Cosas que nunca dejamos atrás

By Anix1781

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Knox prefiere vivir su vida tal y como se toma el café: solo. Pero todo cambia cuando llega a su pueblecito u... More

El peor día de mi vida
Héroe a regañadientes
Una delincuente pequeñita
No te vas a quedar aquí
Un poco de líquido inflamable y una siesta
Espárragos y una escena
Un puñetazo en la cara
La misteriosa Liza J.
Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey
Quebraderos de cabeza
Un demonio de jefe
De vuelta a casa
Clases de historia
La cena
Knox se va de compras
El famoso Stef
De hombre a hombre
Cambio de look para todo el mundo
Mucho en juego
Una mano ganadora
Una urgencia familiar
Una disputa y dos balas
Knox, Knox, ¿quién es? 🔞
Una visita inesperada
Lío familiar
Síndrome premenstrual y una abusona
Venganza con ratones de campo
El huerto 🔞
La casa de Knox
Recelo en la biblioteca
El almuerzo y una advertencia
Una patada certera
El novio
Toda la verdad y un final feliz
Allanamiento de morada
Afeitado y corte de pelo
¡Que estoy bien!
Romperse, desmoronarse y seguir adelante
Las consecuencias de ser un idiota
La nueva Naomi
El viejo Knox
Bebiendo de buena mañana
Los niñeros
Discusión en el bar
Tina es lo peor
Desaparecidas
El cambiazo
La caballería
Epílogo: Hora de la fiesta
Epílogo extra:
Nota de la autora Lucy Score
Sobre la autora
¿Segunda parte?

El desayuno familiar

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By Anix1781

Naomi 

—No tienes por qué venir, ¿sabes? —insistí—. No has dormido demasiado en las últimas cuarenta y ocho horas.

—Tú tampoco —repuso Knox, exagerando cómo cerraba con llave la puerta de la cabaña antes de irnos. Sabía que me estaba mandando una indirecta.

Y no me gustaban las personas que te mandaban indirectas. O, al menos, no las que lo hacían antes de haber tomado café.

Realizamos el corto paseo hasta la casa de Liza en silencio. Los pájaros cantaban, el sol brillaba y la cabeza me iba a mil revoluciones, como una secadora con la carga torcida. Nos habíamos acostado juntos, pero en el sentido de dormir en la misma cama sin tener relaciones sexuales. Y no solo eso, sino que me había despertado con Knox Morgan, el Vikingo, haciéndome la cucharita. No era una experta en relaciones sin compromiso.

Qué narices, si era la reina de los compromisos y las ataduras; tanto, que la mayor parte de mi vida adulta la había pasado cumpliendo dichos compromisos y ataduras. Pero incluso yo sabía que compartir la cama y hacer la cucharita era mucho más íntimo que aquello que habíamos acordado.

A ver, que no se me malinterprete. Despertarme con el duro (cuando digo duro, quiero decir bien duro) cuerpo de Knox contra mi espalda, con uno de sus brazos rodeándome la cintura, era una de las mejores formas de despertar que había en este mundo. Pero no formaba parte del acuerdo. Las normas estaban por algo. Las normas evitarían que me enamorara del Vikingo gruñón y cariñoso.

Me mordí el labio inferior.

Los hombres cansados no querían acompañar a las mujeres a su casa o dejaban que se fueran solas y que se las comiera la fauna salvaje. Y Knox había pasado unas últimas veinticuatro horas traumáticas. Tal vez no estaba tomando decisiones muy racionales, decidí. Tal vez Knox solo tenía el sueño ligero. Tal vez le hacía la cucharita a su perro todas las noches.

Claro que eso no explicaba por qué se había ofrecido a ir a mi casa a buscar un montón de cosas mientras yo me duchaba, ni por qué se había esmerado en elegirme la ropa. Me miré los pantalones cortos de talle alto verdes y blancos y la bonita blusa de encaje. Incluso me había cogido ropa interior. Que sí, que era un tanga que no iba a conjunto con el sujetador, pero, aun así…

—¿Has terminado ya de darle mil vueltas a las cosas?

Salí de mi ensimismamiento y descubrí que Knox me dedicaba una de sus medias sonrisas.

—Estaba repasando la lista de cosas que tengo pendientes —mentí, con altivez.

—Ya, claro. ¿Podemos entrar ya?

Me di cuenta de que estábamos ante la puerta de la casa de Liza. El olor del famoso beicon al sirope de arce que preparaba Stef llegaba hasta la mosquitera.

