Cosas que nunca dejamos atrás

By Anix1781

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Knox prefiere vivir su vida tal y como se toma el café: solo. Pero todo cambia cuando llega a su pueblecito u... More

El peor día de mi vida
Héroe a regañadientes
Una delincuente pequeñita
No te vas a quedar aquí
Un poco de líquido inflamable y una siesta
Espárragos y una escena
Un puñetazo en la cara
La misteriosa Liza J.
Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey
Quebraderos de cabeza
Un demonio de jefe
De vuelta a casa
Clases de historia
La cena
Knox se va de compras
El famoso Stef
De hombre a hombre
Cambio de look para todo el mundo
Mucho en juego
Una mano ganadora
Una urgencia familiar
Una disputa y dos balas
Knox, Knox, ¿quién es? 🔞
Una visita inesperada
Síndrome premenstrual y una abusona
Venganza con ratones de campo
El huerto 🔞
La casa de Knox
El desayuno familiar
Recelo en la biblioteca
El almuerzo y una advertencia
Una patada certera
El novio
Toda la verdad y un final feliz
Allanamiento de morada
Afeitado y corte de pelo
¡Que estoy bien!
Romperse, desmoronarse y seguir adelante
Las consecuencias de ser un idiota
La nueva Naomi
El viejo Knox
Bebiendo de buena mañana
Los niñeros
Discusión en el bar
Tina es lo peor
Desaparecidas
El cambiazo
La caballería
Epílogo: Hora de la fiesta
Epílogo extra:
Nota de la autora Lucy Score
Sobre la autora
¿Segunda parte?

Lío familiar

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By Anix1781

Knox  Incluso con las inoportunas intromisiones de los padres de Naomi y luego de la desaprobatoria asistenta social a quien resulta que le faltaba una firma en una página, estaba de un humor maravilloso cuando volví al hospital.

Que sí, que el rollo de fingir que estábamos en una relación puede que fuera (o sería, sin duda) un coñazo. Pero así Naomi saldría de su aprieto y, además, cabrearía a mi hermano.

Esa mañana me desperté sabiendo que, con una sola vez, no tendría suficiente de ella. Ahora podríamos enrollarnos unas cuantas semanas, hartarnos el uno del otro y, cuando sus padres se hubieran ido a casa, podríamos volver a nuestras respectivas vidas con las necesidades satisfechas. En definitiva, no era una mala opción.

Entré a la habitación de Nash y me encontré con gran parte del departamento de policía de Knockemout hacinado dentro.

—Infórmame de lo que encontráis en el despacho y el almacén —dijo Nash desde la cama. Tenía mejor color.

—Me alegro de que no estiraras la pata, hijo —dijo Grave.

Los demás asintieron para demostrar su concordancia.

—Sí, sí. Y ahora largaos de aquí y tratad de evitar que Knockemout se venga abajo.

Dediqué un asentimiento a cada agente a medida que se fueron mientras pensaba en lo que Naomi me había dicho sobre que Nash había hecho limpieza en el departamento para servir mejor al pueblo. Tenía razón.

Supongo que los dos queríamos hacer lo mejor para el sitio que nos había ofrecido un hogar.

—Bueno… ¿Cómo está Naomi? —preguntó Nash, que parecía solo un poco irritado, después de que el último agente hubiese cruzado el umbral.

—Bien —respondí.

Los Morgan no éramos de los que andábamos contando a quién nos tirábamos. Pero sí que me permití una sonrisilla de suficiencia.

—¿Ya la has cagado?

—Eres gracioso hasta cuando estás sondado y de medicinas hasta el culo.

Suspiró y supe que estaba harto de estar encerrado en el hospital.

—¿De qué iba esta reunión? —le pregunté.

—Ayer por la noche hubo un par de robos. Un despacho y un almacén, los dos propiedad de Rodney Gibbons. En el despacho no ha sido mucho, alguien robó la calderilla que había y abrió la caja fuerte; tenían la combinación en un post-it junto al ordenador. En cambio, el almacén está destrozado. Nadie ha visto nada en ninguno de los dos sitios —me explicó.

