Palabra de Bruja Indomable

By E_Hache

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«La única manera de librarse de la tentación es caer en ella» Oscar Wilde. ~ Palabra de Bruja #3 ~ Spencer Jo... More

Indomable
~ Advertencia ~
~ Glosario ~
Prólogo
Capítulo 1: El objetivo
Capítulo 2: La celebración
Capítulo 3: La noticia
Capítulo 4: La visita
Capítulo 5: El huésped
Capítulo 7: El bizcocho
Capítulo 8: La oferta
Capítulo 9: El despacho
Capítulo 10: El domúnculo
Capítulo 11: La sutileza
Capítulo 12: El entrenamiento
Capítulo 13: La normalidad
Capítulo 14: La planta
Capítulo 15: El esbat
Capítulo 16: La resaca
Capítulo especial: Eric
Capítulo 17: La hostilidad
Capítulo 18: El café
Capítulo 19: El gimnasio
Capítulo especial: Eric (II)
Capítulo 20: El escritorio
Capítulo 21: El Scrabble
Capítulo 22: El cuadro
Capítulo 23: El solsticio (I)
Capítulo 24: El solsticio (II)
Capítulo 25: El solsticio (III)
Capítulo 26: Las puñaladas
Capítulo especial: Eric (III)
Capítulo 27: El fantasma
Capítulo 28: La ausencia
Capítulo 29: El regalo
Capítulo 30: El cumpleaños (I)
Capítulo 31: El cumpleaños (II)
Capítulo 32: El control
Capítulo 33: La entrega
Capítulo 34: La genética
Capítulo 35: Las marcas
Capítulo especial: Eric (IV)
Capítulo especial: Eric (V)
Capítulo especial: Eric (VI)
Capítulo 36: El ruiseñor
Capítulo 37: La burbuja
Capítulo 38: La libélula
Capítulo 39: La apuesta
Capítulo 40: Los triarcas
Capítulo 41: El desayuno
Capítulo 42: La casa
Capítulo 43: El susto
Capítulo 44: La amistad
Capítulo 45: Las galletas
Capítulo 46: Las confidencias
Capítulo especial: Eric (VII)
Capítulo especial: Eric (VIII)
Capítulo especial: Eric (IX)
Capítulo 47: La rendición
Capítulo 48: La vidente
Capítulo especial: Los aquelarres
Capítulo 49: La intrusa
Capítulo 50: El artesano
Capítulo 51: Las consecuencias
Capítulo 52: El luto
Capítulo 53: La emboscada
Capítulo 54: El interrogatorio
Capítulo 55: Los demonios
Capítulo 56: La habitación
Capítulo 57: El juramento
Capítulo 58: Las vergüenzas
Capítulo 59: Las heridas
Capítulo 60: La cura
Capítulo 61: El heredero
Capítulo 62: La propuesta
Capítulo 63: La academia
Capítulo 64: El policía
Capítulo especial: Eric (X)
Capítulo 65: La pantomima
Capítulo 66: El rescate
Capítulo 67: La verdad
Capítulo especial: Eric (XI)
Capítulo especial: Eric (XII)
Capítulo 68: La mudanza
Epílogo
Capítulo especial: El Cuervo
~ Agradecimientos ~
Cuestionario

Capítulo 6: La charla

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By E_Hache

Estaba de muy mal humor.

Quería un café. Me gustaba trabajar tomándome mi café. Me gustaba alargar la mano y dar un sorbo entre página y página. Y ahora estaba actuando como una idiota cada vez que olvidaba que no tenía mi taza y cerraba la mano en el vacío mientras mantenía los ojos fijos en mis papeles. Me hacía perder el hilo de lo que estaba haciendo al tener que levantar la vista del trabajo y, al recordar por qué no tenía café, se me llevaban los demonios.

Y sí, era tan sencillo como levantar el culo e irme a preparar una cafetera. Que, para colmo, me daría una deliciosa taza recién hecha en lugar de mejunje recalentado. Pero eso implicaba encontrarme con Eric, que seguro que seguía atrincherado en la cocina porque su instinto de cazador le decía que era el mejor lugar para acorralarme de nuevo, ya que había hecho el ridículo frente a él abandonando la taza para huir de su cercanía y los dos éramos muy conscientes de ello. Porque daba por hecho que no tenía nada mejor que hacer que torturarme.

Y... sí, era desquiciado. Estaba empezando a actuar como una adolescente hormonada. Pero ser consciente de ello y lograr el valor para actuar como una adulta son cosas muy distintas.