Se oyó un «guau» que desató un coro de ladridos cuando los cuatro perros salieron en tropel por la puerta hacia el porche. Waylon fue el último, con las orejas aleteando y la lengua colgándole de la boca

—Hola, chico —lo saludó Knox, que se arrodilló para saludarlos a todos mientras la manada saltaba y ladraba para manifestar su entusiasmo.

Me incliné hacia delante e intercambié saludos más dignos con los perros antes de erguirme.

—Bien, entonces, ¿cuál es el plan? —le pregunté.

Knox le revolvió las orejas a Waylon por última vez.

—¿Qué plan?

—¿El del desayuno? ¿Con mi familia? —perseveré.

—Bueno, Flor, tú no sé, pero yo tengo pensado tragarme media cafetera, comer un poco de beicon y luego volver a meterme en la cama cuatro o cinco horas más.

—Me refiero a que si aún estamos… ya sabes, ¿fingiendo?

Su expresión le mudó en algo que no supe identificar.

—Sí, aún estamos fingiendo —dijo, al final.

No supe si lo que sentí era alivio o no.

Dentro, encontramos a Liza y a mi padre de pie y haciendo guardia detrás de Stef mientras este escrutaba el horno, donde había dos bandejas con beicon que olía a gloria; mamá ponía la mesa en la terraza acristalada;

Waylay iba rodeando la mesa, todavía con su nuevo pijama rosa, mientras, con cuidado, llenaba los vasos de zumo de naranja.

Me invadió una oleada de cariño hacia ella, y luego me acordé de que hoy tenía que encontrarle un castigo adecuado. Necesitaba leerme el capítulo sobre disciplina del libro que había sacado de la biblioteca.

—Buenos días, tortolitos. No esperaba verte por aquí, Knox —dijo Liza al vernos cuando se dirigía a la cafetera. Iba ataviada con una bata velluda azul sobre un pijama de camuflaje fino.

Knox me rodeó los hombros con un brazo.

—Buenos días —respondió—. No podía perderme ese beicon.

—Nadie puede —terció Stef mientras sacaba las bandejas del horno y las colocaba sobre dos rejillas que yo había encontrado escondidas detrás del aparador que había en el comedor de Liza.

Waylay entró descalza y olisqueó con recelo.

—¿Por qué huele raro?

—Primero de todo, preciosa, tú eres la que huele raro —dijo Stef y le guiñó un ojo—. Y segundo, es por el sirope de arce caramelizado.

Waylay se animó.

—Me gusta el sirope. —Sus ojos se clavaron en mí—. Buenos días, tía Naomi.

Le pasé la mano por el pelo rubio despeinado.

—Buenos días, bonita. ¿Te lo pasaste bien anoche con tus abuelos, o te hicieron limpiar el suelo?

—La abuela, el tío Stef y yo nos pusimos La princesa prometida. El abuelo se quedó dormido antes de las anguilas —dijo—. ¿Todavía estoy castigada?

Mamá abrió la boca, me miró, y la cerró.

—Sí —decidí—. Durante el fin de semana.

—Pero ¿podremos ir a la biblioteca?

Todo esto de la disciplina me cogía de nuevas, pero supuse que la biblioteca estaba bien.

—Sí —dije, con un bostezo.

—Hay alguien que necesita café —canturreó mamá—. ¿Te fuiste a dormir muy tarde? —Miró de forma elocuente a Knox y me guiñó un ojo.

—¿Sabes adónde más deberíais ir las dos hoy? —dijo papá.

Ahora que el beicon había salido sano y salvo del horno, estaba mirando por encima del hombro de Liza mientras esta daba la vuelta a una tortilla.

—¿Adónde? —pregunté, con recelo.

Se volvió para mirarme.

—A comprar un coche. Necesitas uno —dijo, con autoridad, como si comprarme un coche no se me hubiera ocurrido hasta ahora.

—Ya lo sé, papá, lo tengo pendiente.

Literalmente, lo tenía apuntado en la lista de pendientes. De hecho, estaba en una hoja de cálculo en la que comparaba marcas y modelos clasificados según la fiabilidad, el consumo de gasolina y el precio.

—Tú y Waylay necesitáis un coche fiable —continuó—. No podéis seguir yendo en bicicleta siempre. Antes de que te des cuenta, habrá llegado el invierno.

—Ya lo sé, papá.

