Cosas que nunca dejamos atrás

By Anix1781

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Knox prefiere vivir su vida tal y como se toma el café: solo. Pero todo cambia cuando llega a su pueblecito u... More

El peor día de mi vida
Héroe a regañadientes
Una delincuente pequeñita
No te vas a quedar aquí
Un poco de líquido inflamable y una siesta
Espárragos y una escena
Un puñetazo en la cara
La misteriosa Liza J.
Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey
Quebraderos de cabeza
Un demonio de jefe
De vuelta a casa
La cena
Knox se va de compras
El famoso Stef
De hombre a hombre
Cambio de look para todo el mundo
Mucho en juego
Una mano ganadora
Una urgencia familiar
Una disputa y dos balas
Knox, Knox, ¿quién es? 🔞
Una visita inesperada
Lío familiar
Síndrome premenstrual y una abusona
Venganza con ratones de campo
El huerto 🔞
La casa de Knox
El desayuno familiar
Recelo en la biblioteca
El almuerzo y una advertencia
Una patada certera
El novio
Toda la verdad y un final feliz
Allanamiento de morada
Afeitado y corte de pelo
¡Que estoy bien!
Romperse, desmoronarse y seguir adelante
Las consecuencias de ser un idiota
La nueva Naomi
El viejo Knox
Bebiendo de buena mañana
Los niñeros
Discusión en el bar
Tina es lo peor
Desaparecidas
El cambiazo
La caballería
Epílogo: Hora de la fiesta
Epílogo extra:
Nota de la autora Lucy Score
Sobre la autora
¿Segunda parte?

Clases de historia

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By Anix1781

Naomi

Waylay y yo habíamos sobrevivido casi una semana juntas. Me parecía un logro impresionante mientras nuestras vidas seguían en pausa. Todavía no nos habían dicho nada de parte del sistema judicial ni de los servicios de protección de menores. Sin embargo, había molido calabacín y judías verdes y los había incluido en el pastel de carne que había preparado ayer por la noche para pasar desapercibidas al agudo olfato de Waylay Witt, por si acaso alguien nos observaba.

Había hecho dos turnos más en el bar, y las propinas empezaban a ser considerables. Otra ayuda económica importante había sido la llegada de mis tarjetas de crédito y de débito por correo postal. No había conseguido cancelar todos los cobros que había hecho Tina con mi tarjeta de crédito, pero tener acceso a mis escasos ahorros había sido de gran ayuda.

Había sido previsora y había pagado el recibo de la hipoteca a principios de mes, por si durante la luna de miel estaba demasiado loca de felicidad como para tener que preocuparme de pagar recibos. Y, además, el hecho de no tener que pagar un coche ni un seguro comportaba que podía estirar el dinero mucho más. Y, para ganarme el alquiler gratuito, reservé unas cuantas horas para pasarlas en casa de Liza.

—¿Quiénes son? —preguntó Waylay, que señalaba una fotografía enmarcada que había encontrado metida en la parte de atrás de uno de los muebles del comedor.

Aparté los ojos del trapo de polvo y la cera para muebles y la miré. Era la fotografía de un hombre mayor que parecía henchido de orgullo con el brazo alrededor de una pelirroja sonriente ataviada con un birrete y una toga.
Liza, que había dicho varias veces que no le gustaba limpiar, pero aun así insistía en seguirnos de una estancia a la siguiente, miró la foto como si la viera por primera vez. Inspiró lentamente y de forma entrecortada.

—Son… Eh… Mi marido, Billy, y nuestra hija, Jayla.

Waylay abrió la boca para seguir preguntando, pero la interrumpí:

presentía que Liza no quería seguir hablando de miembros de su familia que hasta ahora no había ni mencionado. Había una razón por la que esta casa tan grande se cerrara y se aislara del resto del mundo. Y algo me decía que la razón aparecía en esa fotografía.

—¿Tienes planes para este fin de semana, Liza? —pregunté mientras le indicaba que no con la cabeza a Waylay.

Liza dejó el marco bocabajo sobre la mesa.

—¿Planes? ¡Ja! —rebufó—. Si hago lo mismo cada puñetero día. Salgo de la cama y me pongo a trastear. Todo el día, uno tras otro, tanto dentro como fuera.

—¿Y qué vas a trastear este fin de semana? —preguntó Waylay.

Con disimulo, le hice un gesto con los pulgares hacia arriba a Waylay para que Liza no lo viera.

—El jardín necesita un poco de atención. No os deben de gustar los tomates, ¿no? Porque me salen por las orejas.

—A Waylay y a mí nos encantan los tomates —respondí mientras mi sobrina simulaba que vomitaba.

—Pues hoy volveréis a casa con las manos llenas —decidió Liza.

•••

—Que me parta un rayo. Has sacado la costra quemada de los fogones — observó Liza dos horas más tarde. Estaba inclinada sobre la cocina mientras yo estaba sentada en el suelo, con las piernas estiradas.

Estaba sudando y me daban calambres en los dedos de frotar con energía. Pero los progresos eran innegables. Los platos que antes se amontonaban, ahora estaban limpios y guardados, y la cocina refulgía en negro por los cuatro costados. Había recogido todos los papeles, cajas y bolsas que había en la isla y le había encomendado a Liza la tarea de separarlo según si era para conservar o para tirar. La pila de conservar era cuatro veces mayor que la de tirar, pero seguía contando como progreso.

Waylay contribuía al progreso de la casa según sus capacidades, también. En cuanto hubo arreglado el errático libro electrónico que se había comido todas las descargas de Liza y una impresora que había perdido la conexión wifi, Liza le había dado una vieja Blackberry que yo había encontrado en el cajón que había junto al fregadero. Si Waylay era capaz de devolverla a la vida, Liza dijo que me la podía quedar. ¿Un teléfono gratis con un número que ninguno de mis antiguos contactos tenía? Era perfecto.

—Me muero de hambre —anunció Waylay, y se echó dramáticamente sobre la encimera, ahora limpia y visible. Cachondo, el beagle, se puso a ladrar para enfatizar la gravedad del hambre de mi sobrina. Minina, la pitbull, estaba profundamente dormida en medio del suelo, con la lengua colgando.

—Pues a comer —dijo Liza, con una palmada.
Al oír «comer», ambos perros y mi sobrina le dedicaron toda su atención.

—Claro que no me voy a poner a cocinar aquí. No ahora, que parece como nueva —añadió Liza—. Nos vamos al Dino’s. Invito yo.

—Me encanta la pizza de peperoni que hacen —exclamó Waylay, que se irguió enseguida.

—Sí, me comería una entera —coincidió Liza, y se remangó los pantalones.

Me gustaba ver a mi sobrina a gusto con una adulta, pero me habría gustado ser yo la persona con la que compartía su gusto por el peperoni. No conseguía librarme de la sensación de que estaba suspendiendo el examen de una asignatura a la que me había olvidado de asistir durante todo el semestre.

•••

Me quité la ropa que había llevado puesta para limpiar y me puse un vestido de tirantes, y, entonces, Liza nos llevó hasta el pueblo en su viejo Buick, que se arrastraba como una carroza del desfile de Acción de Gracias de Macy’s. Lo metió en un espacio para aparcar que quedaba libre delante de una fachada que tenía un toldo naranja. El cartel del escaparate rezaba «Dino’s Pizza».

Unas puertas más allá había algún tipo de peluquería o barbería, con una fachada de ladrillo pintado de color azul oscuro. Había un surtido de botellas de whisky y cactus en tiestos de arcilla que creaban un escaparate muy llamativo.
Cuando salimos del coche, un par de moteros salieron de la pizzería y se dirigieron hacia dos Harleys. Uno de ellos me guiñó un ojo y me sonrió.

—No es Tina —le gritó Liza.

—Ya lo sé —le contestó el otro—. ¿Cómo te va, la que no es Tina?

Bueno, al menos el hecho de que yo no era mi hermana empezaba a calar entre la gente. Pero no me gustaba que me llamaran «la que no es Tina». Hice adiós con la mano, incómoda, y di un empujoncito a Waylay para que avanzara por delante de mí hasta la puerta del restaurante con la esperanza de que eso de llamarme así no cuajara.

Liza hizo caso omiso del cartel «Esperen a que los acompañemos hasta la mesa» y se metió en una mesa de banco corrido. Waylay la siguió mientras yo vacilaba, esperando que alguien nos autorizara.

—Enseguida estoy con vosotras —dijo el chico que había detrás del mostrador.

Aliviada, me metí en el banco junto a Waylay.

—Bueno, ¿qué te ha parecido Knockemout por ahora? —me preguntó Liza.

—Ah, eh… Es muy acogedor —dije mientras leía detenidamente la lista de ensaladas que había en el menú—. ¿De dónde viene el nombre del pueblo?

—No sé si hay una historia oficial. Pero Knockemout debe de venir de knock, en el sentido de dar de puñetazos, y sí que dicen que en este pueblo siempre se han solucionado las diferencias con una buena pelea. Nada de que los conflictos se alarguen en los tribunales ni de meter de por medio a ningún abogado estirado. Aquí, si alguien te hace algo malo, le das una buena tunda, y en paz. Así de rápido y sencillo.

—No es así como todo el mundo soluciona un problema —le inculqué a Waylay.

—No sé… Es muy placentero darle un puñetazo en la cara a alguien — musitó mi sobrina—. ¿Lo has hecho alguna vez?

—La violencia física nunca es la respuesta —insistí.

—Tal vez tu tía tenga razón —intervino Liza—. Mira mis nietos. Hay cosas que no se solucionan con un par de puñetazos.

—Knox le hizo una llave a Nash —dijo Waylay.

—¿Dónde está el camarero? —pregunté, sin dirigirme a nadie en concreto.

—Me lo creo —le dijo Liza a Waylay.

—¿Por qué se pelean? —preguntó mi sobrina.

—Esos chicos son más tercos que una mula y siempre se están peleando.

—Yo he oído que era por una mujer.

Di un salto cuando la camarera se inclinó sobre la mesa para dejarnos servilletas y pajitas.

—¿Y qué mujer será, Neecey? —le preguntó Liza.

—Yo solo digo lo que he oído.

—Visto que todo el mundo sabe que Knox no ha salido con ninguna chica de este pueblo desde el instituto… ¿Te acuerdas de que Jilly Aucker se mudó a Canton solo para ver si al cambiar de código postal él reaccionaba?

—Sí. Y entonces conoció a ese leñador y tuvo cuatro niños con él — respondió Neecey.
No quería que me interesara esta información tan concreta, pero no pude evitarlo.

—Yo solo repito lo que he oído. Es una pena que ninguno de esos dos haya sentado nunca la cabeza. —Neecey se colocó bien las gafas e hizo reventar el chicle—. Si tuviera veinte años menos, terminaría su enemistad ofreciéndome yo misma para que me compartieran.

—Estoy segura de que tu marido tendría algo que decir al respecto.

—Vin se queda dormido en el sofá cinco noches de siete cada semana desde hace diez años. Y en mi casa, oveja que bala, pierde bocado. Tú debes de ser la que no es Tina —dijo la camarera—. Me han dicho que Knox y tú os peleasteis a gritos en la cafetería y el Honky Tonk, y que entonces él se disculpó, pero tú le partiste una silla en la cabeza y le tuvieron que poner seis puntos.

Me quedé sin habla. Waylay, en cambio, se echó a reír a carcajadas.

Desde luego, en este pueblo les encantaba chismorrear. Con rumores como estos, no me sorprendía que no hubiera sabido nada todavía de la asistente social. A este paso, seguro que ya estaban preparando la orden para arrestarme.

—Te presento a Naomi y a su sobrina, Waylay —anunció Liza.

—Y no partí ninguna silla en la cabeza de nadie, por mucho que se lo mereciera. Soy una adulta muy responsable —le dije a Neecey, con la esperanza de que difundiera este rumor.

—Ah, lástima —repuso.

—¿Me dais un dólar para poner algo de música? —preguntó Waylay, que señaló la gramola que había en un rincón, después de haber hecho el pedido.
Antes de poderle responder, Liza le dio un billete de cinco dólares arrugado.

—Pon algo de country. Lo echo de menos.

—¡Gracias! —Waylay le arrancó el billete de la mano y se dirigió hacia la gramola.

—¿Por qué ya no escuchas música country? —le pregunté.

Reapareció la misma expresión que había puesto cuando Waylay le había preguntado por la fotografía. Una mezcla de nostalgia y tristeza.