Y lo peor era saber que era culpa mía. Eric estaba siendo el invitado perfecto y era yo la que lanzaba señales confusas cambiando de idea todo el rato, diciéndole que no me interesaba cuando mi cuerpo me desmentía reaccionando a su cercanía. 

Pero no podía controlarme. Toda esa contradicción que le transmitía a él estaba ocurriendo también dentro de mí. Y me llenaba de impotencia cómo, en esta ocasión, el cuerpo le estaba ganando el pulso a la mente. Algo muy poco propio de mí.

Frustrada, estiré la mano para ahogar mis pensamientos con un trago de café y, cuando una vez más cerré los dedos en el aire, solté un gruñido que por poco me lleva a arrojar los papeles por los aires.

Unos alegres golpecitos sonaron en la puerta. Reprimí las ganas de contestar con otro gruñido y le invité a pasar.

Eric entró en el despacho con mi taza de café en una mano y un posavasos en la otra. Y hasta se tomó la molestia de dejar su ofrenda en un hueco libre de mi mesa. Exactamente en el hueco que pertenecía a la taza.

El suave aroma me acarició los sentidos, prometiéndome que todo iría a mejor ahora que tenía por fin la dosis de mi droga. Pero no dejé que el canto de sirena me privara de lanzar una mirada recelosa al mago.

—Guárdenos la Diosa de ver qué pasa si estás una hora más sin tomar café.

La sospecha aumentó mientras me llevaba la taza a los labios. ¿Cómo de probable era que Eric tuviera el mismo irritante talento mágico de Vincenzo para oír las necesidades y deseos ajenos?

Antes de poder calcular las probabilidades, me vi escupiendo aquel veneno sobre mis papeles.

—¿¡Qué le has hecho a mi café, psicópata!? —le rugí mientras me daba prisa en pasar las manos por los documentos para limpiar el estropicio con un sencillo encantamiento antes de que calara más.

El mago me miraba con los ojos abiertos de par en par.

—Nada. Me ha parecido que lo tomabas solo, así que le he añadido un poco de azúcar y nada más.

—¿¡Un poco!? ¡Casi se puede masticar! ¿¡Quién puede beberse el café así!?

—Yo bebo el café así —rio sin ápice de vergüenza mientras confesaba su crimen—. Con bastante más azúcar, de hecho.

—Te deberían prohibir beber café.

Si necesitas echarle tanta azúcar, no te engañes: no te gusta el café. Así de simple.

Con una sonrisa pícara, cogió mi taza y se la llevó a los labios, dándole un generoso trago. Su descaro intentó tirar de mis comisuras, pero me esforcé por no sonreír.

—Tú y tu diabetes, ¿queréis algo más? Intento trabajar.

—Tienes pinta de necesitar un descanso. Intento ser una agradable distracción que te salve de ti misma y de tu adicción al trabajo.

—No soy... —Hice una mueca y me callé el resto de la frase. Alguien que trabaja en domingo no puede negar eso, aunque entraría a debate si eso engloba cuando uno trabaja porque considera que su trabajo es importante y no puede esperar al lunes.

Además, trabajar en domingo era una maravillosa forma de intentar distraerme de su intoxicante presencia.

—Al fin —se rio con humor—. Empezaba a pensar que eras inmune a la maldición.

—Según tengo entendido, esa es Nicole.

Tras caer en la cuenta de que la pelirroja era la novia de su hermano, recordé contener la acidez.

—Puedo exagerar, no mentir —le confesé.

Después de lo del día anterior con la magia primordial, decidí que ser un poco más honesta sobre aquellos temas era también una forma de rebeldía contra los aquelarres.

Pero Eric no me pagó con la misma moneda.

El mago se dio la vuelta y empezó a deambular por mi despacho distanciándose físicamente de mí, aunque a mí me pareció más que eso. Intenté no darle importancia. Yo misma había reaccionado mal a las preguntas de Nicole, demostrando lo interiorizado que teníamos todos ese cripticismo.

Distraída, me llevé la taza a los labios, olvidando que era el café que había preparado Eric. Esta vez me contuve de escupir, pero tras tragármelo a la fuerza solté palabrotas dignas de un concurso de camioneros.

—¡Llévate esta mierda de aquí, joder!

Eric cogió la taza, divertido con mi despiste, pero no salió de la habitación. Volvió a dar un trago mientras se acomodaba en uno de los asientos frente a mi escritorio, dándose por invitado a seguir entreteniéndome.

