Cosas que nunca dejamos atrás

By Anix1781

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Knox prefiere vivir su vida tal y como se toma el café: solo. Pero todo cambia cuando llega a su pueblecito u... More

El peor día de mi vida
Héroe a regañadientes
Una delincuente pequeñita
No te vas a quedar aquí
Un poco de líquido inflamable y una siesta
Espárragos y una escena
Un puñetazo en la cara
La misteriosa Liza J.
Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey
Quebraderos de cabeza
Un demonio de jefe
De vuelta a casa
Clases de historia
La cena
Knox se va de compras
El famoso Stef
De hombre a hombre
Cambio de look para todo el mundo
Mucho en juego
Una mano ganadora
Una urgencia familiar
Una disputa y dos balas
Knox, Knox, ¿quién es? 🔞
Una visita inesperada
Lío familiar
Síndrome premenstrual y una abusona
El huerto 🔞
La casa de Knox
El desayuno familiar
Recelo en la biblioteca
El almuerzo y una advertencia
Una patada certera
El novio
Toda la verdad y un final feliz
Allanamiento de morada
Afeitado y corte de pelo
¡Que estoy bien!
Romperse, desmoronarse y seguir adelante
Las consecuencias de ser un idiota
La nueva Naomi
El viejo Knox
Bebiendo de buena mañana
Los niñeros
Discusión en el bar
Tina es lo peor
Desaparecidas
El cambiazo
La caballería
Epílogo: Hora de la fiesta
Epílogo extra:
Nota de la autora Lucy Score
Sobre la autora
¿Segunda parte?

Venganza con ratones de campo

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By Anix1781

Knox 

Entré en el Honky Tonk por la cocina, dando vueltas a las llaves en el dedo y silbando.

—Alguien está de buen humor —observó Milford, el ayudante de cocina.

Me pregunté hasta qué punto solía comportarme como un capullo para que mi buen humor se hubiese convertido en noticia de última hora, y luego decidí que en realidad me importaba un comino.

Tras asegurarme de transformar mi expresión en mi habitual cara de pocos amigos, me dirigí hacia el bar. Había media docena de clientes repartidos por el local. Max y Silver estaban comiendo brownies detrás de la barra con la mano colocado sobre el vientre.

Fi salió del baño con las manos en las lumbares.

—Por Dios, ¿por qué tengo que mear ciento cuarenta y siete veces al día cuando viene Caperucita Roja? —gruñó, y luego me vio—. ¿Qué leches haces aquí? Si es día de regla.

—Soy el propietario del bar —le recordé mientras lo inspeccionaba.

—Ya. Y también eres lo bastante listo como para no aparecer por aquí cuando tienes a tres mujeres menstruando en un mismo turno.

—¿Dónde está Naomi? —pregunté.

—No uses ese tono conmigo hoy, Knoxy, o te parto la cara.

No había usado ningún tono, pero sabía que no debía señalarlo.

—Os he traído brownies.

—Nos has traído brownies para que no nos encerremos en la cocina a llorar.

Razón no le faltaba. Fi conocía mi secreto: las lágrimas eran mi criptonita. No soportaba a una mujer llorando; me hacía sentir impotente, desesperado, y me cabreaba.

—¿Dónde está Naomi? —repetí, tratando de modular el tono.

—Estoy bien, Knox, gracias por preguntar. Y, aunque siento que tengo el útero estrujado dentro del cuerpo para poder expulsarlo por mi canal femenino, me encanta tener que trabajar esta noche.

Abrí la boca para replicar, pero alzó un dedo.

—No, no. Yo de ti no lo haría —me aconsejó.

Cerré la boca y me dirigí a Silver, que estaba en la barra.

—¿Dónde está Naomi?

Su expresión se mantuvo impertérrita, pero sus ojos se desviaron hacia Fi, quien estaba haciendo un movimiento exagerado de cortarse el cuello.

—¿Va en serio? —pregunté.

Mi gerente puso los ojos en blanco.

—Muy bien. Naomi ha venido, pero ha habido algún problema con la profesora de Waylay. Se ha ido para ocuparse de eso y nos ha pedido que la cubriéramos.

—Cuando vuelva, nos traerá pretzels —terció Max con un trozo de brownie entre los dientes mientras pasaba arrastrando los pies con dos cervezas. Estaba casi seguro de que eso era un atentado contra las normas de higiene, pero era lo bastante listo como para no mencionarlo.

Observé a las mujeres que me rodeaban.

—¿Pensabais que me cabrearía porque se hubiese ido a la escuela a atender un asunto?

Fi esbozó una sonrisita.