—Mi hija era la que siempre la ponía. La ponía en la radio por la mañana, por la tarde y por la noche. Enseñó a los chicos a bailar country antes de que aprendieran a caminar.

Había mucho pasado en esas oraciones. En un arrebato, le agarré la mano y se la estreché. Volvió al presente, me miró y, a su vez, me estrechó la mano antes de zafarse.

—Hablando de la familia, mi nieto ha demostrado que le interesas.

—Nash ha sido muy servicial desde que llegué al pueblo —respondí.

—No hablo de Nash, tontaina. Hablo de Knox.

—¿De Knox? —repetí, segura de no haberla oído bien.

—Sí, ¿ese alto, con tatuajes, que vive cabreado con el mundo?

—No ha demostrado que le interese, Liza. Ha demostrado que me desprecia, le doy asco y no me soporta. —También me había revelado de una forma un tanto agresiva que a su cuerpo le resultaba atractivo mi cuerpo, pero que al resto de él le daba asco.

Estalló en carcajadas.

—Me juego lo que sea a que eres la definitiva.

—¿La definitiva para qué?

—La definitiva que hará que se replantee su vida de soltero. Me apuesto lo que sea a que eres la primera mujer de este pueblo con la que va a salir en más de veinte años. Y con «salir» me refiero a… Alcé el menú para cubrirme el rostro.

—Sé a lo que te refieres, pero estás muy pero que muy equivocada.

—Es un buen partido —insistió—. Y no solo por la lotería.

Estaba segura al cien por cien de que me estaba tomando el pelo.

—¿Knox ha ganado la lotería? —pregunté con sequedad.

—Once millones. Hará un par de años.

Pestañeé.

—Lo dices en serio, ¿verdad?

—Tan en serio como en un juicio. Y Knox no se comportó como uno de esos que después de ganarla se compran una mansión enrome y tropecientos mil coches. Es más rico ahora que cuando cobró el dinero —dijo, orgullosa.

Pero si el tío llevaba unas botas más viejas que Waylay y vivía en una cabaña que era propiedad de su abuela. Pensé en Warner y en su familia, que bien sabía que no tenían once millones de dólares, pero se comportaban como si fueran la crème de la crème.

—Pero si siempre está tan… de mal humor.

Liza sonrió.

—Supongo que no es más que un ejemplo de que el dinero no compra la felicidad.

•••

Estábamos hincándole el diente a una pizza de peperoni grande y a una ensalada (técnicamente, yo era la única que tenía ensalada en el plato) cuando la puerta del restaurante se abrió y entró Sloane, la bibliotecaria, acompañada de una niña.
Ese día, Sloane llevaba una falda larga teñida que le acariciaba las rodillas y una camiseta ceñida con puños. Llevaba el pelo suelto; parecía una cortina larga y dorada que se movía con la misma fluidez que la falda.

La niña que la seguía era un angelito mofletudo de piel oscura, ojos marrones y analíticos y el pelo recogido en un moñito alto.

—¡Eh, Sloane! —la saludé con la mano.

Los labios rojos de la bibliotecaria se curvaron en una sonrisa y giró la cabeza hacia la niña que la seguía.

—Bueno, pero si son Liza, Naomi y Waylay. Chloe, ¿conoces a Way?—preguntó Sloane.

La niña se dio unos golpecitos en la barbilla con un dedo que lucía una uña pintada de rosa y purpurina.

—El almuerzo del segundo turno lo hacíamos juntas el año pasado, ¿verdad? Te sentabas con Nina, la bajita de pelo corto, no la alta con mal aliento. Es maja, pero no se cepilla bien. Este año me ha tocado en la clase de la señora Felch, y estoy enfadada porque todo el mundo dice que es una señora mala y me han dicho que ahora es incluso más mala porque ella y su marido se van a divorciar.

Me di cuenta de que Waylay observaba a Chloe con un interés comedido.

—¡Chloe! —Sloane parecía tan divertida como avergonzada.

—¿Qué? Yo solo repito lo que me han dicho de buena fuente. ¿En qué clase te ha tocado a ti? —le preguntó a Waylay.

—En la de la señora Felch —respondió esta.

