38. El Oráculo [Prt. II]

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Continuaron hasta toparse con las amplias escaleras las cuales bajaron, llegando a un oscuro pasillo iluminado por antorchas. Culminando el corredor había una enorme reja dorada de gruesos barrotes que resguardaba una espesa bruma blanca que imposibilitaba la visibilidad; no se sabía si era la continuidad del pasillo o sólo una mazmorra más. Estaba asegurada por un enorme cerrojo que en su centro tenía un círculo donde se suponía, se introducía una llave especial para ser abierto.

A un lado, un tanto retirado, se hallaba un hombre joven de cabellera castaña clara, bien corta, sentado en una banca, apoyando la espalda contra el enrejado. Portaba una larga gabardina desgastada, de cuero amarillento, que abierta dejaba al descubierto su esbelto torso, luciendo a la altura de su pecho un tatuaje pintado en oro; un círculo con dos pares de puntas de estrella que lo rodeaban, cada par se curvaba casi tocándose sus puntas al final. Una manga de la gabardina cubría su brazo derecho mientras que el izquierdo estaba descubierto. Leía un libro, concentrado, del cual las páginas se pasaban solas.

Estando los tres hombres y la inconsciente muchacha ante él, cerró el libro, poniéndose en pie para atenderlos.

—Stanley Vernumflish —saludó Radamanto, sonriéndole a aquel guarda.

—Radamanto, cuánto tiempo —indicó el mencionado, correspondiendo a su gesto con un asentimiento de cabeza.

—Te pido una audiencia.

Entendiendo la petición Stanley asintió con la cabeza, después extendió su brazo derecho para recoger la manga que lo cubría, dejando a la vista su extremidad dorada en totalidad, no pintada en oro, literalmente fundida en aquel metal precioso hasta el codo. Ya descubierta, empuñó la mano logrando que sus músculos se tensaran y sus venas brotaran. Hecho esto se acercó a la reja para introducirla en el cerrojo; la giró a la derecha, luego a la izquierda y luego lo sacó; las rejas se abrieron.

—Solo uno puede entrar —advirtió Stanley mientras volvía a cubrir su brazo. Dio una ligera venía y se fue por el pasillo que recorrieron, sin mirar atrás ni cruzar palabra con los visitantes quienes lo siguieron con la mirada hasta que se perdió de vista.

Alexander se agachó dejando a André acostada en el suelo. La sacudió un poco logrando despertarla; aún no tenía fuerzas siquiera para ponerse en pie. Radamanto considerando la situación, se agachó junto a ella, sacando algo del bolsillo de sus ropas para dárselo de comer.

—Jovencita, recupérate, ya estamos acá —avisó mientras la sostenía del rostro con su gran mano.

—¿Radamanto? —musitó ella en queda voz, viendo la borrosa silueta de un hombre moreno y corpulento—. Te habías tardado. —Sonrió, cansada, para luego suspirar—. Espero me compenses esto, hombre de chocolate —murmuró con desaliento, haciendo que el aludido riera agraciado.

—De todos los soldados, eres la mejor que he tenido —murmuró, orgulloso, sonriendo de medio lado.

—Sí, claro —ironizó a pesar del agotamiento—, como a ti no te tocó soportar una jodida tortura.

Radamanto rio más, negando en ironía, cerrando los ojos ante el jocoso comentario.

André quedó más repuesta luego de recibir lo que le dio a ingerir, pero aún no tenía la fuerza suficiente para sostenerse por sí sola. Reparó en Alexander quien la tenía en brazos, observándola enternecedor, preocupado por que estuviera bien. Después fijó la vista al frente, esperando que sus alucinaciones fueran sólo eso, pero él seguía allí. Pensó que su mente le jugaba una mala pasada ya que al encontrarse sus miradas por un segundo, percibió cierta preocupación en él, pero después Drek dirigió la vista a otro lado, cruzándose de brazos, revelando ese rostro que siempre le dedicaba, lleno de recelo; André bajó la cabeza, creyéndose loca.

El Intérprete y el Guardián - Parte I ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora