27. La Habana

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Una mujer de mediana edad, vestida de un riguroso luto de los pies a la cabeza, deja una de sus pesadas maletas en el suelo. Suspira. Está nerviosa. No sabe qué es lo que le espera en el nuevo destino que ha escogido para intentar seguir con su vida después de la muerte de su marido. Está lejos de su casa, mucho más de lo que lo ha estado jamás. Siente algo de miedo ante la incertidumbre que le depara su nueva aventura pero debe hacerlo, debe cumplirlo como una especie de promesa.

Mira su reloj. Hace ya un rato que ha llegado al aeropuerto pero no ha ido nadie a recogerla. Está dispuesta a salir y coger un taxi pero un joven alto, moreno, vestido con una camisa estampada que marca sus fuertes brazos y unos pantalones cortos, la detiene.

—¿Es usted, doña Blanca?

En esas cuatro palabras Blanca distingue el marcado acento cubano del joven, que le sonríe, esperando una respuesta. Ella asiente y le devuelve la sonrisa.

—¿Tú eres...?

—Antonio. Mi madre es Rosario, habló usted con ella por teléfono, por lo de la casa y todo eso.

—Claro. Encantada, Antonio.

El joven vuelve a sonreír y carga con sus maletas, dirigiéndose hasta la puerta, donde un viejo coche verde, que ella intuye que será el suyo, espera aparcado sobre la acera.

—¿Qué tal el viaje? ¿Bien?

—Mejor de lo que pensaba, la verdad. Pero aquí hace mucho calor...

—Va usted demasiado de negro y demasiado tapada.

—Es todavía pronto para quitarme el luto...

Antonio se detiene en seco. Se lamenta de sus palabras y Blanca se da cuenta por la mirada triste que le lanza.

—No te preocupes...Te ayudo con las maletas—cambia de tema Blanca mientras Antonio abre el maletero del coche y mete el par de maletas.

Entra y se sienta en el sitio del copiloto. Antonio se sienta veloz y enciende la radio, subiendo el volumen. Empiezan a sonar unos ritmos a los que Blanca es totalmente ajena. Es muy poca la música cubana que llega a España. No puede identificar ninguna canción mientras recorren las calles de la ciudad pero el ritmo la relaciona directamente con el ambiente de La Habana, tan diferente al de Madrid. Todo le parece exótico, la gente, la moda, los coches, las propias calles. Nunca antes se había sentido tan fuera de lugar y a la vez tan dentro. Le gusta lo que ve y lo que siente. Antonio sube un poco más el volumen de la radio cuando suena una canción en concreto.

—Escuche, Blanca. Estoy seguro de que esto no lo tienen en España, La Lupe, una verdadera artista.

Blanca aparta su vista de la ventanilla y se centra en la canción. Sonríe y mira a Antonio que canta mientras sigue el ritmo de la canción con sus dedos sobre el volante.

—¿Cómo se llama la canción?

—Puro teatro. Mire, ya hemos llegado, esa de ahí es mi madre.

Antonio detiene el coche frente a un edificio antiguo, en una calle estrecha en la que la ropa de colores tendida de los balcones, las ventanas abiertas de par en par y la música por todas partes le otorgan una curiosa ambientación que capta la total atención de Blanca, que eleva la vista al cielo mientras baja del coche con lentitud. Antonio abre el maletero y saca sus dos maletas dejándolas en el suelo.

—¡Madre!

Una mujer algo mayor que ella, con el pelo negro azabache recogido en una larga trenza, se acerca a ella mientras limpia sus manos con un trapo que cuelga de un delantal de flores. Deja dos besos rápidos en las mejillas de Blanca, que sonríe y suspira algo agitada, resultado del calor.

—¡Ay! ¡Qué ganas tenía que conocerla! ¿Qué tal ha ido el viaje? ¿Muy cansada? He preparado la comida, típica de aquí, le va a encantar. Además, ya he preparado su piso, va a estar muy agusto, ya verá. ¡Antonio, deja las cosas de Blanca en el apartamento!