—No. Pero es un día muy tranquilo. Me ha parecido que así sería más divertido.

Cerré los ojos y empecé a contar hasta diez.

—¿Por qué no te he echado todavía?

—¡Porque soy maravillosa! —canturreó, abriendo los brazos de par en par. Se estremeció y se agarró el vientre—. Puta regla.

—Ni que lo digas —coincidió Silver.

—Poneos uno de esos parches de calor y sentaos de vez en cuando por turnos —les aconsejé.

—Mira, el experto en menstruación ha llegado —dijo Fi.

—Trabajar con el equipo de sincronizadas me ha enseñado cosas que nunca querría haber sabido. ¿Quién es la profesora?

—¿Qué profesora? —preguntó Max cuando pasó junto a nosotros con un par de vasos vacíos. El brownie había desaparecido. Deseé que no se le hubiera caído en una de las cervezas.

—La profesora de Waylay —dije, exasperado—. ¿Ha dicho cuál era el problema?

—¿Hay alguna razón que explique por qué estás tan interesado? — preguntó Fi, con demasiado aire de suficiencia para mi gusto.

—Sí. Le pago para que esté aquí, y no está aquí.

—Estás usando un tono agresivo y no reacciono bien a la agresividad cuando estoy con el tomate —me advirtió Silver.

Por esta razón nunca me acercaba al Honky Tonk cuando el calendario me avisaba de que había Código Rojo.

—La señora Felch —soltó Max desde el rincón que se había agenciado.

Estaba sentada en una silla con los pies apoyados en una segunda y un paño húmedo sobre la frente y los ojos.

—Personalmente, no soy muy fan de la señora Felch. Uno de mis hijos la tuvo, y les mandó deberes para hacer durante las Navidades —recordó Fi.

—Joder.

Fi y Silver se volvieron para mirarme. Max se asomó por debajo de la compresa fría.

—La señora Felch está casada —dije.

—Sí, señora suele usarse en ese sentido —comentó Silver, con condescendencia.

—La señora Felch está casada con el señor Felch. Nolan Felch.

Fi fue la primera en pillarlo.

—Ay… Mierda. Qué mal.

—Espera, ¿no fue con el que Tina…?

—Sí, exacto. Tengo que irme. Tratad de no ahuyentar a todos los clientes.

Fi se burló:

—Han venido por los chupitos de bloody mary que repartiremos a la hora del aperitivo.

—Lo que tú digas. Hasta luego.

Mientras me dirigía al aparcamiento, me juré no volver al Honky Tonk durante un Código Rojo. Casi había llegado a la camioneta cuando apareció el Buick de Liza. Pero era el padre de Naomi, con arrugas de preocupación cinceladas en la frente, quien conducía, y no mi abuela. El asiento del copiloto lo ocupaba Amanda, que parecía nerviosa.

—¿Va todo bien? —pregunté tras fijarme en sus expresiones.

—Waylay ha desaparecido —anunció Amanda, con la mano sobre el corazón—. Se ha ido andando a la cabaña a buscar los deberes y se suponía que volvería directa a casa de Liza. Íbamos a cenar y a ver una película.

—Pero no ha vuelto, y su bicicleta no está —añadió Lou con aspereza —. Esperamos que Naomi la haya visto.

Solté una maldición en voz baja.

—Naomi no está, ha habido algún problema en la escuela con la profesora de Way y ha ido a ocuparse del asunto.

—Tal vez Waylay haya ido al mismo sitio —dijo Amanda, que agarró a su marido del brazo.

—Ahí me dirigía —añadí, en tono grave.

—¿Formas parte de la asociación de familias? —se mofó Lou.

—No, pero te aseguro que ayudaré a tu hija cuando se meta de lleno en esa emboscada.

•••

Hice caso omiso del límite de velocidad y de las señales de stop en el corto trayecto hasta la escuela primaria, y me di cuenta de que Lou hacía lo mismo detrás de mí. Aparcamos en dos plazas colindantes y atravesamos las puertas decididos, como un frente unido.

No había puesto un pie en la escuela desde que había sido alumno.

Parecía que no habían cambiado muchas cosas.

—¿Cómo sabemos adónde tenemos que ir? —se preguntó Amanda cuando accedimos al interior del edificio.

Oí gritos que procedían de uno de los pasillos.

—Me juego lo que quieras a que en esa dirección —respondí.

—¡Tu hermana me arruinó la vida!

Me puse a correr como un loco hacia los gritos, sin esperar a los Witt.

Llegué a la puerta abierta justo a tiempo para ver cómo una señora Felch furibunda cerraba los puños mientras invadía el espacio personal de Naomi.

