22. Niñez

259 5 1
                                    

Aquella calurosa, y hasta sofocante, tarde de julio de los años 20 en la sierra de Madrid, una niña de unos siete años corría feliz detrás de una pelota marrón de cuero. No le importaba en absoluto mancharse el vestido azul claro con lunares y volantes blancos que su madre se había empeñado en que usara ni que sus dos coletas con tirabuzones se deshicieran. Ella tan solo quería jugar con su hermana pequeña y su padre.

La pelota corría a su antojo por la hierba, delante de ella. Volvió ligeramente su rostro hacia atrás sin dejar de correr, su padre la perseguía, dispuesto a arrebatársela. No lo iba a permitir pero él la alcanzó y la cogió en brazos, elevándola en el aire y haciéndola reír mientras pataleaba.

—¡No! ¡Papá! ¡La pelota!

—¡Corre Helena! ¡Vamos a quitarle la pelota a tu hermana!

La pequeña, de unos 4 años, corrió con todas sus fuerzas, dispuesta a ganarle a su hermana, aprovechando que su padre había podido alcanzarla. Cogió la pelota con sus manos y la elevó, como símbolo de victoria.

—¡Eso no es justo! ¡Papá!

—Deja que tu hermana disfrute de haber ganado, Blanca.

Una mujer observaba la escena desde lejos. Sentada sobre la hierba, sonreía al ver el juego de sus hijas y su marido. No podía pedir más. Sus ojos verdes brillaban al recibir los rayos del sol y su piel, blanca como el mármol mismo, relucía en un tono casi amarillento. Estaba enferma, pero nadie lo sabía. No había sido capaz de contarlo a nadie. Había preferido guardar el dolor para ella misma y no empañar la feliz infancia de sus hijas.

—¡Mamá! Papá me ha quitado la pelota...no es justo...—se indignó la niña mientras alcanzaba los brazos de su madre, dispuesta a ganar algo de cariño entre sus abrazos y sus besos, sentada en su regazo.

—Blanca, eres la hermana mayor. Tienes que cuidar de Helena y dejarla jugar...

—Pero...

—Pero nada.

El apuesto padre de las niñas se acercó a su esposa mientras recomponía su traje marrón tierra tras la carrera. Sonreía feliz. Cuando lo hacía sus labios se camuflaban bajo un espeso bigote negro y sus ojos se volvían pequeños y alargados. Se sentó a su lado y la besó de un modo casto en la mejilla. Blanca les observó atenta y sonrió. Le gustaba que sus padres se quisieran. Ella siempre soñaba con ser mayor. Ella de mayor quería ser como su madre, tan bella, con unos pómulos hundidos y unas mejillas salientes, unos ojos grandes, verde claro, unos labios carnosos y tan perfectamente delineados que invitaban a ser besados, una auténtica belleza intemporal.

Su madre era modista y a ella ya le había quedado claro que debía serlo también. Ya había aprendido a enhebrar una aguja y se sentía orgullosa de ello. Su madre siempre la observaba atenta y sonreía mientras lo hacía, al verla tan concentrada, con su lengua medio fuera y su mirada fija en el hilo.

Su padre trabajaba en una gran empresa, aunque no estaba segura al cien por cien a qué se dedicara. Él siempre le decía que "a cosas de números muy complicadas".

—A ver, ¿quién quiere merendar?

—¡Yo! ¡Yo!—las dos niñas gritaron al unísono y corrieron hasta la mesa de mármol dónde su madre había dejado una cesta con bocadillos y alguna que otra sorpresa dulce que ellas ya habían divisado desde la cocina mientras su madre lo preparaba—¡Mamá, yo quiero chocolate!

—Eso será cuando te comas el bocadillo, Helena

La mujer abandonó su sitio en la hierba y se puso en pie, dispuesta a acallar las peticiones de sus hijas, que la miraban con los ojos brillantes y sonrisas pícaras pero inocentes. Su marido se mantuvo tumbado en la hierba. Ya no tenía edad para esos trotes, sus hijas eran incansables. Él siempre había querido un hijo varón, pero no había podido ser. Un "ni lo sueñen" del médico, después de un aborto de su mujer, le había alejado la idea. Quería a sus hijas más que a nada en el mundo, habían salido a su madre. Lo sabía de sobra. Las observó, las mujeres de su vida.

Pero algo alteró aquella calma y aquella bucólica e idílica tarde de verano. La mujer, que sostenía un bocadillo entre sus manos, se desvaneció hasta caer al suelo. Su marido se puso en pie tan rápido como le fue posible y llegó hasta ella. De rodillas, acarició su rostro y tomó su mano derecha entre las suyas.

—¡Blanca! ¡Trae agua!

La pequeña, conteniendo su miedo y su nerviosismo, corrió a la cesta y alcanzó una botella de agua, llevándosela a su padre en cuestión de segundos.

—¡Carmen! ¡Por favor, Carmen!

La mujer abrió los ojos despacio. Se sintió todavía mareada. Se encontró con los ojos de su marido, que la observaban aterrorizados y nerviosos. Un poco más atrás, sus hijas, de pie y cogidas de la mano, completamente pálidas. Intentó incorporarse.

—Estoy bien...tranquilos...

Las niñas corrieron a los brazos de su madre. Se apretaron a ella con tanta fuerza como tenían en sus cuerpos. Blanca temió lo peor, estaba asustada, no quería perder a su madre. La quería demasiado como para perderla.

Poco sabía ella en aquel momento que en cuestión de meses debería decirle adiós para siempre. No había nada que los médicos pudiesen hacer. La enfermedad había avanzado demasiado. Llegado ese punto, Blanca lloró como no recordaba haber llorado nunca. Su hermana no entendía que su madre se hubiese marchado pero ella sabía perfectamente lo que había pasado. Debía ocupar ahora ella su lugar, debía crecer y madurar antes de lo que le tocaba.

Pese a todo, siempre recordaría con felicidad aquella tarde de verano de juegos y merienda con sus padres y su hermana.

One shots!!Tahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon