Cosas que nunca dejamos atrás

By Anix1781

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Knox prefiere vivir su vida tal y como se toma el café: solo. Pero todo cambia cuando llega a su pueblecito u... More

El peor día de mi vida
Héroe a regañadientes
Una delincuente pequeñita
No te vas a quedar aquí
Un poco de líquido inflamable y una siesta
Espárragos y una escena
Un puñetazo en la cara
La misteriosa Liza J.
Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey
Quebraderos de cabeza
Un demonio de jefe
De vuelta a casa
Clases de historia
La cena
Knox se va de compras
El famoso Stef
De hombre a hombre
Cambio de look para todo el mundo
Una mano ganadora
Una urgencia familiar
Una disputa y dos balas
Knox, Knox, ¿quién es? 🔞
Una visita inesperada
Lío familiar
Síndrome premenstrual y una abusona
Venganza con ratones de campo
El huerto 🔞
La casa de Knox
El desayuno familiar
Recelo en la biblioteca
El almuerzo y una advertencia
Una patada certera
El novio
Toda la verdad y un final feliz
Allanamiento de morada
Afeitado y corte de pelo
¡Que estoy bien!
Romperse, desmoronarse y seguir adelante
Las consecuencias de ser un idiota
La nueva Naomi
El viejo Knox
Bebiendo de buena mañana
Los niñeros
Discusión en el bar
Tina es lo peor
Desaparecidas
El cambiazo
La caballería
Epílogo: Hora de la fiesta
Epílogo extra:
Nota de la autora Lucy Score
Sobre la autora
¿Segunda parte?

Mucho en juego

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By Anix1781

Naomi 

—Vaya, pero mira qué preciosidad acaba de entrar por la puerta —saltó Fi desde un rincón de la barra del Honky Tonk, donde estaba introduciendo en el sistema los platos especiales de esa noche.

Abrí los brazos y di una vuelta despacio.
¿Quién me iba a decir que un corte de pelo me haría sentir diez años más joven y mil veces más atrevida? Eso sin contar la falda corta vaquera que Stef me había convencido de comprarme.

Stef era la personificación de lo que debía ser un mejor amigo. Mientras esperaba a que yo saliera del probador con la nueva falda, había estado sumido en una teleconferencia con su «gente» y lo había dispuesto todo para que empaquetaran mis cosas y mi casa en Long Island saliera al mercado.

Esta noche se había quedado cuidando de Waylay y no estaba segura de quién de los dos estaba más emocionado con el plan de ver episodio tras episodio de Brooklyn Nine-Nine.

—¿Te gusta cómo me queda el pelo, Fi? —pregunté y sacudí la cabeza para que los rizos botaran.

—Me encanta; mi hermano es un genio con el pelo. Hablando de Jer, ¿tu querido Stef está soltero y, en caso afirmativo, podemos hacer de celestinas?

—¿Por qué lo dices? ¿Jeremiah te ha dicho algo de él? —le exigí saber.

—Bueno, comentó de pasada que tu amigo es el gay más sexy que ha pisado Knockemout en diez años.

Me puse a chillar.

—¡Stef me preguntó si Jeremiah salía con alguien!

—¡Ay, que los vamos a emparejar! —exclamó Fi, y se sacó la piruleta de la boca—. Ah, por cierto, tengo que decirte una cosa.

Sonreí y metí el bolso tras la barra.

—¿Idris Elba por fin ha entrado en razón y te ha ofrecido que te fugues con él a una isla privada?—
Esbozó una sonrisa pícara.

—No es algo tan bueno. Tienes un grupo en la sala privada que empieza a las nueve. Apuestan fuerte.—Me erguí.

—¿Apuestan fuerte?

Fi inclinó la cabeza hacia el pasillo.

—Juegan al póker. Pero es supersecreto: son unos cuantos ricachones a los que les gusta jugarse cinco ceros a las cartas.

—¿Cinco ceros? —Pestañeé—. Pero ¿eso es legal? —Susurré la pregunta a pesar de que estábamos solas en el bar.
Se volvió a meter la piruleta en la boca.