—Si necesitas dinero, tu madre y yo podemos ayudarte.

—Tu padre tiene razón, cariño —terció mamá mientras le ofrecía una taza de café a Knox y luego otra a mí. Llevaba un pijama de cuadros escoceses con el pantalón corto y la parte de arriba con botones.

—No necesito dinero, ya tengo —insistí.

—Iremos esta tarde —decidió papá.

Negué con la cabeza.

—No hace falta.

Aún no había terminado de rellenar la hoja de cálculo, y no iba a comprarme un coche sin saber exactamente qué era lo que quería y cuánto valía.

—Ya teníamos planes para ir a mirar coches hoy —anunció Knox.

«¿Que el vikingo refunfuñón ha dicho qué?». Primera noticia sobre los planes de ir a mirar coches. Y, a diferencia de tener novio o no, comprarse un coche no era tan fácil de fingir ante mis padres. Me atrajo hacia sí. Era un gesto posesivo que me confundió y me puso cachonda a la vez.

—Tenía pensado llevar a Naomi y a Waylay a buscar uno —continuó.

Papá se aclaró la garganta.

—¿Puedo ir yo también? —preguntó Waylay, que subió al taburete y se sentó sobre las rodillas.

—Bueno, como será nuestro coche, tienes que ayudarme a decidir —le dije.

—¡Compremos una moto!

—No —respondimos mi madre y yo al unísono.

—Pues yo me voy a comprar una en cuanto tenga la edad.

Cerré los ojos tratando de no imaginarme todas las catástrofes que me pasaban por la cabeza como una proyección de la autoescuela dirigida a adolescentes.

—Me lo he pensado mejor: estás castigada hasta los treinta y cinco.

—Creo que, legalmente, no puedes hacerlo —objetó Waylay.

—Lo siento, Witty, esta vez pienso como la niña —intervino Stef, acodado en la isla, a su lado. Rompió una tira de beicon por la mitad y le dio un trozo a mi sobrina.

—Yo también estoy con Way —dijo Knox, y me dio un apretón en el hombro con una de sus medias sonrisas aleteando en los labios—. Solo puedes castigarla hasta que cumpla los dieciocho.

Waylay alzó el brazo, victoriosa, y dio un mordisco al beicon.

—Muy bien, pues estarás castigada hasta los dieciocho. Y no es justo que os pongáis todos en mi contra —protesté.

—Tío Stef —dijo Waylay, con los ojos bien abiertos y tono solemne—. Es el mejor beicon que he probado en la vida.

—Te lo he dicho —repuso Stef con tono triunfante. Dio una palmada sobre la encimera y los perros, que confundieron el golpe con un toque en la puerta, salieron disparados hacia la entrada entre un estruendo de ladridos.

—Tengo una noticia —anunció Liza—: Nash vuelve a casa.

—Es demasiado pronto, ¿no? —pregunté. El hombre había recibido dos balas, me parecía que se merecía más que pasar unos pocos días en el hospital.

—Está perdiendo la chaveta ahí encerrado; estará mejor en casa — pronosticó Liza.

Knox asintió.

—Bueno, eso significa que habrá que limpiar bien su apartamento. No podemos dejar que los gérmenes le entren en las heridas de bala, ¿verdad?

—dijo mamá como si conociera a personas a quienes disparaban cada día.

—Y seguro que necesitará comida —intervino papá—. Me juego lo que quieras a que todo lo que tiene en la nevera está podrido. Voy a hacer una lista.

Liza y Knox intercambiaron una mirada confundida. Sonreí.

—Es la forma de actuar de los Witt —les expliqué—. Lo mejor es aceptarlo y ya está.

•••

—Me he acostado con Knox dos veces en las últimas cuarenta y ocho horas, y luego he dormido con él, solo dormir, esta noche. Y no sé hasta qué punto es un error. Se suponía que solo tenía que pasar una vez, y sin quedarse a dormir nadie en casa de nadie, pero no deja de cambiarme las normas —le solté a Stef.

Estábamos en el porche delantero de Liza, esperando a que Waylay recogiera sus cosas para volver a casa a prepararnos para ir a comprar un coche de forma prematura. Era la primera vez que estaba a solas con él desde la Noche del Sexo… y la consiguiente llegada de mis padres.

Llevábamos dos días hablando por mensajes.

—¿Lo volvisteis a hacer? ¡Lo sabía! Jod… Jolines, lo sabía —dijo, bailando y pasando el peso de un pie al otro.

