello era demasiado en ayunas. Había pasado de largarse sin avisar a traer provisiones para una semana. Y en ninguno de los dos casos me había informado de sus intenciones.

—Te dije que me gusta hacerlo.

Echó un vistazo a mi cuerpo mientras hablaba y su sonrisa me hizo buscar segundas intenciones a esa frase. Pero entonces lanzó una mirada a la cafetera y comprendí que lo que estaba mirando era el pijama. Con él allí había empezado a usarlo. Tenía la esperanza de que algo de tela me sirviera de protección dada mi poca fuerza de voluntad. Esperaba que los segundos que ganaría mientras me lo quitaba me dieran tiempo a recordar por qué lo llevaba y mi sentido común pudiera volver a tomar los mandos.

—¿Tan rápido te he malcriado a que me encargue yo de la cafetera?

—Aún no... —carraspeé dándome algo de tiempo para pensar mejor mis palabras—. Se me ha hecho tarde.

Me miró con una ternura que me hizo sentir incómoda, como si mirara a un cachorro. Así que aparté la mirada fingiendo analizar lo que había traído.

—Ve a darte una ducha. Ya te preparo yo el desayuno.

Lancé otro vistazo a la cafetera vacía, extrañada por el singular de esa frase.

—¿Tú no desayunas?

—He desayunado fuera.

Algo en esa frase resultaba decepcionante, aunque no estaba segura de qué ni por qué. Pero no me di mucho tiempo para pensarlo porque ya se me habían pegado los minutos lo suficiente. Así que asentí con la cabeza con un gesto sobrio y me fui directa al piso de arriba.

* * * *

Me tomé unos minutos bajo el agua caliente, tratando de ordenar mis ideas. Yo no era una persona dada a perder el tiempo canturreando en la ducha, pero sentía que ahora era el único bastión de la casa a salvo de Eric y necesitaba esos minutos para intentar sentirme yo misma.

Sin embargo, cuando salí de mi dormitorio ya vestida y arreglada para la jornada laboral, lo único que pude sentir fue la culpa por ir tan tarde. O así fue hasta que puse un pie fuera de mi cuarto.

Por lo general, yo desayunaba algo rápido. Una tostada, un muffin, restos recalentados de la cena o quizás un sándwich. Cualquier cosa que no me llevara mucho tiempo y pudiera engullir mientras se hacía el café. Porque ese era un proceso al que no me gustaba meter prisa con magia. Me encantaba cómo, poco a poco, el aroma del café conquistaba la cocina y era un placer al que no estaba dispuesta a renunciar por exigencias del reloj. Hasta ese punto el café era sagrado para mí.

Pero la cuestión es que el desayuno, al igual que todas las demás comidas, lo tenía bastante desatendido. No me gustaba cocinar, así que recurría a lo fácil y rápido. O pedía comida a domicilio o picoteaba algo que tuviera a mano. Así que estaba acostumbrada a desayunos más bien frugales.

Eso no evitó que mi estómago se estremeciera de anticipación con el olor que venía de la cocina para cuando terminé de arreglarme. El bacon prácticamente me hizo gemir más que los últimos polvos que podía recordar. Sin contar a Eric, claro.

Apenas entré en la cocina, el mago puso delante de mí un plato con huevos, bacon, salchichas, tomate y champiñones. Hasta había tostado pan.

—¿Zumo? ¿O solo café?

Le miré aturdida, como si fuera una pregunta más complicada de lo que parecía a simple vista. Hasta que comprendí, con inesperada desilusión, que toda aquella amabilidad era solo su intento de seducción.

De pronto, todo aquello me pareció muy mezquino.

—Me bastaba con el café.

Consideré seriamente irme al despacho y rechazar aquella ofrenda envenenada. Pero me parecía un gesto innecesariamente agresivo y, además, aunque no me gustara, entendía que así no se jugaba aquel juego. Ya había sido directa y no había funcionado, pasar a la hostilidad solo era aceptable si trataba de propasarse. Pero no le podía montar un pollo por hacerme el desayuno.

Así que tendría que limitarme a ser un muro de hielo y dejar que se estampara tantas veces como quisiera. Tarde o temprano asumiría la derrota. Y, mientras tanto, pues tendría desayunos caseros.

—Gracias —me obligué a añadir tan regia como una dama.