—Bueeeno… Digamos que si hoy viene el guaperas del jefe Morgan, no puede entrar en la sala.

No estaba segura de qué me parecía todo esto. Como persona que se suponía que tenía que proyectar una buena imagen a los ojos de la justicia, no tendría que mentir a un agente de la ley en ningún caso. Pero ya lo resolvería cuando llegara el momento esta noche. Animada como estaba, me metí en la cocina para prepararme para la ajetreada jornada que nos esperaba.

•••

El alcance de mi conocimiento del póker profesional se basaba únicamente en fragmentos de partidas que había visto por televisión cuando cambiaba de canal. Estaba casi segura de que los jugadores de la televisión no se parecían en nada a los que estaban sentados alrededor de la mesa redonda de la trastienda secreta del Honky Tonk.

Por debajo del polo turquesa, el británico Ian tenía unos músculos que hacían pensar que se pasaba el día levantando coches. Tenía la piel oscura, el pelo muy corto y una sonrisa que hacía que le flaquearan las rodillas a cualquier mujer. Llevaba una alianza de bodas con un montón de diamantes.

A la derecha de Ian se sentaba Tanner. Tenía el pelo de un tono entre rubio y rojizo, y parecía que acabara de toqueteárselo una mujer. Llevaba el típico uniforme caro de los que trabajaban en Washington D. C.: pantalones entallados, camisa remangada y corbata aflojada. No llevaba alianza y se aseguraba de que me diera cuenta con cada whisky escocés de primera categoría que le servía. Estaba inquieto y se sobresaltaba cada vez que se abría la puerta.

A la derecha de Tanner había un hombre a quien los demás llamaban Grim, aunque dudaba que fuera el nombre que le habían puesto sus padres.
Parecía haber salido de las páginas de una novela romántica de un club de motoristas sénior. Los tatuajes revestían cada centímetro de piel visible. No se quitó las gafas ni cambió la expresión de pocos amigos, repantigado en la silla, mientras solo bebía agua con gas.

Al lado de Grim se sentaba Winona, la única mujer que había. Era alta, corpulenta, negra y llevaba una sombra de ojos de un tono rosa metálico a juego con los detalles del mono vaquero que le realzaba la silueta. Tenía un pelo voluminoso y atrevido, como su risa, que compartía con el hombre que había a su lado.

—Lucy, Lucy, Lucy —dijo—. ¿Cuándo vas a aprender a no marcarte un farol conmigo?

Lucian poseía el tipo de belleza que hacía que las mujeres se preguntaran si había hecho algún pacto con el diablo: pelo negro, ojos oscuros y seductores, traje oscuro. Olía a poder, riqueza y secretos como si esa fuera su colonia.

Había llegado más tarde que el resto, se había quitado la americana y se había remangado la camisa como si tuviera todo el tiempo del mundo.

Tomaba bourbon solo y no trató de mirarme el escote cuando se lo serví.

—Tal vez cuando dejes de distraerme con tu ingenio y belleza — bromeó.

—Por favor —se mofó Winona y recogió, elegantemente, lo que había ganado con unas uñas largas y rojas.

Yo trataba de descubrir a cuánto dinero equivalía una ficha mientras rellenaba la jarra de agua helada en un rincón, cuando la puerta se abrió de golpe.

Nos sobresaltamos tanto Tanner como yo.
Knox entró en la sala a grandes zancadas, tan arrebatador como siempre.

—Tú, hijo de puta —dijo.

Todo el mundo contuvo el aliento. Todos menos Lucian, que continuó repartiendo la siguiente mano sin inmutarse con la interrupción.

—Me preguntaba cuándo tardaría en correrse la voz —comentó, sin afectación. Dejó las cartas sobre la mesa y se puso en pie.

Durante unos segundos, estaba convencida de que se iban a embestir como ciervos que luchan por la supremacía en un documental sobre la vida natural… o, bueno, en la vida real.

En cambio, la mala cara de Knox se desvaneció y la sustituyó una sonrisa que me llenó de calidez y me ablandó por dentro como una galleta con pepitas de chocolate recién salida del horno.