Entré en la clase a grandes zancadas, pero ni la una ni la otra me prestaron un ápice de atención.

—Por lo que me has contado, yo diría que fue tu marido quien arruinó tu matrimonio. Una niña inocente de once años seguro que no tiene la culpa —dijo Naomi, con los brazos en jarras, sin ceder un centímetro ante la mujer.

Llevaba otra falda vaquera sexy. Esta tenía el dobladillo desgastado con hilillos colgando que le acariciaban los muslos. Me encantó cómo le quedaba y, a la vez, detesté que se la hubiese puesto para servir cerveza a otros hombres.

—Es hija de su madre, ¿no? Ninguna de vosotras tenéis nada de inocente —le espetó entre dientes la señora Felch, que señalaba acusadoramente a Naomi en la cara.

Mis planes para Naomi y su corta falda tendrían que esperar.

—Y una mierda.

Mi intervención hizo que ambas mujeres se volvieran de golpe. Los ojos de la señora Felch se abrieron tras el cristal de sus gafas. Podía dar mucho miedo si me lo proponía y, ahora mismo, quería causar puto terror. Di dos pasos adelante y la señora retrocedió hasta su mesa como una rata acorralada con bifocales.

—Knox —dijo Naomi con los dientes apretados—. Me alegro tanto de que hayas venido. —Inclinaba la cabeza para señalar sutilmente hacia la pared flotante que creaba un guardarropa justo por dentro de la entrada.

Miré en esa dirección y entreví un pelo rubio y azul. Waylay, con un tarro lleno de Dios sabe qué, me saludó moviendo los dedos, avergonzada, tendida bocabajo en el suelo.

—Joder —musité.

—Las palabrotas sobran —ladró la señora Felch.

—Y una mierda —repetí, y me recoloqué para ocultar parte de la abertura que daba al guardarropa—. Y creo que los abuelos de Waylay también estarán de acuerdo.

Di un golpe de cabeza hacia Lou, que, hasta ese momento, había estado agarrando a Amanda del jersey fino de verano que llevaba.

—Parece que tenemos una reunión familiar —dije, cruzándome de brazos.

—Viendo cómo salió vuestra hija, no os penséis que me voy a tragar esta supuesta muestra de apoyo familiar —dijo la señora Felch con desdén —. Waylay es una delincuente juvenil, y su madre es una puta quitamaridos adicta a las pastillas que pertenece a la estofa más baja de la sociedad.

—Tenía entendido que sobraban las palabrotas.

—Virgen santa —susurró Amanda, y supuse que acababa de descubrir a su nieta.

—¿Eh? —Lou tardó más en entender las cosas, y solo lo hizo cuando su mujer le señaló el quid de la cuestión—. Ay, caray —musitó entre dientes.

Avanzó para situarse a mi lado, hombro con hombro, y Amanda se colocó a su derecha. Juntos, creamos una barrera entre Waylay y la mierda de profesora que tenía. Naomi pareció aliviada, y, entonces, se volvió para enfrentarse al kraken:

—Señora Felch —le espetó, y atrajo toda la atención de la mujer.

Chasqueé los dedos hacia Waylay y señalé la puerta. Esta empezó a arrastrarse sobre la barriga hacia la puerta. Naomi hizo aspavientos y caminó en la dirección opuesta de la clase como si le estuviera dando un ataque.

—De verdad que entiendo su situación. Empatizo con usted; no se merecía lo que le hicieron su marido y mi hermana. Sin embargo, usted es la responsable no solo de enseñar a todos estos alumnos, sino de hacerlos sentir seguros en clase. Y sé de buena tinta que está incumpliendo de forma manifiesta ese deber.

Las zapatillas de Waylay desaparecieron por el pasillo.

—Tina se llevó a mi marido a la cama y…

—Ya basta —espeté, y a la mujer le tembló el labio.

—Sí, eso —coincidió Amanda, que retrocedió hacia la puerta—. ¡Ay! Me acabo de acordar: me he dejado el bolso en el pasillo. —Salió corriendo hacia el pasillo… agarrando bien el bolso.

Naomi se acercó y se detuvo delante de mí.

—Le daré el fin de semana para que decida si va a cambiar su conducta para que todos sus estudiantes, incluida mi sobrina, se sientan a salvo en su aula. Si se niega, no solo haré que saquen a Waylay de su tutoría, sino que hablaré con el consejo escolar y montaré un escándalo.

La rodeé con un brazo y la acerqué hacia mí. Naomi la Escupefuego podía ser un poco aterradora cuando no desahogaba su frustración con un cojín.