—Café solo, chocolate negro, galletas de jengibre... Parece que a alguien le gustan las cosas... fuertes.

Ignoré la insinuación mientras trataba inútilmente de volver al trabajo. Era incapaz de concentrarme con él allí. No porque fuera él, claro. De por sí me costaba trabajar con ruido o gente cerca, pero él era especialmente... distractor.

—Veo que te has aprendido mi despensa.

—Es una buena forma de conocer los gustos de alguien. También he comprobado que no sueles cocinar a menudo.

Hice un ruido con la garganta que pretendía ser una confirmación. Si le daba pie, seguramente se quedaría ahí parloteando toda la tarde.

—Me puedo encargar de eso mientras esté por aquí. No soy un gran chef, pero creo que has comprobado que sé apañarme.

—Como quieras.

—¿Tienes alguna alergia?

Fruncí el ceño. ¿También iba a hacer la compra? Porque obviamente, si vivía sola, nada de mi despensa serían alimentos que no me gustaran o me sentaran mal.

—Te voy a repetir que no tienes que hacerme la pelota ni ser mi mayordomo para quedarte unos días. Y no me gusta repetirme —gruñí irritada.

Pero él parecía inmune a mi enfado.

—Para nada. Encuentro relajantes las tareas domésticas.

—Dijo nadie, nunca —resoplé.

Su sonrisa se amplió, apreciando mi escaso sentido del humor.

—Cuando viajas mucho acabas echando de menos tonterías como poner una lavadora o ir al supermercado. Pequeñas tonterías que hacer a tu gusto para sentirte en casa.

Su sonrisa se tensó un instante. Tan breve que dudé de haberlo visto en realidad. Y, acto seguido, se levantó y se dirigió a la cocina, volviendo unos segundos después con otra taza de café. La cogí de sus manos sospechando que, en el fondo, lo que aceptaba era un cambio de tema.

No me pasó desapercibido que no le gustaba demasiado hablar de sí mismo, incluso aunque no llegara a decir nada. Se sentía mucho más cómodo cuando el foco no le apuntaba a él. Algo que, curiosamente, no encajaba con la imagen de narcisista que me había dado.

* * * *

El mago finalmente se marchó y pude volver al trabajo. Si me concentraba, aún podría sacarle un par de horas productivas a lo que quedaba de tarde, así que...

Toc. Toc. Toc.

Tenía que ser una broma.

—¡Eric, déjame trabajar! —gruñí de malas formas.

Pese a mi ladrido, la puerta se abrió unos prudentes centímetros; revelando, para mi sorpresa, a Vincenzo al otro lado.

—Oh... Eres tú... Perdona. ¿Habíamos quedado en vernos hoy?

—¿No has sentido que era yo? —preguntó extrañado.

Abrí la boca y la volví a cerrar, herida en mi orgullo. Debería haberlo sentido, estaba a una puerta de distancia, dentro de mi propia casa. En mi hogar era terriblemente fácil hacer magia para mí, todo estaba cargado de mi impronta. 

Pero estaba atontada por culpa de mi huésped.

—Está claro que no... —farfullé malhumorada.

Genial... El italiano posiblemente era, casi de un modo literal, la última persona con la que debería estar en una misma habitación en ese momento. Como le diera por echar un vistazo a mi cabeza la palabra «humillación» ganaría nuevas acepciones.

—Aunque sea domingo, tengo trabajo pendiente. Así que...

—Necesito hablar, Spencer.

Algo en su voz sonó tan frágil y herido que me hizo alzar la cabeza de mis apuntes en el acto. No fue hasta ese instante que miré de verdad al italiano, que se había sentado sin esperar invitación en la misma silla en la que un rato atrás había estado Eric. Pero, a diferencia de mi invitado, Vincenzo tenía los hombros hundidos, estaba ojeroso y diría que hasta pálido. Nada que ver con su perfecta pose habitual.

—¿Qué ocurre?

Parecía desorientado, como un niño asustado tras perderse de sus padres en un centro comercial, y me temí lo peor. Pero no fui capaz de urgirle para que empezara a hablar.

—Nunca te conté... nada —matizó de pronto, sorprendido por la rotundidad de su propia afirmación—. Somos amigos desde hace tantos años y siempre te he mantenido en la ignorancia. Tenías razón... Siempre la tienes, ¿no? Mantenía a todos alejados. Creía que tú eras una excepción, pero no es cierto. Que te confiara más que a los demás no es decir nada, seguían siendo migajas.

—No te sigo —le dije intentando ser delicada.