Pero si le desilusionó mi falta de entusiasmo, no fue visible en sus rasgos.

Cogió una taza de café para él y se sentó frente a mí, con una sonrisa llena de calidez, como si pudiera encontrar algún tipo de placer paternal en verme comer. Y encontré muy difícil no dárselo manteniéndome inexpresiva porque aquello estaba jodidamente delicioso.

* * * *

Volvía a casa del juzgado, frustrada e irritable. El caso había ido bien y debería estar contenta.

Pero no lo estaba. No del todo.

Había dedicado muchas horas a ese caso, había preparado pruebas, entrevistas, informes... y justo antes del juicio, la otra parte había decidido firmar un acuerdo sin pelear. Y... debería estar contenta. Lo importante era ganar los casos, hacer justicia, pero sentía que necesitaba una victoria. 

Es como estar jugando una partida de ajedrez y que el otro se rinda antes del jaque mate. Que sí, que has ganado y se supone que en asumir la victoria del otro hay cierta elegancia, pero yo sentía que se me había negado algo. Como si me hubieran regalado el aprobado tras mucho estudiar, sin darme la oportunidad de hacer un examen perfecto, solo por presentarme en el aula. Y yo necesitaba más que eso.

Y supongo que eso era una prueba más de que soy una mala persona.

Mientras atravesaba el jardín, empecé a conjurar sobre la cerradura para no tener que detenerme siquiera a sacar las llaves, para poder ir directa a encerrarme en mi despacho lejos del mundo. Por eso fue especialmente frustrante que me detuvieran a la fuerza dando voces.

—¡Anda, Spencer! ¡Qué casualidad verte! ¡Justo quería hablar contigo!

Aprovechando la cobertura que me daba mi propio cabello, me tomé un instante para suspirar con impaciencia antes de girarme hacia mi vecina, la señora Dodgson. No me cabía ninguna duda de que llevaría un buen rato en su jardín esperándome para fingir ese encuentro "casual".

Los Dodgson llevaban viviendo ahí toda la vida. Habían sido parte de esas desafortunadas familias que no habían llevado nada bien que, de la noche a la mañana, declararan su barrio un enclave. Es decir, que pese a ser vacuos estaban viviendo en una zona de libre uso de la magia.

Cuando eso ocurrió, muchas familias decidieron mudarse. Fue todo un éxodo, en realidad. Los vacuos se mudaron fuera de los enclaves para sentirse a salvo de aquellos a los que el gobierno llevaba años pintando como demonios; y los magos, expósitos sobre todo, se vieron obligados a mudarse a estas zonas para no encontrarse en la tesitura de tener que ir con un inhibidor dentro de su propia casa. Porque que no te quepa duda de que los vecinos no dudarían en delatar a un mago que fuera por ahí sin inhibidor por muy vecino que fuera. La guerra estaba reciente y el temor a los magos seguía vigente.

Por suerte, el barrio de mi familia fue declarado enclave y no se vieron obligados a mudarse por mi madre, que era maga pese a descender de vacuos. Pero los Dodgson, pese a ser vacuos, se negaron a mudarse. Esa era su casa y no iban a permitir que ninguna ley "injusta" les echara. Aunque eso supusiera tener que ver a sus vecinos hacer magia impunemente.

Con el paso de los años debo suponer que se les había hecho más fácil vivir allí, pero su racismo seguía intacto. Aún a veces mencionaba frases ambiguas como «es que tú no viviste lo que nosotros en la guerra» o «yo sé lo que me digo: la magia la quiero bien lejos». Y no sé cuánto de ello era racismo justificado y cuánto pertenecía más a su imaginación que a la realidad, pero debía admitir que conmigo siempre había sido amable pese a sus prejuicios.

—Buenos días, señora Dodgson.

Sonreí a la anciana mujer obligándome a recordar que, pese a su poco respeto por mi privacidad y su excesiva verborrea anticuada, no era una mala persona. Era una mujer enérgica y menuda, consumida por el paso del tiempo, pero con demasiada tozudez para rendirse al cansancio de los años. Pese a las manchas de la edad, se notaba que había sido una mujer hermosa de joven, aunque las arrugas de sus labios hablaban de un carácter fuerte, a juego con su mirada intransigente. Su cabello estaba teñido de un tono dorado apagado que tenía esa textura vaporosa que solo las señoras mayores sabían dar a su peinado y ella siempre se jactaba orgullosa de no necesitar ir a la peluquería para arreglarse.