«Nota mental: hacer galletas con pepitas de chocolate».

Los dos hombres se dieron la mano e intercambiaron unas palmaditas en la espalda que si me las hubieran dado a mí, me habrían mandado directa a la consulta de un quiropráctico.

—¿Qué cojones haces aquí? —preguntó Knox, con mucha menos agresividad esta vez.

—Ahora mismo, perder ante Winona y plantearme pedir otra copa.

—Enseguida. ¿Alguien más quiere otra ronda? —tercié.

Los ojos de Knox se posaron en mí. Su sonrisa se esfumó tan deprisa que me pregunté si se le había distendido algún músculo facial. Me echó una mirada sugerente y hostil, de pies a cabeza, mientras rezumaba desaprobación por todos los poros.

—Naomi. Afuera. Ahora mismo —gruñó.

—¿En serio? ¿Qué te pasa ahora, vikingo?

—¿Hay algún problema? —preguntó Grim en tono grave y amenazador.

—Nada que sea de tu incumbencia. —La voz de Knox era gélida nivel bajo cero.

—Ve y tráenos a todos otra ronda, Naomi —sugirió Ian sin apartar los ojos de Knox.

Asentí y me dirigí hacia la puerta, y Knox me siguió de cerca. Cerró al salir y me agarró del brazo para alejarme del bar por el pasillo en dirección a su despacho privado y secreto. No se detuvo hasta que abrió la puerta del otro extremo del corredor, que daba al almacén del Whiskey Clipper.

—Pero ¿se puede saber qué haces, Knox?

—¿Qué cojones hacías en esa sala vestida así?
Señalé la bandeja vacía.

—¿A ti qué te parece? Servirles las bebidas.

—Esto no es la hora de la merienda en un puñetero club de campo, cielo. No encontrarás a toda esa gente en ninguna asociación de padres del colegio.—Me pellizqué el puente de la nariz.

—Voy a necesitar un gráfico circular, o un diagrama de Venn, o una base de datos para enumerar los múltiples motivos por los que te cabreo. ¿Por qué te molesta que esté haciendo mi trabajo?

—No deberías estar sirviendo a ese grupo.

—Mira, si no me lo vas a explicar, entonces, no creo que tenga que estar aquí escuchando. Tengo bebidas que servir.

—No puedes meterte en situaciones tan peligrosas como si nada.

Alcé las manos.

—¡Por el amor de Dios! No me he metido en ningún sitio. He venido a trabajar y Fi me ha asignado la mesa porque sabía que me darían buenas propinas.

Se acercó tanto a mí que sus botas me rozaron la punta de los zapatos.

—Te quiero fuera de esa sala.

—¿Perdona? ¡Si eres tú quien les deja jugar aquí y eres tú quien me tiene contratada para servir bebidas! Así que quien tiene el problema eres tú.

Se inclinó hacia adelante hasta que casi nos tocamos.

—Naomi, estos no son moteros de fin de semana o el típico indeseable de carretera. Pueden ser muy peligrosos si quieren.

—¿Ah, sí? Pues yo también. Y si tratas de apartarme de esa mesa, vas a descubrir hasta qué punto.

—No me jodas —masculló entre dientes.

—No, ten por seguro que no lo voy a hacer —le espeté.

Cerró los ojos y supe que el muy bobo estaba contando hasta diez. Dejé que llegara hasta el seis antes de rodearlo. Había puesto la mano en el pomo cuando me agarró y me encerró entre la puerta y su cuerpo. Su aliento cálido me acariciaba la nuca. Noté que el corazón me palpitaba en el cuello.

—Flor —me dijo.

Se me puso la carne de gallina en los brazos. Warner nunca había pasado del típico y tópico «cariño». Y, durante unos segundos, me paralizó un deseo tan ardiente que no lo reconocí como propio.

—¿Qué? —susurré.