¿Esto era por lo de ayer? No entendía nada y sus palabras no lo estaban aclarando mucho.

—Me enamoré de Elyse en primer curso —soltó de golpe—. Claro que solo hace un año que me atreví a confesar eso incluso para mí mismo. Di todas las volteretas dialécticas que te puedas imaginar para no usar la palabra «amor» ni una vez: obsesión, deseo, encaprichamiento... Qué ridículo, ¿verdad? Qué forma de perder el tiempo... Si no hubiera sido tan terco nos habría ahorrado mucho sufrimiento a los dos.

Asentí con la cabeza, aunque no me estaba mirando. Parecía perdido en sus pensamientos.

—Es... mucho tiempo, sí —murmuré solo porque sentía que él esperaba que yo dijera algo también.

—¿Tienes idea del tiempo que dediqué a pensar en la forma de hacer que ella tuviera que tener lo más parecido a una cita conmigo sin que pareciera que lo hacía porque era yo el que lo deseaba? Y todo para proteger mi orgullo, para sentir que podía tenerlo todo: la chica y la reputación. Y sin tener que arrastrarme tras ella, que pareciera que era yo el que le hacía un favor. Menudo imbécil... Ni quererla se me daba bien.

Ajá... Vale, esto era por Honey. Estaba bastante claro, ¿no?

—¿Honey y tú estáis bien? ¿Habéis discutido? —pregunté intentando encauzar la conversación.

Si no me daba algo con lo que trabajar me hacía sentir como en esas primeras entrevistas con mis clientes, cuando más que contarme su caso se echaban a llorar y me usaban de psicóloga. Pero al menos ahí sabía que podía hacer algo, que tras el llanto y el desahogo venía la parte en la que la ley entraba a ayudar. El italiano, en cambio, venía a llorar cuando la ley ya había fallado y yo no sabía qué ofrecerle.

Pero bien sabía yo que el italiano tenía muchos contactos y muy pocos amigos. Joder, tenía que ser horrible que yo fuera la primera persona en la que cualquiera pensara para contarle sus problemas. Tenía la sensibilidad de un ladrillo.

Vincenzo negó con la cabeza y se hizo hacia adelante, apoyándose con los codos en los muslos en la pose más desgarbada que jamás le había visto al elegante italiano. El flequillo se le vino a la cara y ni siquiera eso pareció importarle.

—Cuando... cuando nos reencontramos hace un año, ella parecía enferma. Tenía ojeras, había perdido peso y toda ella estaba... su luz se había esfumado, estaba completamente apagada. Ella que siempre había sido como un ángel, tan radiante... Entraba a una habitación y parecía iluminarla solo con su presencia, con esa sonrisa tan dulce y esa mirada limpia.

Tragué saliva, incómoda. 

A ver, sí, Honey era bastante popular pese a su torpeza como bruja. Era dulce y cariñosa con los demás, era agradable tenerla cerca. Por aquel entonces tenía problemillas con la "maldición" y era incapaz de callarse muchas veces, pero dado que solo tenía pensamientos amables, no era una compañía antipática. No la definiría como un ángel, claro; aunque supuse que no podía pedirle objetividad al italiano sobre su propia novia.

—Pero ellos la destrozaron tanto que se apagó. Cuando la vi, creí que estaba enferma. Eso o que era una yonqui —admitió con algo de vergüenza por lo lejos que había estado de acertar—. De hecho, creo que ella no lo sabe, pero lo primero que hice al llevármela a Italia fue hacer que un detective de confianza rastreara todo su historial médico. Yo había usado magia corporal para intentar chequearla sin que se diera cuenta, pero al no encontrar nada, pedí ayuda a un profesional. No me fiaba ni de mí mismo, era obvio que le tenía que estar pasando algo. Cuando pudieron garantizarme que ni estaba enferma ni era una yonqui, pese a no poder averiguar lo que le pasaba, sentí tanto alivio que cogí una botella de vino y me planté en su habitación a celebrarlo con ella. Y ni siquiera le expliqué por qué —confesó con una sonrisa agridulce—. Debí de parecerle un completo maníaco con esos cambios de humor. Pero no estaba listo para admitir, ni siquiera conmigo mismo, lo feliz que me hacía saber que ella estaba bien; porque eso significaba que, fuera cual fuera su problema, podría arreglarlo.

Su voz se tambaleó en esas palabras. Y aun así no sirvió de preaviso para cuando sus ojos se alzaron vidriosos hacia mí completamente desolado.

—Pero no puedo arreglarlo, Spencer. No puedo...