—¿Hasta cuándo te tendrán aquí? —pregunté.

Nash usó el pulgar para rascarse el entrecejo, señal de que estaba frustrado.

—Hasta vete a saber cuándo, joder. Me dijeron que, como muy pronto, podría salir dentro de un par de días. Pero luego me tocará fisioterapia para ver cuánta movilidad recupero.

Si Nash no recuperaba el cien por cien de movilidad, lo encadenarían a un escritorio hasta el día de su jubilación. Incluso yo sabía que detestaba esa posibilidad.

—Entonces, no hagas el tonto —le aconsejé—. Haz lo que te diga el médico. Haz fisioterapia y arregla las cosas. Nadie te quiere detrás de una mesa.

—Ya. Luce está investigándolo —comentó, para cambiar de tema. No sonaba muy entusiasmado.

—¿Ah, sí? —pregunté, como quien no quiere la cosa.

—Sabes de sobra que lo está haciendo. Y son asuntos policiales, no necesito que ninguno de vosotros, que no sois más que unos amateurs, os paseéis por todos lados removiendo la mierda.

Me ofendió el comentario sobre ser amateur. Hubo una época en la que habíamos sido liantes profesionales. Y, aunque ahora quizá estaba muy oxidado, algo me decía que nuestro amigo era más peligroso ahora de lo que lo había sido cuando teníamos diecisiete años.

—¿Tus chicos han descubierto algo sobre ese tipo? —pregunté.

Nash negó con la cabeza.

—El coche era robado. Lo han encontrado hará una hora en las afueras de Lawlerville, los agentes de allí, bien limpio.

—¿Cómo de limpio?

Se encogió de hombros y luego hizo una mueca.

—Todavía no lo sé. Pero no había huellas en el volante ni en los tiradores de la puerta.

—Si el tío es tan imbécil como para disparar a un policía, es tan imbécil como para dejar huellas en algún lado —pronostiqué.

—Ya —coincidió. Movía las piernas, impaciente, bajo la fina sábana blanca—. Me han dicho que Liza tiene nuevos huéspedes.

Asentí.

—Los padres de Naomi. Han aparecido esta mañana. Supongo que se mueren de ganas de conocer a su nieta.

—Eso también me lo han dicho, igual que, al parecer, has hecho una entrada triunfal bajando por las escaleras tal como llegaste al mundo.

—Tus pajaritos no cantan bien. Iba en calzoncillos.

—Me juego lo que quieras a que a su padre le ha encantado.

—Lo ha sobrellevado.

—Me pregunto a qué nivel estás comparado con el exprometido… — musitó.

—Sus padres no eran muy fans del ex —dije. Aunque no estaba muy seguro de a qué nivel quedaba en opinión de Naomi.

Observé la bandeja intacta de comida. Había caldo y un refresco de jengibre.

—¿Cómo se supone que vas a sobrevivir si solo te dan líquidos transparentes?

Mi hermano hizo una mueca.

—No sé qué de no exigirle demasiado al cuerpo. Mataría por una hamburguesa con patatas, pero los chicos les tienen demasiado miedo a las enfermeras como para pasarme algo de contrabando.

—Veré qué puedo hacer —le prometí—. Tengo que irme. Necesito ocuparme de cosas antes de la gran cena familiar para celebrar el primer día de colegio de Way y la llegada de los padres de Naomi al pueblo.

—Te odio —dijo Nash. Pero no había inquina en sus palabras.

—Que te sirva de lección, hermanito. O actúas rápido, o se te cuelan.

Me dirigí a la puerta.

—Dile a Way que si alguien en la escuela se mete con ella, me lo haga saber —dijo Nash, alzando la voz.

—Lo haré.

—Y dile a Naomi que es más que bienvenida si quiere acercarse a visitarme.

—Ni hablar.

•••

La casa de Liza J. había dejado de oler a museo de bolas de naftalina. Quizá estaba relacionado con el hecho de que alguien abría la puerta cada cinco minutos para dejar que cuatro perros entraran o salieran. Claro que, seguramente, se explicaba mejor porque las habitaciones que no se habían tocado en quince años estaban recibiendo el régimen de limpieza de Naomi, desde el suelo hasta el techo. Las cortinas polvorientas y las ventanas que escondían estaban abiertas de par en par.

Las luces estaban encendidas en el cuarto de estar, una habitación que no se había usado desde que la casa había dejado de recibir a huéspedes de pago. Divisé a Stef detrás de la mesa, al teléfono, mientras miraba la pantalla del portátil que tenía delante.

Se oía una música que procedía de la cocina y ruido de gente que charlaba en el patio de atrás. Tal vez, no todos los cambios eran negativos.
Me arrodillé para acariciar a la manada de perros. La de los padres de Naomi, Busca, se apoyaba en una de las orejas de Waylon.

—¡Toma ya!

La exclamación procedía del cuarto de estar. Stef cerró el portátil con aire triunfal y se puso en pie detrás de la mesa con los brazos alzados en forma de V. Los perros, nerviosos por su emoción, se abalanzaron hacia el umbral y entraron en tropel al cuarto.

—Vale, no, todo el mundo fuera —ordenó Stef—. Llevo unos mocasines Gucci muy caros que me estáis destrozando con las uñas.

—¿Buenas noticias? —pregunté cuando salió del cuarto. Los perros se dirigieron entonces hacia la cocina, moviéndose como un solo organismo patoso compuesto de babas y ladridos.

—A mí no me vengas de amigo, que todavía estoy enfadado contigo — me dijo.

Cuando Naomi y yo habíamos traído a sus padres a conocer a mi abuela, Stef había tratado de ocultar el hecho de que llevaba días en el pueblo. Nadie se habría creído su «¡Qué casualidad, justo acabo de llegar esta mañana!» durante mucho tiempo, de todos modos. Yo solo había ayudado a que Mandy y Lou lo pillaran diciéndoles el alivio que había sido tener a Stef en casa de Liza durante tanto tiempo.

—Se te pasará —predije.

—Tú espérate a decepcionar a Mandy —me dijo—. Es como darle una patada a una camada de gatitos.

La verdad es que no tenía a nadie en mi vida a quien pudiera decepcionar.

Lo seguí hasta el comedor, donde el aparador de mi abuela se había convertido en una barra lujosa llena de rodajas de limón y lima, un cubo de hielo y varias botellas de alcohol decente.

—¿Qué vas a tomar? —me preguntó.

—Bourbon o cerveza.

—Hace demasiado calor para que tomes bourbon seco a temperatura ambiente, y la cerveza no es suficiente para celebrar. Vamos a tomar gin-tonics.

No me molestaba la idea.

—¿Qué celebramos?

—La casa de Naomi —dijo—. Salió a la venta hace dos días y ya ha recibido tres ofertas. Esperemos que le parezca una buena noticia.

—¿Por qué no iba a parecérselo?

Stef me dedicó una mirada desabrida y se puso a meter hielo en dos vasos altos.

—¿Sabes que hay personas que tienen una casa ideal? Bueno, pues Naomi tenía la casa para lo que vendría después. Le encantaba. Era el sitio perfecto para crear una familia: en el barrio perfecto, de la medida perfecta, con la cantidad perfecta de cuartos de baño. Vender esa casa significa renunciar a todos sus sueños.

—Los planes cambian —comenté mientras él abría una botella de tónica.

—Eso digo yo, porque la señora no tenía ninguna intención de acostarse contigo.

—Ya empezamos —musité—. Si ahora viene la parte en que me dices que no soy suficiente para ella, avísame para mandarte a la mierda.

Sirvió un buen chorro de ginebra en cada vaso.

—Pasemos directamente a la parte importante: está renunciando a todo para solucionar los problemas de Tina. Por enésima vez. Así que, siempre y cuando seas una distracción placentera y no otro problema que tenga que solucionar, no voy a destrozarte la vida.