Su carácter solía oscilar entre la amabilidad y el racismo más dogmático, aunque siempre se aseguraba de añadir que mi madre y yo éramos la regla que confirmábamos la norma. Y, por su falta de un plato entre las manos, deduje que ese día no venía con ánimo generoso.

—Ay, querida, estaba muy preocupada por ti —explicó con seriedad. Su ceño hizo gala de toda su colección de arrugas—. El barrio está cada vez peor y me pone mala pensar en que estás ahí tú sola, en esa casa tan grande...

—Señora Dodgson, le aseguro que no tiene que preocuparse por mí —la interrumpí impaciente. 

Lo que menos me apetecía era un discurso sobre que necesitaba un hombre en casa. Y mucho menos explicarle que justo en esos momentos precisamente tenía a uno sin ser pareja ni nada. Para una ventaja que hay en no tener familia, que es no tener que dar explicaciones a nadie, mucho menos se las iba a dar a ella.

Pero la anciana no estaba dispuesta a rendirse tan pronto.

—Si yo sé que tú eres muy apañada. Seguro que le haces un mal de ojo al que se le ocurra decirte una palabra más alta que otra. Pero a mí no, ¿eh? —añadió en un falso tono de broma que no llegaba a ocultar que realmente le incomodaba la idea—. Pero es que últimamente el barrio está muy mal, niña.

—Yo no lanzo mal de ojo —le aclaré pese a lo estúpida que me sentí por verme obligada a decir algo tan tonto en voz alta.

—¡Pues peor me lo pones! Que la cosa está muy mal y aunque yo esté pendiente y llame a la policía, para cuando lleguen... Porque mi John ya está mayor y no está para meterse en una pelea, ¿me entiendes?

¿Cuánto podría ganar alquilando mi casa? Seguro que más que suficiente para mudarme a un piso. Un enorme bloque de pisos donde nadie conoce a nadie y como mucho te saludan en el ascensor. Y yo siempre, siempre, cogería las escaleras.

—Señora Dodgson —empecé con suavidad, cargándome de paciencia—. ¿Alguien la ha estado molestando? Si ve algo raro en su jardín, siempre puede llamarme. Tiene mi número —le recordé.

—Ay, no, mi niña. Si yo lo digo por ti. Es que últimamente he visto a un... Ya sabes. Un hombre de mala vida por aquí dando vueltas. Y tú ahí, sola, tan jovencita y tan mona. A ver si va a ser de una banda y te secuestran o algo.

—¿Un hombre? ¿Qué hombre? —pregunté con el cuerpo en tensión.

Habían pasado muchísimos años, era imposible que...

—Pues uno con muy malas pintas. Un... —apretó los labios con gesto contrariado, delatando lo que con el paso del tiempo le había granjeado tantas arrugas alrededor de la boca. Se removió incómoda y miró a los lados antes de susurrar—: Un oscurito.

La comprensión de la situación me hizo abrir los ojos para, apenas un instante después, notar cómo me hervía la sangre. Sin embargo, mi gesto era calmado cuando le sonreí a la anciana para tranquilizarla.

—Entiendo... Permítame un instante. ¡¡Eric!! —Me giré hacia la casa para intentar que mi voz le llegara más fácilmente. Llamarle a gritos era una grosería, podía tan solo haberle enviado un susurro, pero la rabia ganó el pulso contra mis modales y acabé gritando y empujando mi voz de un manotazo hacia la casa—. ¡¡Eric!! ¿¡Puedes venir un momento!?

Unos segundos después, la imponente figura del mago salió por la puerta, confirmando que la combinación de mal genio y magia había bastado para hacerme oír. Bajo el sol seguramente se veía menos intimidante que de noche, pero la luz ponía en evidencia todos los tatuajes que la camiseta de tirantes blanca no ocultaba en sus brazos y su pecho.

Eric caminó sonriente hacia donde estábamos, saludando con la mano cuando nos vio y alzando la voz con un simpático «buenos días» de camino. La señora Dodgson se quedó pálida al ver cómo se acercaba a nosotras y le dedicaba una encantadora sonrisa sin saber cómo aquella mujer había estado hablando mal de él.