Clavó en mí sus ojos azules llenos de una intensa desesperación, dejándome paralizada en el sitio.

—Es como una maldición... Cada vez que intento ayudarla lo estropeo más y más. En Wrightswood, la atacaron por mi culpa. Yo... me harté de cómo la trataban y pensé que hacer creer a todos que era mi novia la protegería. La mayoría preferían estar a buenas conmigo y supuse que eso bastaría para que la dejaran en paz.

Asentí con la cabeza, incómoda con esa parte. Todos sabíamos que Vincenzo era el chico del contrabando en la academia. Por alguna razón, su equipaje y su correo no eran examinados con el mismo cuidado que el de los demás. Pero lo que me incomodaba de verdad era la otra parte de su papel como pseudomafioso. Vincenzo, por esa capacidad suya para conocer los deseos de la gente, sabía demasiado de todos nosotros. Y los que no recurrían a él por el contrabando, lo hacían a cambio de su silencio.

Yo misma había acabado necesitando su ayuda al graduarnos, cuando necesité un préstamo para pagarme la universidad. Ni siquiera tuve que pedírselo, él simplemente lo sabía y me ahorró la vergüenza de hablar de ello. Pero siempre había preferido verlo como un favor que como una forma de controlarme a cambio. 

Por suerte, había ocurrido cuando ya nos habíamos graduado y no tenía forma de probar lo contrario.

—El puesto en el Consejo, la prefectura... yo no quería nada de eso. Prefería trabajar desde un segundo plano, fuera de los focos. El poder sin la responsabilidad. Pero quería castigar a Clearwater, quería lanzar un mensaje claro. ¿Y qué fue lo que conseguí? —siguió él, sacudiendo la cabeza, con voz amargada—. En vez de burlarse de ella, pasaron a...

Apretó los labios, incapaz de decir en voz alta las atrocidades que habían hecho a Honey aquella noche esos tres monstruos vengativos. Lo que empezó siendo acoso escolar escaló demasiado rápido a tortura y agresión sexual. Y a saber cuánto más lejos habría estado dispuesto a llegar Burke si no le hubieran interrumpido. Después de todo, yo misma le había visto lanzarse contra Stella con intención de matarla. Era un psicópata de manual.

—Necesito que ella esté bien, ¿entiendes? Más de lo que me ha importado nada en la vida. Que sea feliz.

Su angustia me traspasó el pecho. Y ni por esas sirvió de preámbulo para sus siguientes palabras:

—Intentó suicidarse.

—¿¡Qué!? ¿¡Ayer!? —grité asustada.

—¡No! —se dio prisa por aclarar el italiano—. No... Hace un año.

Jadeé asustada, aun incapaz de aliviarme lo suficiente con su respuesta, aunque sin duda me arrebató el impulso de echar a correr hacia cualquier hospital o cama en la que estuviera ella ahora. Si había sido hacía un año, ir a su lado ahora no tenía sentido.

Me di cuenta entonces de que me había sobresaltado tanto que me había puesto en pie de un brinco. Mi cuerpo se resistió a la idea de sentarme de nuevo, estaba muy alterada; pero supuse que él me necesitaba allí, quieta para dejarle terminar.

—Yo estaba allí... No puedo quitarme esa imagen de la cabeza. Ella intentando saltar por un balcón, intentando tirarse al vacío. La oscuridad que desprendía en ese momento era terrorífica. Toda esa imagen, todo lo que sentía cerca de ella, lo que sentí yo mismo... Todo eso se me ha clavado dentro y...

Sacudió la cabeza con impotencia, como si no pudiera encontrar las palabras adecuadas. Él, que siempre había sido un gran orador, tan ágil con las restricciones de la "maldición". Ahora las emociones le entorpecían demasiado como para acabar sus frases.

Pero no podía culparle. Ni siquiera yo sabía qué decir. Estaba conmocionada y solo tenía que enfrentarme a la imagen que había dibujado mi imaginación, no quería imaginarme en su situación, con la carga de esos recuerdos. Lo que debía de ser para él como mentalista haber sentido la mente de su novia en ese estado. 

—Anoche no pude pegar ojo. Me aterraba dejar de mirarla un solo segundo y que volviera a pasar. Que todo lo que ellos le hicieron pese más que lo bueno que yo pueda darle. Me siento tan inútil intentando consolarla...

Reprimí el impulso de soltar una carcajada sarcástica. ¿Y se suponía que a mí se me daba mejor?