—Por Dios, gracias. Y, por cierto, lo mismo digo si te enrollas con Jer.

En su favor, había que decir que no se le cayeron las rodajas de lima ni la ramita de romero que estaba añadiendo a cada vaso cuando mencioné a mi mejor amigo.

—Vaya, así es como uno se siente cuando hay un celestino repelente que mete las narices en todos lados —dijo, impertérrito.

—Sí. No es agradable, ¿verdad?

—Lo he captado. Tal vez necesita un desatascador para sacarse al puto Warner III de la cabeza y empezar a planificar una vida para ella y Way.

—Brindo por ello —dije, haciendo caso omiso de la mala sensación que me había dejado el «desatascador».

—Chinchín. Vamos a decirle a nuestra chica que en quince días sus problemas monetarios se habrán resuelto si está dispuesta a despedirse de todos sus sueños.

Nos dirigimos a la terraza acristalada y salimos al porche; la humedad se había reducido lo suficiente como para que casi se estuviera a gusto fuera. De un altavoz que había en la mesa emanaba música antigua.

Lou se ocupaba de la parrilla, y el crepitar de las brasas y el olor de la carne roja me hizo salivar; Amanda y mi abuela estaban sentadas en unas sillas grandes de madera y se protegían los ojos del sol poniente; los perros, ahora mojados, se sacudían y tomaban el sol sobre la hierba.
Sin embargo, lo que llamó toda mi atención fue Naomi. Estaba metida en el arroyo, que le llegaba hasta las rodillas, con gafas de sol. Llevaba el pelo corto y negro recogido con una pinza e iba ataviada con un bikini de color coral que realzaba todas las curvas de las que había disfrutado esa misma mañana.

Waylay, con un bañador rosa a topos, estaba inclinada y le lanzaba a su tía la fría agua del arroyo con las manos ahuecadas. El chillido de Naomi y la posterior carcajada mientras trataba de vengarse de la niña me afectó, y no en la polla. Me produjo una sensación cálida en el pecho que no tenía nada que ver con el buenísimo gin-tonic que tenía en la mano.

Amanda se recolocó el sombrero de paja y suspiró.

—Esto es el paraíso —le dijo a mi abuela.

—Debes de haberte leído una Biblia distinta de la que a mí me enseñaron de pequeña —bromeó Liza.

—Siempre soñé con tener una familia grande en una casa grande. Todas estas generaciones y estos perros implicados en la vida de cada uno.
Supongo que, a veces, no estamos destinados a tener ciertas cosas —dijo, con nostalgia.
Stef carraspeó.

—Señoras, ¿puedo rellenarles esos vasos de cóctel long island?

Liza alzó el vaso vacío.

—Me va bien otra ronda.

—Yo todavía tengo, tesoro —le dijo Amanda.

—¿Has decidido perdonarme? —le preguntó Stef.

—Bueno, sí que viniste aquí sin decirme nada —contestó mientras se bajaba las gafas de sol para dedicarle lo que percibí como una mirada de madre—. Pero solo porque querías cuidar de mi niña. Y cualquiera que haga algo así está perdonado.

Stef le dio un beso en la cabeza.

—Gracias, Mandy.

Naomi y Waylay se habían declarado una guerra abierta de salpicaduras voladoras. Arcos de agua surcaban el aire y refulgían con el sol del atardecer.

—¿Cuánto les queda a esas hamburguesas, Lou? —preguntó Liza a voz en cuello.

—Cinco minutos —respondió.

—Knox —me llamó Amanda, y atrajo mi atención.

—¿Sí, señora?

—Ven a pasear conmigo —sugirió.

«Ay, ay».

Stef me dedicó una expresión petulante y desapareció dentro de la casa con el vaso de Liza.