—Señora Dodgson, este es Eric Sinclair. Eric, ella es la señora Lorina Dodgson. Ella y su marido John viven en la casa de al lado —aclaré como parte de una educada presentación—. Eric se está quedando unos días en mi casa. Así que no tiene que preocuparse por mí.

La anciana se mostró visiblemente incómoda. Forzó una sonrisa hacia Eric con la mirada huidiza que, si bien no me hizo sentir mejor por atormentarla, sí que me pareció justo.

—Encantada. Yo... me voy a ir yendo ya a hacer la comida. A mi John le gusta comer a su hora —se excusó mientras ya se ponía en marcha lejos de nosotros.

La observé marcharse con expresión neutra. Y no fue hasta que cerró la puerta de su casa que me giré para encaminarme a la mía propia.

Eric me siguió en silencio hasta que la puerta de la entrada se cerró a nuestra espalda.

—¿Te divierte atormentar a tus vecinos?

El reproche que captaba en su tono, pese a fingir ligereza, avivó la rabia.

—Estaba siendo racista.

Creí que entendería mi postura. No esperaba un agradecimiento y tampoco me hacía falta, pero tras unos segundos de silencio en los que me dio tiempo a llegar a la cocina y servirme una taza recalentada que no hizo por ayudar a mejorar mi humor, Eric decidió actuar en contra del sentido común y unirse al bando equivocado.

—Se preocupaba por ti, nena.

—¡Se preocupaba siendo racista! —exclamé ofendida.

¿Es que no entendía que esa mujer le había menospreciado solo por su aspecto?

—Déjame adivinar: ha visto a un tío enorme y racializado dando vueltas por tu casa cuando supuestamente vives sola y se ha asustado. —Ante mi falta de negativa, se lo tomó como una confirmación—. Pues claro que se ha preocupado. Deberías agradecer que esa buena mujer se preocupe por ti.

—No necesito que se preocupe por mí.

—Todo el mundo necesita que se preocupen por ellos.

Le lancé una mirada torva y me fui al despacho para perderle de vista, antes de acabar pagando con él un enfado que, en el fondo, sabía que era la suma de demasiadas cosas y pocas tenían que ver con él.

—¡A lo mejor lo que necesito es que todo el puto mundo me deje en paz!

Y aunque necesitaba menos que un pensamiento para cerrar la puerta con suavidad, no me privé del arranque iracundo de dar un portazo.

Sin embargo, en cuanto el sonido me golpeó los oídos, me desinflé más rápido que un globo en un jardín de cactus.

Enfadada conmigo misma, me senté en mi sillón y me puse a calentar la taza entre mis manos. Primero perdía el dominio de mi cuerpo, ahora de mis emociones.

Estaba fuera de control.

Y una parte mezquina de mí no dudaba en señalar a Eric como el culpable. Todo empezó cuando él llegó.

* * * *

Un par de horas más tarde, mi taza estaba vacía y yo me había logrado esconder de mi mal humor en el trabajo. Al menos mientras trabajaba sentía que todo estaba bajo control. En esos instantes podía sentirme racional, competente y equilibrada.

Pero el caos que había llegado a mi vida no me daba tregua.

El sonido del timbre irrumpió en mi concentración como una llamada al segundo asalto. Especialmente cuando sentí quién estaba al otro lado de la puerta.

El tiempo que me hizo dudar la tentación de no abrir bastó para que Eric se me adelantara. Y yo, en un arranque de cinismo, decidí no salir para dejar que esa vieja racista tuviera que enfrentarse sola a Eric. Es más, expandí mis sentidos para poder oír con claridad la conversación y, puede que la parte más mezquina de mí, deseara regodearse en su incomodidad.

—Buenas tardes, señora Dodgson. ¿En qué puedo ayudarla?

Puse los ojos en blanco. Joder, ¿es que no tenía amor propio? Al final sí que iba a ser tan grande como tonto.

—Ah, hola... —saludó con timidez, seguramente porque esperaba que hubiera abierto yo—. Espero no interrumpir. Ya sé que Spencer está trabajando, no quiero molestar.

—No se preocupe. ¿Quiere que vaya a buscarla?