Ahora era yo la que estaba aterrada, sintiendo indirectamente responsabilidad sobre la salud mental de Honey; como si al contarme el problema delegara en mí cargar con los dos. Pero yo no sabía qué más hacer. Mi plan había acabado llevándonos a ese punto, se suponía que la ley haría el resto. Pero no había sido el caso. Y, a partir de ese punto, ya no sabía cómo seguir.

—Siento que no hago más que estropearlo una y otra y otra vez... incluso cuando intento dar lo mejor de mí. Intentaba cuidar de ella, creía que hacía lo correcto animándola a denunciar.

Se tiró del pelo hacia atrás, en un gesto cargado de desesperación.

—Podríamos habernos quedado en Italia, lejos de ellos, viviendo nuestras vidas. Pero tuve que insistir en que te hiciera caso... ¿Y de qué ha servido? ¿Compensa que solo Clearwater esté en la cárcel después de un año lidiando con la prensa aireando su tragedia? ¿Qué hemos ganado, en realidad, además de enemigos? No debí alentarla a escucharte.

—Esto no es culpa tuya —le recordé—. Tú sabes que no lo es. Ellos son los hijos de puta que...

—¡Claro que es mi culpa! —perdió los nervios—. ¿Es que no me escuchas? La atacaron por mi culpa. Yo la convencí de ir a juicio. ¡Todas las desgracias que caen sobre ella las provoco yo!

Aquella reacción tan dramática no me la esperaba. No de él. Siempre había sido puro hielo. Y ahora parecía tan frágil como el cristal.

—Vincenzo, usa la cabeza. Lo que dices no tiene sentido. No es culpa tuya que el sistema esté corrupto, y aún menos que esos tres decidieran violar a...

—¡No lo entiendes! —gruñó con frustración poniéndose en pie—. No funciona así, Spencer. ¡La amo! Necesito sentir que puedo cuidar de ella, que puedo protegerla... y no soporto sentir que son mis decisiones las que la hieren. ¡Todo lo demás son excusas!

Enfadado, salió de la habitación cerrando con fuerza. Sin despedirse siquiera. Confirmando lo que yo habría deseado explicarle desde el principio: que yo era la peor persona posible con la que desahogarse.

* * * *

Honey... ¿suicidarse?

No podía dejar de darle vueltas a ese macabro pensamiento. A ver, no es que hubiera sido un ejemplo de fortaleza, pero... No, en realidad, sí lo había sido. Puede que no tuviera mucho carácter, pero había tenido la fuerza de aguantar día tras día en Wrightswood, siendo la peor bruja de toda la academia y soportando cómo los profesores y alumnos por igual la machacaban por ello. Y todo sin dejar jamás de sonreír. ¿Cómo iba a sospechar siquiera que detrás de esa sonrisa se escondía tanto dolor?

Pero eso era porque no me había importado lo más mínimo, ¿verdad? Me había mantenido alejada de todo el mundo, centrada en mis estudios, en mis notas, obsesionada con mantener una media alta para poder ir a la universidad en cuanto me graduara de Wrightswood. 

Y aunque sabía que se metían con Honey, había mirado a otro lado. Es más, la había culpado a ella por no tener el carácter suficiente para defenderse por sí misma.

Una excusa cobarde para justificar el hecho de no meterme en medio y correr el riesgo de cabrear a la persona equivocada. Sabía el poder que tenían, que les bastaría una llamada para que ninguna universidad me aceptara. Así que había mantenido un perfil bajo cerca de cualquiera de la Torre Norte, no fuera a ser que a cualquiera de esos pijos le diera una rabieta y me jodiera la vida solo con llorar a sus papis.

Mi único objetivo era ir a la universidad y decidí que si la vida no me lo había puesto fácil a mí era sencillamente porque no era justa para nadie, que todos debíamos valernos solos al final. Ella al menos tenía padres, ¿no? Que ellos hablaran con el director. No era asunto mío.

Sí, sin duda esas fueron las cuatro palabras que más me repetí cada vez que aparté la mirada y dejé que todo fuera un poco más lejos cada vez en su acoso: «No es asunto mío».

Y comprendí que, si me sentía tan mal porque Lane estuviera en libertad, era porque le había vuelto a fallar a Honey. Porque una parte retorcida de mí quería pensar que con esto podría compensar el no haber hecho nada en su momento, como si a cada persona a la que ayudaba ahora compensara a las que en su momento negué mi mano.

Pero sobre mis hombros pesaba ese fracaso, sumado a la culpa de todo lo que no evité en su día en la academia, y ahora encima sentía la horrorosa carga de saber que podría haberse matado. Todo por una reacción en cadena que en su momento no detuve; ni yo ni nadie.