—Perfecto. Felicidades, don Sabiondo. Ahora, dime, ¿qué significa todo esto?

—¿Cómo cojones voy a saber lo que significa? Si yo soy el que se rajó y no le pidió al Adonis peluquero su teléfono móvil.

Abrí la boca de par en par.

—Perdona, pero Stefan Liao no se ha rajado nunca con un chico guapo.

—No hablemos de mí y de mi crisis mental transitoria. Volvamos a lo del sexo: ¿estuvo bien?

—Fenomenal, el mejor que he tenido en mi vida. Y ahora lo tengo atrapado en algo que se parece a una relación, y no tengo ni idea de qué contarle a Way. No quiero que piense que no pasa nada por ir de flor en flor, o que no está bien estar sola, o que no pasa nada por tener un rollo de una noche con un tío bueno.

—Siento decírtelo, doña Estirada, pero no pasa nada por hacer todo lo que has dicho.

—La adulta de treinta y seis años que soy lo sabe —le espeté—. Pero todas esas cosas no dan una buena imagen ante el juzgado de familia, y ¿es este el ejemplo que quiero darle a una niña de once años?

—Veo que has llegado al punto de nerviosismo en el que le das mil vueltas a todo

—¡Deja de soltar estupideces y empieza a decirme qué tengo que hacer!

Alargó los brazos y me estrujó las mejillas con ambas manos.

—Naomi. ¿Se te ha ocurrido alguna vez que, quizá, esta sea tu oportunidad para empezar a vivir la vida que tú quieras? ¿Para empezar a hacer lo que de verdad te apetezca hacer?

—No —respondí.

La puerta mosquitera se abrió de golpe y Waylay salió de un salto con Waylon pisándole los talones.

—No encuentro el libro de mates.

—¿Dónde lo viste por última vez? —le pregunté.

—Si lo supiera, sabría dónde está.

Los tres nos dirigimos a casa. Waylon salió disparado delante, pero se detenía cada pocos metros para olisquear las cosas y mear encima.

—¿Sabe Knox que tienes a su perro? —le pregunté.

—No lo sé. —Waylay se encogió de hombros—. ¿Estáis juntos, Knox y tú?

Me tropecé con mis propios pies y Stef soltó una risita a mi lado.

Suspiré.

—Si te soy sincera, Way, no tengo ni idea. No sé qué somos, ni qué quiero con él, ni qué quiere él conmigo. Así que no sé si estamos juntos.
Pero puede que pasemos más tiempo con él a partir de ahora; al menos, durante un tiempo, si te parece bien.

Frunció el ceño con expresión pensativa, mirando el suelo, y dio una patada a una piedra.

—¿Quieres decir que no saldrías con él, y tal, si yo no quisiera?

—Claro. Eres importante para mí, por eso me importa lo que pienses.

—Ah. Entonces, puede venir a cenar hoy, si quiere —dijo.

•••

Nash estaba descansando en su apartamento recién limpiado y reabastecido.
Mis padres celebraban su cita semanal con una cena en un restaurante libanés de cinco estrellas que había en Canton. Liza había invitado a Stef para que fuera «su atractivo acompañante» en una cena que se organizaba en «un rancho de caballos pijo».

En cuanto a mí, tenía un nuevo todoterreno ligero aparcado delante de casa y mi especie de novio y mi sobrina estaban en el patio de atrás, tratando de hacer fuego en un hueco mientras yo guardaba lo que había sobrado.

Waylon me acompañaba en la cocina por si se me caía algo de dichas sobras.

—De acuerdo, pero no te creas que me puedes mirar con esa carita y conseguir una chuche cada vez —le advertí mientras metía la mano en el tarro de cristal lleno de chucherías para perros que no había sido capaz de no comprar en la tienda de animales del padre de Nina.

Waylon se zampó la galleta meneando la cola, agradecido.

—¡Au! ¡Mierda!

—¡Waylay, esa lengua! —le grité.

—¡Lo siento! —me respondió a voz en grito.

—Te han pillado —canturreó Knox, pero no lo suficientemente bajo.

—¡Knox!

—¡Lo siento!

Negué con la cabeza.

—¿Qué vamos a hacer con estos dos? —le pregunté a Waylon.

El perro eructó y meneó la cola de nuevo.