Blanca apenas puede atender ante la intensidad de Rosario, que la ha cogido del brazo y la arrastra hasta el interior del edificio. Cruzan un pequeño recibidor y llegan a un patio central, en el que se repite la tónica de la calle. Se siente inmersa en un mundo distinto que la atrae.

—Va usted muy de negro, aquí hace mucho calor. Tengo yo ahí unos vestidos que me trajo una amiga que le quedarían a usted estupendamente.

—Estoy bien, gracias. Perdone Rosario pero...yo he venido aquí a...

—Ya sé a lo que ha venido y yo la voy a ayudar pero me tiene que prometer un par de cosas, la primera, que se va a quitar ese negro, y la segunda, que va a comer y a descansar. Luego ya hablaremos.

Blanca asiente, le da la sensación de que no le queda otra. Se deja arrastrar por Rosario hasta un pequeño apartamento que supone será el suyo.

****

Blanca abre los ojos. Le pesan pero no puede dormir. La imagen de Emilio le da vueltas en la cabeza mientras ella da vueltas en la cama. Siente que se ahoga, que el calor le puede. Suspira y alarga los brazos y las piernas sobre el colchón. Está incómoda. Sobre la cama ya no queda ningún rincón frío, todo desprende calor. Roza su cuello y aparta su pelo pero no sirve de nada. Ella misma irradia calor por cada poro de su piel. Se pone en pie, el corto camisón de tirantes y seda vuelve a su sitio, aunque uno de los tirantes cae sobre su hombro. Mira el reloj, son las tres de la madrugada. Sale de la habitación y recorre el pasillo en busca de la puerta principal. Llega hasta pasillo que da al patio central del edificio. Intenta abanicarse con la mano pero no consigue nada. Unos sonidos que proceden de las escaleras captan su atención, alguien sube intentando hacer el menor sonido posible, aunque no lo consigue. Vislumbra una figura que le resulta medianamente familiar.

—¿Antonio? ¿Eres tú?—susurra mientras se cruza de brazos y avanza un par de pasos.

—Sí, soy yo.

Antonio llega hasta su altura y no puede evitar observarla de arriba abajo, descalza, solo viste un camisón blanco, corto por arriba de las rodillas, con tirantes, y lleva el pelo suelto y ondulado. Ella le observa a él, lleva pantalones cortos y el torso desnudo. Se da cuenta de lo definido que está, de que sus brazos son más fuertes de lo que parecía.

—¿Qué hace aquí?

—No podía dormir...

—En un par de días se habrá acostumbrado. Venga conmigo.

Antonio le tiende la mano. Blanca duda pero acepta. Él la guía de nuevo hasta el interior del apartamento, llevándola a la cocina. Abre el agua del fregadero y coge sus muñecas, humedeciéndolas. Blanca nota el contraste del frío del agua con su propio calor pero a los pocos segundos pasa a ser una sensación agradable. Antonio se pega algo más a ella y lleva sus manos mojadas hasta su cuello. Blanca siente las fuertes manos de Antonio sobre ella y como gotas de agua empiezan a desprenderse de ellas y a caer por su pecho, colandose por su camisón. Su respiración se acelera en el momento en que las manos de él pasan a sus hombros y a recorrer sus brazos. Siente una extraña excitación que no debería sentir.

—¿Va mejor?

—Sí, mucho mejor, gracias. Buenas noches, Antonio.

Él sonríe y aparta sus manos de ella, alcanzando antes sus tirantes y llevándolos a su sitio. Blanca aguanta la respiración unos segundos y se apoya en la encimera. Intenta controlar su excitación pero le resulta complicado. Hacía tiempo que no sentía esa extraña situación de tensión con alguien. La última había sido con Max.

Antonio se da cuenta de la forma en que Blanca le mira, nerviosa, tensa pero intentando aparentar normalidad. Se pega a ella, cogiéndola por la cintura y la besa. Lleva su mano derecha hasta su trasero, que aprieta con fuerza. Blanca sigue el beso pero no tarda en reaccionar, llevando sus manos hasta su pecho y apartándole de ella.

One shots!!Where stories live. Discover now