—Esa gente no es para ti. Si el imbécil de Tanner se pasa con el whisky, se pone a tirarle los tejos a todo lo que se mueva y se le van las manos. Y esa faldita que llevas ya es una distracción. Si pierde demasiado, se pone a decir gilipolleces y a provocar peleas. ¿Y Grim? Tiene un club de motoristas en D. C. Ahora se dedica a la protección personal, pero de vez en cuando todavía se mete en asuntos menos legales. Con él, siempre acaban surgiendo problemas.

Knox estaba tan cerca de mí que su pecho me rozaba la espalda.

—Ian ha hecho y perdido más millones que nadie de los que están en esa mesa. Tiene tantos enemigos por el mundo que no quieres estar junto a él cuando uno de esos aparezca. Y Winona es de las que guardan rencor. Como le parezca que la has ultrajado, destruirá todo lo que tienes con una sonrisa de oreja a oreja.

—¿Y Lucian?

Durante unos segundos, el sonido de nuestras respiraciones fue lo único que rompió el silencio.

—Luce supone un tipo de peligro muy diferente —dijo, al final.

Con cuidado, me volví para mirarlo. No conseguí disimular mi estremecimiento cuando mis pechos rozaron el suyo. Se le inflaron las narinas y se me aceleró el pulso.

—No he tenido ningún problema con esa mesa. Y me apuesto lo que quieras a que si fuesen Fi o Silver o Max quien atendiera a ese grupo, ahora mismo no estarías teniendo esta conversación.

—Ellas saben arreglárselas si hay problemas.

—¿Y yo no?

—Cielo, te presentaste aquí en un puto vestido de novia con margaritas en la cabeza. Te pones a chillar con un cojín en la boca cuando estás agobiada.

—¿Y eso significa que no sé cuidar de mí misma?

Apoyó una mano en la puerta y recortó el poco espacio que quedaba.

—Necesitas a alguien que lo haga.

—No soy una princesita indefensa en apuros, Knox.

—¿De verdad? ¿Dónde estarías si no te hubiera encontrado en la cafetería? ¿Te habrías quedado con Way en la mierda de caravana de Tina?
No tendrías trabajo, ni coche, ni teléfono.

Estaba a punto de darle un porrazo en la cabeza con la bandeja.

—Me pillaste en un mal día.

—¿Un mal día? No me jodas, Naomi. Si no te hubiera llevado yo al puñetero centro comercial, seguirías sin móvil. Te guste o no, necesitas que alguien se ocupe de ti porque eres demasiado terca como para hacerlo tú sola. Estás demasiado ocupada tratando de cuidar de los demás para cuidar de ti misma.

Sus pectorales me presionaban los pechos y me costaba centrarme en la furia que me bullía en la garganta. Músculos cálidos y duros sobre piel blanda. Tenerlo tan cerca me embriagaba.

—No me vas a besar —enfaticé. Ahora que lo pienso, tal vez fue una advertencia un tanto presuntuosa, puesto que nunca me había besado. Pero, para ser justos, de verdad parecía que quisiera hacerlo.

—Preferiría retorcerte ese cuello tan bonito que tienes ahora mismo — dijo, clavando los ojos en mi boca.

Me humedecí los labios, preparándome para no besarlo de ninguna manera.

El retumbar sordo que salía de su tórax hacía vibrar mi cuerpo mientras bajaba su cabeza hacia la mía. Pero una vibración distinta nos interrumpió.

—Mierda —siseó, y se sacó el móvil del bolsillo—. ¿Qué? —Escuchó y luego soltó una retahíla de expletivos malsonantes—. No dejes que se vaya de la barra. Salgo ahora mismo.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—¿Lo ves? Ese es tu problema —me dijo, señalándome la cara mientras abría la puerta.

—¿Qué?

—Ahora te acabas de preocupar por mí en vez de preocuparte por tu propio pellejo mientras sirves una mesa llena de delincuentes.

—¿Te han dicho alguna vez que eres un dramático? —le pregunté mientras me arrastraba afuera. Con la otra mano, iba escribiendo mensajes en el móvil.

—No, si no tenían ganas de morir. Vamos, Flor. Y, esta vez, dejaré que te ocupes del problema que tengo.

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