Seguí a Amanda hasta el extremo del porche, bajé las escaleras y nos adentramos en el patio. Me daba la sensación de que no hacía mucho que Nash y yo éramos los que jugábamos en el arroyo asustando a los peces y el abuelo se ocupaba de la parrilla.

Entrelazó su brazo con el mío cuando nos pusimos a pasear.

—Hace muy poco tiempo que conoces a Naomi —empezó.

No me gustaba la dirección que estaba tomando esto.

—A veces no necesitas un pasado para ver el futuro —dije, aunque parecía más bien una puñetera galleta de la fortuna.
Me apretó el brazo.

—Me refería a que, en toda su vida, mi hija nunca se ha precipitado a hacer algo, y menos a acostarse con alguien.

No supe qué contestar a eso, así que mantuve la boca cerrada.

—Por naturaleza, se preocupa de todo el mundo, siempre cuida de los demás. No me sorprende que se ofreciera para encargarse de Waylay, por mucho que su vida estuviera fuera de control. Da, da y da hasta que ya no le queda nada más por ofrecer.

No era ninguna novedad. Si Naomi no estaba sirviendo bebidas a los clientes, estaba ayudando a cualquiera de sus compañeros en la cocina o limpiando el mausoleo en el que vivía Liza.

—Le has traído un café preparado justo como a ella le gusta —continuó —. También me ha contado que vive aquí gracias a ti y que le ofreciste trabajo. Que la traes a casa. Stef me ha comentado que le compraste un teléfono móvil cuando no tenía uno.

Me estaba poniendo nervioso. No era conocido por mi paciencia con las conversaciones cuando desconocía qué rumbo iban a tomar.

—Se preocupa por todo el mundo, pero no quiere que nadie se preocupe por ella —continuó Amanda.

—La entiendo.

—Que te preocupes por ella, que la cuides cuando justo os acabáis de conocer, dice mucho de cómo eres. Igual que el hecho de que Naomi te haya dejado acostarte con ella sin su habitual inspección de noventa y nueve cuestiones.

Me sentía incómodo y satisfecho a partes iguales.

—Con todo el respeto, Amanda, no me gusta hablar de la vida sexual de tu hija contigo.

—Eso es porque eres hombre, cielo —dijo, dándome palmaditas en el brazo—. Solo quiero que sepas que veo cómo cuidas de mi niña. En todo el tiempo que estuvieron juntos, nunca vi que Warner le trajera una taza de café. Nunca vi que hiciera nada por ella a menos que él también saliera beneficiado. Así que, gracias. Gracias por cuidar de mi niña y querer ayudarla.

—De nada. —Me pareció la respuesta adecuada.

—Solo por curiosidad, ¿por qué la llamas Flor? —preguntó.

—Llevaba flores en el pelo cuando la conocí.

La sonrisa de Amanda se ensanchó.

—Dejó a Warner y vino directa hacia ti sin siquiera saberlo. ¿No es impresionante?

No sabía si era impresionante o una nimiedad.

—Sí. Impresionante.

—Bueno, me caes bien, Knox. Lou entrará en razón en algún momento, pero a mí ya me caes bien.

—La cena está lista —gritó Liza desde el porche—. El trasero en las sillas, venga.

—Me muero de hambre —anunció Amanda—. ¿Por qué no sacas a las chicas del arroyo?

—Eh… Claro.

Me quedé ahí de pie mientras la madre de Naomi se dirigía hacia los escalones que conducían a la casa. La risa de Naomi y otra salpicadura me llamaron la atención. Me acerqué a la orilla del arroyo y silbé, y las chicas detuvieron la guerra de agua, riendo y chorreando.

—La cena está lista. Fuera del agua —les dije.

—Qué mandón —susurró Naomi por lo bajini. Waylay soltó una risita de niña.

Coloqué una toalla con una estrella de mar sobre la cabeza mojada de Waylay.

—¿Cómo te ha ido el primer día, peque?

—Bien —respondió esta, mirando desconcertada por debajo de la toalla.