—Y lo hará —terció Lou con orgullo—. No va a parar hasta que se quede sin la tutoría, y los demás la respaldaremos en todo lo que haga falta.

—Esto no tenía que pasar —susurró la señora Felch. Se dejó caer, cansada, en su silla—. Se suponía que íbamos a jubilarnos juntos y a recorrer el país con la autocaravana. Y ahora no puedo ni mirarlo a la cara.
La única razón por la que se ha quedado es porque la otra lo dejó tan rápido como lo sedujo.

Supuse que para Lou no era fácil oír hablar de una de sus hijas en esos términos, pero el hombre lo disimuló muy bien. Noté cómo la rabia abandonaba a Naomi.

—No se merecía lo que le pasó —reiteró Naomi, con tono más agradable—. Pero Waylay tampoco. Y no voy a permitir que nadie la haga sentir responsable por decisiones que han tomado adultos. Tanto usted como Waylay se merecen algo mejor que lo que les ha tocado.

La señora Felch se estremeció y se hundió todavía más en el asiento. Di un apretón a Naomi para transmitirle mi aprobación.

—Le dejaremos un fin de semana —le dijo—. Mándeme por correo electrónico su decisión. Si no, la veré el lunes por la mañana.

•••

—¡Waylay Regina Witt!

Al parecer, Naomi no había terminado de chillar cuando volvimos al aparcamiento, donde Amanda y Waylay esperaban junto al coche de mi abuela.

—A ver, Naomi —empezó Amanda.

—No me digas «A ver, Naomi», mamá. ¡Hay alguien que mide menos de metro y medio que lleva mechas azules que me tiene que explicar por qué cuando he venido a discutir cierta situación con su profesora me la he encontrado escondida en el guardarropa con un tarro con ratones! Tendrías que estar en casa de Liza, con tus abuelos.

Waylay clavó la vista en sus zapatillas. Eran las rosas que le había comprado yo. Había añadido un corazón a los cordones. Había dos ratones acurrucados sobre una capa de hierba seca en el tarro que tenía junto a los pies.

—La señora Felch estaba siendo un auténtico coñ…

—Pobre de ti como termines esa frase —la cortó Naomi—. Suficientes problemas tienes ya.

La expresión de Waylay se tiñó de rebeldía.

—No he hecho nada malo. Vine a la escuela el primer día y ya me trató mal, pero que muy mal. Me gritó delante de todo el mundo en la cafetería porque se me había derramado la leche con chocolate. Castigó a todo el mundo sin recreo y dijo que era por mi culpa, por no respetar las cosas que son de los demás. Y luego, cuando repartía un papel sobre no sé qué tontería de venta de pasteles que teníamos que dar a los padres, me dijo que yo no necesitaba ninguno porque mi madre estaba demasiado ocupada en la cama como para encontrar la cocina.

Naomi parecía estar a punto de sufrir un aneurisma.

—Tranquilízate —le aconsejé, y la aparté detrás de mí.

Posé una mano sobre un hombro de Waylay y le di un apretón.

—Mira, peque. Creo que todos entendemos que no estás acostumbrada a contar con una persona adulta que te defienda, pero tendrás que habituarte. Naomi no se va a ir a ningún lado, y ahora también tienes a tus abuelos, y a mí, a Liza J. y a Nash. Pero nos has matado de miedo al desaparecer así.

Rascó el asfalto con la zapatilla.

—Lo siento —dijo, malhumorada.

—Lo que quiero decir es que ahora puedes contar con mucha más gente.
No tienes que hacerlo sola. Y tu tía Naomi puede hacer muchísimo más que dejar unos ratoncitos en el cajón de la mesa de la profesora.

—También le iba a meter un virus en el ordenador. Uno de esos tan molestos, que añade números y letras de más cuando escribes —dijo, con las mejillas rojas de la indignación.

Reprimí la sonrisa mordiéndome la mejilla por dentro.

—Vale, eso no está nada mal —reconocí—. Pero no es una solución a largo plazo. Tu profesora supone un problema que no puedes resolver tú sola. Estas mierdas tienes que contárselas a tu tía para que pueda arreglarlas justo como acaba de hacer ahí dentro.

—La señora Felch parecía asustada —observó Waylay, echando un vistazo a Naomi a mis espaldas.

—Tu tía puede dar mucho miedo cuando en vez de gritar a los cojines grita a las personas.

—¿Me he metido en un lío? —preguntó Waylay.

—Sí —respondió Naomi con firmeza.

Justo cuando Amanda insistía:

—Claro que no, cariño.

