45. Autodominio.

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Como si sufrir angst y estar encerrado en el psiquiátrico no fuese ya lo suficientemente malo, JK no volvió a tener visitas amistosas.

Que el Schwarze Mann apareciera en el psiquiátrico no era "amistoso", no importaba cuáles fueran las reales intenciones del ente oscuro al ofrecer su mano a los enfermos, sólo lograba hacerlos gritar de terror. JK, tras haberlo tenido tan cerca e incluso sabiendo que se trataba de un Adia, volvía a temerle y evitarlo como cuando era pequeño.

No estaba listo para enfrentar a quien, asumió, era por mucho superior a él. Prefirió guiar sus reflexiones hacia otros rumbos, gastando así las insufribles horas de encierro en algo "útil".

«Si la población humana se mantiene por debajo del millón y seguimos cuidando del ecosistema como prioridad, la voluntad de Übermensch se cumplirá; el angst desaparecerá... casi, por completo»

«Casi, porque no importa qué haga; como portador del pacto y personificación de Übermensch, yo lo sufriré siempre y, vida tras vida, tendré que cuidar del equilibrio entre la vida y la muerte».

JK soplaba constantemente el mechón de cabello que caía sobre sus ojos. Aquel mechón que, aunque parecía efecto de su alterada consciencia, realmente se había vuelto blanco de la noche a la mañana, causando desconcierto a los doctores.

Hacer contacto con la reminiscencia de una vida pasada parecía estar desquiciado al joven esquizofrénico, pero ocurría exactamente lo contrario. León Blanco era un hombre centenario. Lunático, ciertamente, pero sabio y poseedor de un autodominio antinatural, del que su nuevo y joven yo quería aprovechar un poco.

El aura blanca no era símbolo de idílica paz, sino de perseverancia, una racionalidad absoluta y la resignación que enfrió cada uno de sus deseos personales, convirtiéndolo en una entidad que, por siglos, actuó por sobre y aparte de la humanidad.

León cuidó del mundo convencido de que no existía forma de romper el grillete que lo encadenaba a todas las formas de vida terrestre.

«Y puedo soportarlo otra vez. Puedo llevar sobre mis hombros esa carga una vez más», negándose a dejar morir el único mundo que conocía, el joven astrónomo cobraba determinación por sobre su propio miedo y dolor.

Sentado en la sala principal del psiquiátrico, donde los pacientes gastaban las horas viendo televisión con sus conciencias casi ausentes, JK jugaba ajedrez contra la computadora en la proyección de un tablero.

No; nadie en el psiquiátrico podía jugar con él y perdurar más de cuatro turnos.

«La pregunta es... si la estúpida humanidad estará dispuesta a seguir las reglas del pacto por su propio bien. Los humanos somos tan necios y egoístas, ahora entiendo por qué era necesario el supresor ¡Agh! ¡Estaban mejor como unos putos robots!».

«Ay, perdón, sé que no debía, pero me tenté»... El recuerdo de cierta voz cortó en seco la dura crítica del ex líder Übermensch. Ridículo, se sonrojó.

«Ay, Vy ¿Por qué no puedo sacarte de mi cabeza? Creí que mi temple había mejorado», cerró los ojos con la cabeza baja, pausando el juego. La mueca triste en sus labios era para su alien... Del que, seguramente, no volvería a saber.

¿JK quería una humanidad de bots sin voluntad? ¿Y su amorcito el alien impulsivo y caprichoso, qué? ¿Lo quería centrado y 1000% responsable?

«No. Es verdad», lidiaba contra sí mismo. Aunque nunca le pareció correcto permitirse amar y ser amado por Vy, no se arrepentía de haber cometido esas locuras. Lo amaba así, con todas sus emociones, y extrañándolo tanto como lo hacía en ese condenado psiquiátrico, incluso sus descuidos peligrosos tenían cierto encanto.

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