Esa niña era dura como una piedra. Abandonada por una madre inútil, acogida por una tía cuya existencia ignoraba, y ahora conociendo a sus abuelos por primera vez el primer día de vuelta a la escuela. Y le había ido bien.

Se volvió y corrió hacia las escaleras y la comida prometida.

—Ve a lavarte las manos, Way —le dijo Naomi mientras se alejaba.

—¿Por qué? ¡Si acabo de salir del agua! —le gritó Waylay.

—¡Al menos no acaricies a los perros hasta que no hayas comido!

«Bien». Es lo único que me ha dicho a mí también —me comentó Naomi mientras la ayudaba a salir a la ribera

—¿Estás preocupada? —le pregunté, incapaz de apartar la mirada de sus pechos.

—¡Claro! ¿Cómo voy a solucionar cualquier problema si no sé que existe?

—Pues habla con la profesora —sugerí, contemplando cómo el contorno de sus pezones se afilaba bajo los dos triángulos de tela que se interponían entre mí y lo que quería.

—Creo que eso haré —respondió—. ¿Cómo está Nash?

En vez de contestar, le agarré la muñeca y tiré de ella hacia el patio sombreado que había bajo el porche. Tenía la piel fría del arroyo. Ver sus curvas tan mojadas me estaba volviendo loco.
Agarré la toalla de playa suave que había junto a su ropa, muy bien doblada, en una de las tumbonas que hacía años que no veía la luz del sol, y se la ofrecí.

—Gracias —me dijo, y se inclinó ante mí para pasarse la toalla por el pelo.

El autocontrol de un hombre tenía un límite, y yo acababa de llegar a ese punto. Le arranqué la toalla de las manos y la hice caminar hacia atrás hasta que su espalda se encontró con la columna de soporte.

—Knox… —Le coloqué un dedo en los labios y señalé arriba.

—¿Quién lo quiere en su punto? —preguntó Lou.

—Stef, el vaso no se rellena solo —comentó Liza J.

—¿Qué haces? —susurró Naomi.

Al inmovilizarla con las caderas, entendió el mensaje enseguida.

Cuando abrió la boca en una O, tiré abajo de los triángulos del bikini.

Hinchadas, exquisitas, mojadas. Se me hizo la boca agua y no tenía nada que ver con la comida que se servía en el porche sobre nosotros.

—Por Dios, Flor. Te veo así y no puedo esperar hasta volver a acostarme contigo.

Hundí la cabeza y cerré la boca alrededor de un pezón erecto. El gritito ahogado y sexy que soltó, el modo en que sus manos me agarraban de los hombros y la forma en que se inclinaba en busca de mi boca me revelaron que lo ansiaba tanto como yo. Y todo ese deseo se me acumuló en la polla.

—Te follaría aquí mismo si por un segundo creyera que puedo salirme con la mía.

Apartó una mano de mi hombro y la metió entre nosotros para acariciarme la erección a través de los vaqueros. Le cubrí la mano con la mía y apreté con fuerza. Arremetí contra nuestras manos, ávido de la fricción.

—¡Chicos, a cenar! —gritó Amanda sobre nuestras cabezas.

—Tía Naomi, ¿cuántas judías verdes me tengo que comer?

La mirada vítrea de Naomi se esfumó de golpe.

«Madre mía», articuló.

Di un pellizco no demasiado suave a ambos pezones antes de recolocarle el bikini. Quería follármela con ese bikini, deshacerle uno o un par de cordones para garantizar el acceso a todas partes. Y luego quería follar con ella en todas las posturas posibles hasta que ninguno de los dos pudiésemos caminar. Sin embargo, tendría que cenar empalmado y con público.

Joder, a veces la vida no era nada justa.
Me dio un porrazo en el hombro.

—Pero ¿a ti qué te pasa? —siseó—. ¡Nuestras familias están aquí mismo!

—Muchas cosas me pasan —le respondí con una sonrisa.

—Eres lo peor. ¡Vamos corriendo! —gritó.

—Lo de corrernos mejor lo dejamos para después —prometí en voz baja.

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