CAPÍTULO 17: EL PRINCIPITO Y LA FLOR

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"―Ve y mira nuevamente las rosas. Comprende que la tuya es única en el mundo. Volverás para decirme adiós y te regalaré un secreto.

El principito se fue a ver nuevamente las rosas:
―No sois en absoluto parecidas a mi rosa; no sois nada aún ―les dijo―. Nadie os ha domesticado y no habéis domesticado a nadie. Sois como era mi zorro. No era más que un zorro semejante a cien mil otros. Pero yo lo hice mi amigo y ahora es único en el mundo.

Y las rosas se sintieron bien molestas.

―Sois bellas, pero estáis vacías ―les dijo todavía― No se puede morir por vosotras. Sin duda que un transeúnte común creerá que mi rosa se os parece. Pero ella sola es más importante que todas vosotras, puesto que es ella la rosa a quien he regado. Puesto que es ella la rosa a quien puse bajo un globo. Puesto que es ella la rosa a quien abrigué con el biombo. Puesto que es ella la rosa cuyas orugas maté (salvo las dos o tres que se hicieron mariposas). Puesto que es ella la rosa a quien escuché quejarse, o alabarse, o aun, algunas veces, callarse. Puesto que ella es mi rosa.

Y volvió hacia el zorro:

―Adiós― dijo.

―Adiós ―dijo el zorro― He aquí mi secreto.. Es muy simple: no se ve bien sino con el corazón. Lo esencial es invisible a los ojos.

―Lo esencial es invisible a los ojos ―repitió el principito, a fin de acordarse.

―El tiempo que perdiste por tu rosa hace que tu rosa sea tan importante.

―El tiempo que perdí por mi rosa...―dijo el principito a fin de acordarse.

―Los hombres han olvidado esta verdad ―dijo el zorro― Pero tú no debes olvidarla. Eres responsable para siempre de lo que has domesticado."






Fue como si el mundo se detuviera.

Porque lo hizo.

El esmeralda y el zafiro quedaron atrapados en el tiempo. En ese espacio donde las dimensiones no sabían de la realidad ni de la fantasía. Donde una simple mirada podía remover cada órgano en el interior de un cuerpo humano, donde el brillo de los ojos verdes podía derretir hasta el más crudo invierno y donde la ilusión de los azules podía envolver con calidez un corazón lastimado.

El rostro de Yuu era diferente. Y por supuesto que lo era; había crecido. Yuu-chan crecía como él.

Sus ojos. Sus bonitos ojos verdes no tenían ese punto celeste que cegaba su pupila. Era negra, de un color tan oscuro y profundo que significaba bienestar. Que esos dos obres esmeralda podían corresponderle algo tan simple como era una mirada.

Y lo veía.

Yuu lo veía.

No se perdía de ningún detalle; trataba de alimentarse de cada facción, de llenar su sed de curiosidad y de añoranza.
Miraba a Mikaela, a su mejor amigo de la infancia. Y nadie podría entender lo que esas diez palabras significaban en realidad: Estaba mirando a Mikaela.

Sus sentimientos se encontraron al revolverse, al girar como un torbellino y colisionar entre sí.
¿Podía alguien sentir tanto por una persona que nunca había visto? ¿Podía alguien sentir sin necesidad de mirar?

Se podía. Oh dioses, claro que se podía.

Las lágrimas de Yuu humedecieron con rapidez sus mejillas ligeramente sonrojadas. Sus labios entreabiertos que temblaban al no poder encontrar su propia voz, y sin necesidad de buscar las palabras correctas; Mikaela lo entendió a la perfección.

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