Miré el reloj de pared. Hacía algo más de una hora que Vincenzo se había ido y yo seguía allí, clavada en la butaca, sin saber cómo reaccionar a nuestra conversación. 

Aunque no era muy justo llamarlo conversación, ¿verdad? No cuando mi aportación había sido menos que simbólica. Tan inútil como charlar con un contestador automático.

Sintiéndome indigna del trabajo que hacía, de tener la poca vergüenza de llamarme a mí misma defensora de cualquiera después de mi pasividad ante el sufrimiento ajeno, me levanté de la mesa, rindiéndome por ese día. No era capaz de concentrarme y no tenía ánimos para intentarlo. Quería cenar algo y tomar una copa. Aunque, en realidad, ya había bebido demasiado el día anterior, así que mejor me tiraría en el sofá a leer un rato para no pensar.

Sin embargo, cuando salí del despacho me vi a Eric y a Vincenzo charlando junto a la puerta de la cocina. En la mesa había dos copas vacías y dos sillas estaban mal colocadas, así que parecía que se estaban despidiendo camino a la salida tras haber pasado ahí todo ese rato.

El italiano, pese a tener los ojos enrojecidos, parecía mucho más calmado. Incluso su pose parecía más relajada, como si se hubiera quitado un peso de encima.

—Eligió quedarse, ¿no? —oí que le decía Eric con voz suave—. Ella te ha perdonado. Así que ahora toca que te perdones tú.

Vincenzo sonrió y le estrechó la mano. Pero, tras un par de segundos, cambió de idea y le dio un afectuoso abrazo. Eric se lo devolvió y palmeó su espalda con cercanía, como si fueran viejos amigos. Y toda aquella muestra de sentimientos me dejó aún más confusa. 

Ni siquiera sabía que Vincenzo diera abrazos, como si diera por hecho que evitaría cualquier acto innecesario que arrugara su traje.

—Gracias por la charla. A los dos —añadió mirándome a mí con calidez cuando se separaron.

Y se marchó. Y yo me quedé trabada en mitad del recibidor sin saber cómo reaccionar, como si aquella escena tan irreal hubiera colapsado mi cerebro y me estuviera intentando reiniciar.

¿Eric había sabido aconsejar a Vincenzo? ¿Y por qué el italiano, siempre tan desconfiado, había decidido abrirse con él? ¿Es que se habían enseñado sus chapitas secretas de dominantes para reconocerse entre sí como si fueran masones?

—¿Qué...? —fue todo lo que pude articular hacia mi invitado.

Eric se limitó a guiñarme un ojo y se metió en la cocina, dejándome aún más aturdida de lo que ya estaba.

* * * *

Me rendí. Ya está, había entrado un virus en Matrix y todo había dejado de tener sentido.

Es decir, no, ya sé que no. Todo aquello venía a significar que entendía menos a las personas de lo que yo misma creía y que era una mierda de ser humano y de amiga. Y ojalá pudiera ser lo bastante autoindulgente como para pensar que aquel día no tenía ni pies ni cabeza y no darle más vueltas, pero no era el caso.

Aun así me permití hacer una broma mental mientras cogía el libro que estaba leyendo de la estantería y me tiraba al sofá a hundirme en un mundo más sencillo y apacible.

Me refugié entre las páginas, tras cenar de pie en la cocina casi a escondidas, por miedo a que Eric quisiera hacerme compañía y tuviésemos que hablar de lo que acababa de pasar con Vincenzo. Decidí ser una anfitriona horrible y huir de mi huésped para no darle la oportunidad de regodearse en que había tenido que arreglar la situación que se me había ido de las manos. O en lo mal que se me daban las personas. O cualquier otra cosa que me atormentara recordándome que hasta un capullo como él era más útil en una situación crítica que yo.

Pero si Mahoma no va a la montaña...

Eric, que bien podía compararse con una montaña, me encontró en el salón y vino hasta el sofá sin decir ni una palabra.

—Levántate un momento —me pidió.

Lo hice para descubrir con asombro que el muy caradura solo quería robarme el sitio. Se estiró como un gato perezoso ocupando las tres plazas con su enorme cuerpo y una sonrisa de recochineo.

—¿Estás de coña?

Se palmeó el pecho arqueando las cejas.

—Puedes ponerte encima. Eres pequeñita, ni te voy a notar.

Me crucé de brazos, a la defensiva. Odiaba su forma de apoderarse de mi espacio. Solo venía al sofá porque yo estaba en él, era como un niño pequeño. Y aquello contradecía por mucho mis planes de huir de él.

—Eres muy baboso, ¿no?

Pese a mi bordería, su blanca y amplia sonrisa solo aumentó.

—Yo diría mimoso. Y solo con quien se deja. Así que ven de una vez.

—¿Yo me estoy dejando?

—Nena, te estoy ahorrando el mal trago de decirlo en voz alta. Los dos sabemos que quieres.

Sus palabras presuntuosas solo aumentaron mi irritación.

—¿No ves el problema en dar por hecho lo que la otra persona quiere? No deberías dar nada por hecho o acabarás jodiéndole la vida a alguien.

Era una insinuación horrible, solo me había faltado compararle con Burke, Clearwater o Lane para rematarla. Cosa que, en cierto modo, era justo lo que había hecho. Pero ni por esas Eric pareció molestarse.

—No recuerdo la parte en la que te he sujetado para obligarte a tumbarte. Que no te pregunte no significa que no me asegure primero de que voy por buen camino, nena.

—Deja de llamarme «nena» —farfullé irritada—. Y no creo que un gesto deba sustituir a un consentimiento explícito. Si una persona no tiene el valor de admitir que quiere algo, tendrá que quedarse sin ello hasta que aprenda a echarle ovarios.

—Entonces... ¿cuál va a ser? ¿Mentirosa o cobarde, Spencer?

Su tono siguió siendo jovial, pero veía en sus ojos el brillo mordaz del desafío.

Abrí la boca para replicar pero, una vez más en ese fatídico día, no encontré las palabras. Comprendí bastante rápido, antes de que me humillara a mí misma quedándome sin habla por culpa de la "maldición", que sería mentira si negaba que me apetecía tumbarme con él en el sofá. Pero era ciertamente denigrante admitirlo en voz alta. Y marcharme haciéndome la indignada era del todo ridículo, no iba a rehuir su desafío.

Titubeé un instante, buscando las palabras menos vergonzosas para contestar que no engrosaran su ego; pero esos segundos de duda bastaron para que se anotara el tanto con una animada risa.

—Chica orgullosa —se burló tirando de mí y ahorrándome el suplicio.

Resoplé indignada, conmigo misma y con él, mientras me obligaba a admitir internamente que aquello me gustaba, que me agradaba la forma en que mi cuerpo se ajustaba sobre el de Eric; como aquel conjunto de duros músculos y piel suave parecía ni notar mi peso cuando estaba sobre él y, al mismo tiempo, me hacía sentir tan cómoda.

Pero yo no era una cobarde.

—Sí que quiero esto —farfullé con brusquedad tragándome mi orgullo.

Sus brazos me envolvieron, quizás para evitar que huyera cuando mis palabras le arrancaron unas cuantas carcajadas más. Y, pese a que había demostrado mi punto —en cierto modo y siendo muy retorcidos—, sentí que él había ganado aquella estúpida contienda. Pero estaba lo bastante a gusto como para claudicar.

Necesitaba aquello. Necesitaba ese pequeño momento sintiendo la calidez y la cercanía de otro ser humano, de alguien con quien pudiera bajar la guardia unos instantes. Necesitaba el consuelo que aquello me brindaba aunque jamás se me hubiera ocurrido que podría sentirlo hasta verme allí, entre sus brazos.

Supuse que era un buen momento para tragarme mi orgullo del todo y darle las gracias por calmar y aconsejar a mi amigo cuando yo no había sabido hacerlo. Por darme mi espacio desde que el italiano se había ido hasta ese instante en el que la compañía me hacía más falta que la soledad.

Pero no sabía encontrar las palabras y el mago, una vez más, se adelantó a mis necesidades y me cubrió la retirada.

Sin decir nada más, Eric cogió de la mesa el libro que yo había estado leyendo. Creí que iba a burlarse y me preparé mentalmente para defender mis gustos, pero lejos de criticar mi novela romántica, abrió el libro por donde señalaba el marcapáginas y comenzó a leer en voz alta, con tono suave.

Fruncí el ceño, sin entender por qué hacía aquello. Pero me limité a escucharle. Su voz grave y profunda era agradable al oído, sobre todo cuando bajaba el tono de esa forma para recitar el texto. Las vibraciones de su pecho mientras hablaba, lejos de molestarme, me arrullaban, y la combinación era extrañamente reconfortante.

Supongo que por eso no es de extrañar que al poco me quedara dormida.

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