—No hace falta, no quiero molestar a la muchacha. Es que os he traído un bizcocho. Como sé que a Spencer no le gusta mucho cocinar, pues he pensado que así teníais merienda. Porque es muy sano, ¿eh? Esto es todo natural: harina, huevos, azúcar... No como esos del súper, este ni engorda ni nada.

—Es usted muy amable, señora Dodgson. ¿Quiere pasar y lo probamos juntos? Puedo prepararle un té. O un café si lo prefiere.

Levanté la cabeza de los apuntes para mirar con indignación hacia la puerta cerrada del despacho, como si a través de la madera pudiera fulminar con la mirada a Eric. ¿Qué coño hacía invitando gente a mi casa a tomar el té? ¡Y encima a esa pesada hipócrita que apenas hacía unas horas estaba dispuesta a llamar a la policía por verlo pasear por el barrio!

—Uy, no, no, hijo. Yo tengo el azúcar muy alto, yo no como dulces. Pero me gusta cocinarlos. Hay que darse caprichitos de vez en cuando.

—¿Su marido no querrá un trozo? —ofreció Eric sin rastro alguno de orgullo.

—Quita, quita. No, que se lo come. Ya le haré uno de zanahoria con menos azúcar, que también me sale muy rico. Así me come sano sin darse cuenta. Aunque él no se queja, ¿eh? Él se come lo que le pongas. Pero yo sé cuándo le gusta porque repite. Que se cree que no me doy cuenta, pero yo soy muy lista.

Puse los ojos en blanco con irritación. ¡Así no había quien trabajara! Estaban hablando tan alto que, incluso habiendo dejado de escuchar a propósito, ya no podía dejar de hacerlo.

—Tiene muy buena pinta. Estoy seguro de que será el mejor que he probado. Muchísimas gracias, señora Dodgson.

Encima pelota.

Se despidieron con más cordialidad de la que era aceptable incluso aunque no hubiera tenido lugar el desagradable comentario de esa mañana, como si yo fuera la invitada y él el verdadero dueño de la casa y vecino de toda la vida. Y apenas unos minutos después, Eric llamó a mi puerta.

Entró antes de esperar respuesta, cargando con una taza de café recién hecho y una generosa porción de bizcocho. Iba a despreciar su gesto cuando mi estómago decidió desacreditarme, rugiendo furioso para echarme en cara que con mi rabieta me había olvidado de comer.

La sonrisa del mago se tensó, pero no dijo nada. Chico listo.

Aun así me sentí débil cuando acepté la taza de café. Eric, reacio a captar las señales, dejó el plato con la apetitosa porción de postre frente a mí. Mierda, ¿por qué tenía que oler tan bien?

—No está bien —mascullé irritada—. Esto no lo arregla. Ni siquiera es una disculpa de verdad, es solo una forma cobarde de lavar su conciencia e intentar quedar de simpática contigo.

La sonrisa de Eric adoptó un tinte condescendiente que empeoró mi humor. O quizás solo estaba siendo amable, pero mi objetividad no estaba en su mejor momento.

—Nena, hay muchos tipos de personas. Y a la mayoría les incomoda alguien como yo hasta que me conocen. Si tuviera que odiar a todos los que me miran mal... Tu vecina es un encanto. Así que no le des tantas vueltas. La mayoría de los racistas no me hacen un bizcocho para disculparse. Por mí estamos en paz.

Quería seguir enfadada. Me parecía lo correcto. Pero, por alguna razón, su voz suave y su sonrisa afable me lo ponían muy difícil.

Apreté los labios con disgusto mirando el bizcocho. Comérselo era aceptar la disculpa y...

Mis tripas volvieron a retorcerse de forma ruidosa, sumando muchos puntos en contra de mi orgullo y mi terquedad. Pero aún dudé un poco más, hasta que Eric empujó el plato con un dedo más cerca de mí.

—Estoy intentando no portarme como un padre, pero pareces decidida a poner a prueba mi resistencia, nena.

Palabras equivocadas.

Sin molestarme ni en usar las manos, empujé el plato hacia su lado de la mesa con telequinesis. El desafío le hizo afilar la mirada, transformando su sonrisa de forma oscura.

—¿Intentas sacarme de quicio con esta repentina huelga de hambre o tienes por costumbre olvidarte de comer?

Chasqueé la lengua, despectiva.