—¡Mamá!

—¿Qué? —preguntó Amanda con los ojos como platos—. Ha pasado unos días muy traumáticos en la escuela, Naomi.

—Tu madre tiene razón —dijo Lou—. Deberíamos pedir una reunión de urgencia con el director y el superintendente escolar. Tal vez puedan convocar una reunión extraordinaria del consejo escolar esta misma noche.

—Qué vergüenza —se quejó Waylay.

No sabía qué demonios hacía entrometiéndome en una discusión familiar, pero lo hice de todos modos.

—¿Por qué no dejamos que la señora Felch sufra un poco durante el fin de semana? Naomi le ha dejado las cosas muy claras. Ya solucionaremos lo que se tenga que solucionar el lunes por la mañana —sugerí.

—¿Y tú qué estás haciendo aquí? —exigió Lou, que descargó su ira conmigo.

—¡Papá!

Parecía que ahora le tocaba a Naomi morirse de la vergüenza. Se colocó a mi lado.

—Waylay, ve a dejar a los ratones libres allí donde empiezan los árboles —le ordené.

Esta me dirigió una mirada recelosa antes de irse correteando hacia la delgada franja de árboles que había entre la escuela y Knockemout Pretzels.

Esperé hasta que se hubo alejado lo suficiente antes de dirigirme a Lou:

—Estoy aquí porque Naomi se iba a encontrar con una situación de la que no sabía nada. Felch se la tenía jurada a Tina desde que su marido se la tiró este verano. Todo el pueblo lo sabía. Y ahora, de nuevo, Naomi está arreglando el desastre que Tina ha dejado. Y me da la sensación de que lleva toda la vida haciéndolo. Así que, quizá, podríais dejar de ser tan duros con ella, o, mejor, ayudarla a arreglar las cosas por una vez.

Lou parecía querer pegarme un puñetazo, pero vi el efecto que mis palabras tenían en Amanda. Esta colocó una mano en el brazo de su marido.

—Knox tiene razón, Lou. Que cuestionemos a Naomi no sirve de nada.

Naomi inspiró hondo y expulsó el aire lentamente. Le acaricié la espalda con una mano.

—Tengo que ir a trabajar —dijo—. Ya me he saltado una hora de mi turno. Por favor, ¿podéis llevaros a Waylay a casa y evitar que vuelva a desaparecer?

—Claro, cariño. Y ahora que sabemos que es muy lista, la vigilaremos con más cuidado.

—Le quitaré la rueda de delante de la bicicleta —decidió Lou.

—Tengo que saltar al capítulo sobre disciplina del libro que saqué de la biblioteca —observó Naomi—. ¡Mierda! No me gusta no leer un libro por orden.

—La hija de Judith cambia la contraseña del wifi y no la vuelve a poner bien hasta que sus hijos dejan de estar castigados —sugirió Amanda, con aire solícito.

Waylay regresó con el tarro vacío y noté que Naomi volvía a inspirar hondo.

—La señora Felch está metida en un lío más grande que tú, Waylay.
Pero Knox lleva razón. Tienes que contarme estas cosas; no me digas que todo va bien cuando no va bien. Estoy aquí para ayudarte, no puedes huir y desaparecer para vengarte de todo el mundo que te trate mal. Y menos con ratoncitos inocentes.

—Les he dado comida y les iba a dejar agua en el cajón —explicó Waylay.

—Hablaremos de todo esto mañana por la mañana —dijo Naomi—. Tus abuelos te llevarán a casa y serán ellos los que decidan si esta noche te toca limpiar el suelo o si aún puedes ver películas.

—Películas, ya te lo digo yo —susurró Lou.

—Pero tendrás que limpiar todos los platos de la cena —añadió Amanda.

—Siento haberos preocupado tanto —dijo Waylay con un hilo de voz.— Levantó los ojos para mirar a Naomi—. Y siento no habértelo contado.

—Disculpas aceptadas —repuso Naomi. Se agachó y le dio un abrazo a la niña—. Y ahora, tengo que irme a trabajar.

—Yo te llevo —me ofrecí.

—Gracias. Os veo mañana por la mañana —dijo, cansada.

Se sucedió un coro de despedidas y Naomi se encaminó hacia la camioneta. Me esperé hasta que hubo abierto la puerta del copiloto y, entonces, interrumpí a Amanda, que ya estaba planeando hacer una parada para comer helado de camino a casa.

—¿Podéis hacerme un favor y pasaros por el Honky Tonk para recoger el Explorer? Esta noche me encargaré de llevar a Naomi a casa.

Tenía algo planeado.

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