Fuera, Waylay soltó un grito triunfal y Knox alzó los dos puños cuando las chispas se convirtieron en llamas. Se chocaron la mano. Hice una foto de esa celebración y se la mandé a Stef:

Yo: Estoy pasando la noche con dos pirómanos. ¿A ti cómo te va?

Respondió en menos de un minuto con un primer plano de un caballo majestuoso.

Stef: Creo que me he enamorado. ¿Verdad que estaría muy sexy como criador de caballos?

Yo: El más sexy del pueblo.

—¡Tía Naomi! —soltó Waylay a través de la puerta mosquitera mientras yo le pasaba un trapo a la encimera—. Hemos encendido el fuego, ¡ya estamos listos para los malvaviscos!

Tenía el rostro sucio y manchas de hierba en la camiseta, pero parecía una niña de once años feliz.

—En tal caso, será mejor que empecemos a prepararlos. —Con una floritura, quité la toalla de manos que tapaba un plato de malvaviscos y galletas con chocolate que había preparado.

—Hala.

—Vamos, chicas —dijo Knox desde el patio.

—Ya lo has oído —repuse, y le di un empujoncito hacia la puerta.

—Te hace sonreír.

—¿Qué?

—Knox. Te hace sonreír mucho. Y te mira como si le gustaras mogollón.

Noté que me sonrojaba.

—Ah, ¿sí?

Waylay asintió.

—Sí. Mola.

Comimos demasiados malvaviscos y galletas y nos sentamos alrededor de la fogata hasta que se hizo oscuro. Esperaba que Knox se inventara una excusa y se fuera a su casa, pero nos siguió dentro y me ayudó a limpiar mientras Waylay (y Waylon) subía a limpiarse los dientes.

—Creo que mi perro está enamorado de tu sobrina —observó Knox.

Sacó una botella de vino abierta y una cerveza de la nevera.

—Sin duda, está coladito por ella —coincidí.

Agarró una copa de vino, la llenó y me la ofreció.
Bueno, quizá el perro no era el único que estaba coladito por alguien.

—Gracias por la cena —dijo mientras abría la cerveza y se apoyaba en la encimera.

—Gracias por sermonear al vendedor hasta conseguir lo que queríamos —añadí yo.

—Es un buen vehículo —comentó, y enganchó los dedos en la cintura de mis pantalones cortos para atraerme hacia sí.

Habíamos pasado la mayor parte del día juntos, pero sin tocarnos. Había sido un tipo de tortura particular, estar tan cerca de un hombre que me hacía sentir tantas cosas que me olvidaba de pensar, y no poder alargar la mano y tocarlo.

Olía a humo y a chocolate. Mi nuevo perfume favorito. No podía evitarlo, quería saborearlo. Y eso hice. Acerqué mi boca a la suya y degusté su sabor, sin prisas, con parsimonia. Me rodeó con la mano que tenía libre, y la abrió en la parte baja de mi espalda, acercándome más hacia él.

Inspiré su fragancia y dejé que su calidez me calentara la piel. De pronto, se produjo un estruendo cuando tanto Waylay como el perro bajaron corriendo.

—Joder —musitó Knox.

Me aparté de un salto y agarré mi copa.

—¿Podemos ver la tele antes de ir a dormir? —preguntó Waylay.

—Claro. Voy a despedirme de Knox primero. —Le estaba dando la oportunidad de irse. El hombre debía de estar agotado, y seguro que tenía cosas mejores que hacer que mirar vídeos de YouTube de adolescentes que se maquillaban con nosotras.

—Me apetece un poco de televisión —dijo él, y se dirigió hacia el salón con tranquilidad.

Waylay se lanzó sobre el sofá y se acurrucó en su rincón favorito; el perro subió de un salto junto a ella; Knox se acomodó en el otro extremo y dio unas palmaditas en el cojín. Y así acabé sentada con mi sobrina, mi especie de novio y su perro en el sofá, mirando cómo una quinceañera con dos millones de seguidores nos enseñaba a escoger el eyeliner adecuado para nuestro color de ojos.

Notaba el brazo de Knox cálido y reconfortante a mi espalda.

Cuando llevábamos cinco minutos de vídeo, oí un ronquido suave.

Knox tenía los pies apoyados en la mesita de centro y la cabeza recostada hacia atrás sobre el cojín, con los ojos cerrados y la boca abierta.

Miré a Waylay y esta me sonrió, y cuando Knox volvió a roncar, las dos nos echamos a reír sin hacer mucho ruido.

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