—No seas engreído. Paso más tiempo entre estas cuatro paredes que en el conjunto de toda la casa. Pues claro que me olvido de comer.

¿Y a quién no le pasa alguna vez? Vivía para trabajar y mis funciones vitales tendrían que adaptarse para seguir el ritmo. «Mens sana in corpore sano» es para débiles.

Eric apretó la mandíbula en una fugaz expresión atormentada. Fue apenas un segundo. El segundo exacto que necesitó para cambiar a una expresión burlona.

—Y yo que empezaba a pensar que te estás escondiendo de mí aquí encerrada.

Eso no lo pensaba admitir. Ni hablar. De hecho, qué momento tan maravilloso para llenarse la boca de bizcocho y no poder contestar. Punto para él.

«Entonces... ¿cuál va a ser? ¿Mentirosa o cobarde, Spencer?»

Cobarde. Una maldita cobarde. Y ni siquiera entendía por qué.

Eric no hurgó en la herida. Sonrió satisfecho al verme comer y se levantó de la silla. Creí que iba a irse y dejarme seguir trabajando ahora que ya se había salido con la suya, pero se limitó a curiosear mis libros. Y no supe si interpretarlo como que me daba algo de espacio para no terminar de humillarme vigilándome al comer o que precisamente buscaba una excusa para seguir por allí y así asegurarse de que lo hacía.

—Anda, ¿y esto?

Vi que estaba curioseando un tomo de mi biblioteca, uno de encuadernación negra, de piel. Intenté forzar la memoria.

—¿Derecho penal?

—No —me corrigió divertido.

—¿Legislación de los enclaves?

—No estás ni cerca.

Irritada, dejé de intentar adivinarlo. Y debo añadir que un poco herida en mi orgullo por no poder reconocer un libro de mi propia biblioteca. Había estudiado todos aquellos libros como abogada. Les había dedicado tantas horas que debería poder reconocerlos. Aunque me dije que eso era buena señal, porque significaba que había pasado más tiempo con ellos abiertos que cerrados.

—¿Cuál es? —pregunté incapaz de dejar el enigma sin resolver.

—Un libro de nigromancia.

Abrí los ojos en par en par.

—Me estás tomando el pelo —afirmé convencida.

Eso no era mío. De eso estaba segura. Yo no tenía interés alguno en el espiritismo, así que muchísimo menos en algo tan ilegal como la nigromancia. Y no había tenido ningún caso relacionado que justificara una necesidad de documentarse al respecto.

—No te estoy juzgando —dijo mientras pasaba páginas del manual—. Ya sé que tú no harías nada así. Este libro es de tu madre. Aunque no lo usó demasiado —murmuró para sí mismo.

Fruncí el ceño, sin entender lo que quería decir.

—¿Eso es una acusación?

—No. Es un hecho. No tiene tu impronta, pero capto la familiaridad que desprende con la tuya. Y como tu padre era vacuo no es como si necesitara muchas más pistas.

Alcé las cejas, sinceramente sorprendida. ¿Había captado los matices de la impronta de un simple vistazo? Con esa capacidad debería trabajar para la policía en lugar de... andar perdiendo el tiempo con lo que sea que hiciera para ganarse la vida. ¿Hacía algo?

Ese fue un buen momento para recordar que era lunes y no había hecho nada parecido a ir a una oficina ni trabajar desde casa. Pero no quería entrar en el terreno de las preguntas personales.

—No digo que sea algo malo. Simplemente es poco común. La mayoría de la gente se siente incómoda con los fantasmas. Prefieren cerrar su percepción a los muertos y fingir que no están ahí, y harían lo mismo con los indigentes si pudieran. Es la misma reacción.

Me quedé mirando el plato lleno de migas, donde un momento atrás había un trozo enorme de bizcocho. Pellizco a pellizco, lo había devorado entero. Pero decidí mantener un mínimo de dignidad y no preguntar si quedaba más.

—Seguramente sea lo único útil que nos enseñan sobre fantasmas en Wrightswood —comenté con desinterés—. Cómo ignorarlos de forma efectiva.

No pretendía ser indolente pero, al igual que en otros muchos asuntos sobre magia, también en este caso había adoptado la postura de los aquelarres. Aunque esta vez había sido por una decisión consciente.