—Sexto va a ser muy guay aunque tengamos a la mala de la señora Felch, porque cambiaremos de clase y de profesores para ciencia, arte, educación física y matemáticas. Y, además, Nina, Beau y Willow van a la misma clase que nosotras —prosiguió Chloe—. ¿Sabes ya qué te vas a poner el primer día? Yo no sé si vestirme toda de rosa o de rosa y blanco.

Qué torrente de palabras de una persona tan pequeñita.

—Si alguna vez queréis saber algo sobre alguien, preguntádselo a mi sobrina Chloe —comentó Sloane con expresión divertida.

Chloe sonrió y se le formó un hoyuelo en una mejilla.

—No me dejan ir a ver a la tía Sloane a la biblioteca porque dice que hablo demasiado. Yo no creo que hable demasiado, lo que pasa es que tengo mucha información que debe darse a conocer al público general.

Waylay observaba a Chloe con el trozo de pizza colgando de la boca.

Había pasado mucho tiempo de la época en la que iba al instituto y me había relacionado con la chica guay. Pero Chloe tenía pinta de ser la chica guay, sin ninguna duda.

—Deberíamos decirle a nuestras madres, o bueno, a tu tía y a mi madre o a mi tía, de quedar un día. ¿Te gusta pintar o salir a caminar? ¿O hacer pasteles?

—Eh… —dijo Waylay.

—Bueno, ya me lo dirás en el colegio —intervino Chloe.

—¿Gracias? —pronunció Waylay con voz ronca.

Se me ocurrió entonces que si los del supermercado trataban a Waylay con tanta hostilidad, no debía de tener muchos amigos en la escuela. Al fin y al cabo, no costaba mucho imaginar que las madres no debían de querer que sus hijas trajeran a casa a la hija de Tina Witt.
Me vino una ráfaga de inspiración.

—Oye, vamos a organizar una cenita el domingo. ¿Queréis venir las dos?

—¿Mi día de fiesta y encima no tendré que cocinar? Me apunto —dijo Sloane—. ¿Y tú, Chloe?

—Necesito comprobar mi agenda y os diré algo. Tengo una fiesta de cumpleaños y clase de tenis el sábado, pero creo que el domingo lo tengo libre.

—¡Perfecto! —exclamé. Waylay me echó una mirada que me hizo pensar que tal vez había parecido un poco desesperada.

—Muy bien. Vamos a recoger el pedido para llevar antes de que se nos enfríe —sugirió Sloane, y dirigió a Chloe hacia el mostrador.

—Madre mía, qué piquito tiene esa niña —observó Liza. Me miró—. Bueno, ¿y cuándo ibas a invitarme a esa cena?

—Eh… ¿qué tal ahora?

Nos terminamos la pizza y yo, además, la ensalada, y Liza se encargó de pagar la cuenta como si fuera la santa patrona de las inquilinas temporalmente en bancarrota. Salimos a la calle y nos recibió el bochorno de Virginia. Pero Liza se encaminó en dirección opuesta a la del coche, al edificio que había en la esquina, y dio unos golpes en el escaparate de cristal del Whiskey Clipper.
Waylay hizo lo propio y ambas se pusieron a saludar con la mano.

—¿Qué hacéis? —pregunté mientras me acercaba corriendo.

—Knox es el propietario de esto también, y hace de barbero —anunció Liza con un deje de orgullo.

Ataviado en su uniforme habitual de vaqueros desgastados, camiseta ceñida y las viejas botas de motorista, Knox Morgan estaba de pie detrás de una de las sillas de la peluquería pasando una navaja de afeitar por la mejilla de un cliente. Llevaba un organizador de cuero a modo de delantal colgado de las caderas, con tijeras y otras herramientas en los múltiples bolsillos.
Nunca un barbero había sido mi fetiche. Ni siquiera sabía si era un fetiche al uso. Pero mientras contemplaba cómo trabajaban esas manos hábiles, noté el molesto palpitar del deseo que se avivaba bajo el vientre lleno de pizza.

Sus ojos se encontraron con los míos y, durante unos segundos, tuve la sensación de que el escaparate se había diluido. Su campo gravitatorio me atraía en contra de mi voluntad.
Era como si compartiéramos un secreto que solo conocíamos los dos. Sabía en qué estar pensando y por qué me iba a odiar a mí misma esa noche, cuando me estirara en la cama.

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