Durante una temporada mantuve mi visión abierta, esperando ver a mis padres. Me llevé más de un susto al ver algo que habría preferido no encontrar, pero nunca a ellos. Así que al final decidí cerrarla de nuevo para dejar de hacerme daño con la esperanza de volver a verlos.

Además, los fantasmas no eran una compañía agradable. Eran un recordatorio constante de lo frágil que es la existencia, y eso cuando no eran peligrosos. Admiraría el trabajo de los Lane encargándose de ellos si no les tuviera tanta tirria.

—¿Tu madre era espiritista?

—No que yo recuerde.

Fruncí el ceño. En realidad, no la recordaba haciendo magia. Eran otros tiempos, me justifiqué, y aunque fuese legal, todavía no estaba tan normalizado. Ni siquiera ahora lo estaba del todo. Seguramente evitaba hacer magia para no buscarse problemas con los vecinos.

O tal vez había pasado tanto tiempo que lo había olvidado.

—La magia espiritual es muy particular —comentó Eric todavía husmeando en el libro, como si no estuviera leyendo sobre magia prohibida en mis narices—. Al igual que con la adivinación, da igual cuanto se escriba de ellas, sin un talento innato no sirve de nada forzarse. Son para elegidos dentro de los elegidos.

Cerró el libro con un golpe seco y lo devolvió a su sitio. Y en aquel gesto se volatilizó toda su solemnidad.

—¿Te apetece ver una película? Ya has trabajado bastante por hoy, ¿no crees?

El mago comenzó a acercarse a mí divagando sobre ensaladas y palomitas, dando por hecho que iba a salirse con la suya, y el solo hecho de ver cómo se estaba adueñando de mi tiempo, después de conquistar mi casa, amigarse con mis vecinos y volar por los aires mi estabilidad mental, fue demasiado.

—Eric, basta. No necesito un cocinero, ni un psicólogo, y mucho menos un padre. Trabajaré hasta que yo decida que es suficiente, comeré cuando me acuerde y, bajo ningún concepto, te tendré que informar o dar explicaciones. Y si no puedes respetar eso, será mejor que te marches.

El mago, como si estuviera decidido a hacer siempre lo contrario de lo que esperaba de él, se sentó en el otro sillón frente a mí. Por lo general, cuando uno coge un hábito, suele mantenerlo. Aunque sea algo tan tonto como sentarse siempre en el mismo sitio. Pero él se sentó en el otro. Y, en lugar de mostrarse dolido o enojarse por mi falta de gratitud ante su amabilidad, parecía encantado con mi bordería.

—Muy bien.

Me estaba vacilando. Me tenía que estar vacilando.

—No estoy bromeando —insistí—. Necesito que esto quede muy claro, Eric: no quiero que intentes controlarme. Nada de exigencias ni de interrogatorios. De hecho, nada de preguntas. Ahorrémonos las tonterías de charlar sobre el nombre de nuestras abuelas y nuestras mascotas de la infancia. Tú y yo no somos amigos. Seguramente cuando te vayas no volvamos a vernos nunca. Esto es temporal, así que no finjamos lo contrario.

Sí, eso era lo mejor. Ser claros. Podían ser palabras duras, pero era mejor ser honesto.

Y, a saber por qué, una vez más me sorprendió reaccionando con una sonrisa aprobadora.

—Eso es perfecto.

Alcé las cejas, confusa por su reacción, antes de fruncir el ceño desorientada. Pese a conseguir lo que quería, no estaba satisfecha. Apreté los labios bajando la vista a mis apuntes, intentando reordenar mis ideas.

—Entonces, como no vas a usar el salón, me acomodaré allí para ver una película. Creo que veré una antigua de Wes Anderson.

Admito que, lo primero que me vino a la cabeza, fue que no me sonaba que ese director hiciera películas del tipo La jungla de cristal. Porque di por sentado que una película sin explosiones, desnudos parciales y exceso de testosterona no podría llamar la atención de alguien como él.

Y me quedé atascada en ese pensamiento, dándome cuenta de que, en realidad, no sabía cómo era «alguien como él». Porque él nunca hacía lo que esperaba. No le conocía.

Eric no se molestó en cerrar la puerta de mi despacho y tampoco yo lo hice. Así que me bastó con girar la cabeza hacia la izquierda para verle preparar una enorme fuente de ensalada, sintiéndose tan cómodo como si estuviera en su casa. Parecía haberse aprendido ya de memoria toda mi cocina.

En realidad, sí que había sentido que había sido un día largo... Y estaba claro que mi concentración no estaba por la labor. Tal vez podría tomarme un par de horas de descanso para recargar las pilas y luego seguir un rato más antes de irme a la cama.

Sin darme cuenta de en qué momento mi cuerpo decidió moverse por sí mismo a la cocina, antes de poder terminar mi lista mental de pros y contras, ya estaba pululando alrededor de la mesa, buscando con la mirada dónde habría guardado Eric el resto del bizcocho de la señora Dodgson. Ahora que me daba la oportunidad de escuchar a mi estómago, estaba realmente hambrienta.

Sin una sola mirada de regodeo o burla, Eric me tendió la bolsa de palomitas de microondas.

Normalmente las habría metido en el electrodoméstico, porque no veía sentido en gastar energías en algo que una máquina podía hacer por mí tardando más o menos lo mismo. Y juro que no lo hice por tratar de impresionarle. Pero pensé que, si tenía las manos ocupadas y ponía toda mi concentración en una tarea simple, podría dejar de atormentarme a mí misma un rato. Así no estaría mirándole durante dos minutos mientras me obligaba a comprender que su compañía no era tan desagradable.

Puse la bolsa entre mis manos y, con mucha más concentración y energía de la que necesitaba para el café, me focalicé únicamente en transmitir calor al maíz y en no dejar que los repentinos estallidos me distrajeran.

Cuando acabé, Eric ya no estaba allí. Sorprendida por su sigilo, me dirigí hacia el salón con las palomitas desprendiendo un delicioso aroma; necesitando forzar más mi concentración para transportarlas levitando entre mis manos —y así evitar quemarme tocando la bolsa caliente— que para cocinarlas.

El mago ya tenía la película preparada en la televisión, había puesto dos platos con sus respectivos tenedores junto al bol lleno de ensalada, dos vasos de agua y, como extra, un refresco de cola para él y la taza que había abandonado a medias en el despacho para mí.

—Gracias.

—Lo hago encantado.

Se puso a servir los platos y, sin siquiera mirarme, soltó de golpe:

—Voy a estar una temporada en la ciudad y me vendrá bien una compañera de juegos. Y tú, nena, tienes pinta de necesitar seriamente algo que te relaje.

—No —contesté sin darme tiempo ni a dudarlo.

Una vez más, la respuesta de Eric fue una sonrisa divertida. Y me pregunté si era porque ya anticipaba mi reacción o si, más bien, era tan consciente como yo de que había necesitado plantear su oferta sin hacer ninguna pregunta del tipo «¿te gustaría...?» para que yo pudiera dar la respuesta que necesitaba dar en lugar de la que quería en realidad.

—Parece que no podremos estar de acuerdo en todo. Tómate tu tiempo.

Y me tendió un plato de ensalada.

Cuando lo cogí, en el fondo esperaba que intentara rozar su mano con la mía. O cualquier otro gesto propio de una película romántica. Pero no lo hizo y no estaba segura de cómo sentirme al respecto.

Me dije que aliviada, que aquello era precisamente lo que le había pedido. Sin embargo, estábamos sentados muy cerca, su pierna rozaba la mía aunque teníamos espacio de sobra en el sofá de tres plazas para poder sentarnos cómodamente sin necesidad de tocar siquiera el aire del otro. Aunque no hice por apartarme.

¿No habría sido eso exagerar? Tampoco era como si hiciera falta rehuirse el contacto. Quise pensar que mi fuerza de voluntad podría soportarlo. Después de todo, acababa de demostrar que podía resistirme a él, ¿no?

Convenientemente, olvidé recordarme que también el sábado me había negado y había acabado siendo débil. Por no mencionar el pequeño detalle de que él ya estaba sentado cuando yo había llegado, que esta vez no había sido Eric quien había buscado mi contacto.

—Cuando cambies de idea, avísame. Lo del sábado... considéralo una demostración —comentó con ligereza, como si no quisiera darle importancia, pese a que el brillo en sus ojos decía algo muy distinto.

Y, sin más, pulsó el botón para comenzar la película.

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