Cosas que nunca dejamos atrás

Od Anix1781

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Knox prefiere vivir su vida tal y como se toma el café: solo. Pero todo cambia cuando llega a su pueblecito u... Viac

El peor día de mi vida
Héroe a regañadientes
Una delincuente pequeñita
No te vas a quedar aquí
Un poco de líquido inflamable y una siesta
Espárragos y una escena
Un puñetazo en la cara
La misteriosa Liza J.
Micción en el patio y el sistema de clasificación decimal de Dewey
Un demonio de jefe
De vuelta a casa
Clases de historia
La cena
Knox se va de compras
El famoso Stef
De hombre a hombre
Cambio de look para todo el mundo
Mucho en juego
Una mano ganadora
Una urgencia familiar
Una disputa y dos balas
Knox, Knox, ¿quién es? 🔞
Una visita inesperada
Lío familiar
Síndrome premenstrual y una abusona
Venganza con ratones de campo
El huerto 🔞
La casa de Knox
El desayuno familiar
Recelo en la biblioteca
El almuerzo y una advertencia
Una patada certera
El novio
Toda la verdad y un final feliz
Allanamiento de morada
Afeitado y corte de pelo
¡Que estoy bien!
Romperse, desmoronarse y seguir adelante
Las consecuencias de ser un idiota
La nueva Naomi
El viejo Knox
Bebiendo de buena mañana
Los niñeros
Discusión en el bar
Tina es lo peor
Desaparecidas
El cambiazo
La caballería
Epílogo: Hora de la fiesta
Epílogo extra:
Nota de la autora Lucy Score
Sobre la autora
¿Segunda parte?

Quebraderos de cabeza

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Od Anix1781

Knox

Tenía un humor de perros después de no haber dormido una mierda. Y de ambas cosas tenía la culpa doña Naomi Floricienta Witt. Después de pasarme la mitad de la noche dando vueltas de un lado para otro, me había levantado para sacar a Waylon de madrugada, empalmado gracias al sueño que estaba teniendo protagonizado por la boca de la listilla de mi vecina bajándome por la polla con el tipo de ruidos con los que los hombres fantasean.

Era la segunda noche de descanso que me arruinaba, y si no conseguía sacármela de la cabeza, no sería la última. A mi lado, sentado en el asiento del copiloto, Waylon manifestó su propio agotamiento con un sonoro bostezo.

—Yo también, chico —le dije mientras aparcaba el coche y me quedaba mirando el escaparate.

La paleta de colores (azul marino y un ribete granate) no debería haber quedado bien. Me había parecido una estupidez cuando Jeremiah me lo había sugerido, pero, de alguna forma, hizo que el ladrillo quedara más elegante y que el Whiskey Clipper destacara entre el resto.

Estaba apretujado entre una tienda de tatuajes que cambiaba de manos más rápido que las fichas de póker y el toldo naranja fosforescente del Dino’s Pizza. No abrían hasta las once, pero ya se olía el ajo y la salsa de tomate.

Hasta hacía unos años, la peluquería había sido una institución en ruinas en Knockemout. Con un poco de la visión de mi socio, Jeremiah, y mucho capital (mío), habíamos conseguido devolver al Whiskey Clipper al siglo veintiuno y lo habíamos transformado en una mina de oro en el pueblo.

Ahora, reconvertido en una peluquería moderna, no solo era la barbería de los viejos que se habían criado aquí. Atraía clientela que estaba dispuesta a sortear el tráfico de Virginia del Norte desde el centro de Washington D. C. por el servicio y el rollo que tenía nuestro establecimiento.

Tras dar un bostezo, ayudé al perro a salir de la camioneta y nos dirigimos hacia la puerta. El interior era tan llamativo como la fachada. La estructura del espacio era de ladrillo a la vista, plafones de metal y hormigón tintado. Le habíamos añadido cuero, madera y vaquero.

Junto al mostrador de aspecto industrial había una barra con estantes de cristal con casi una docena de botellas de whisky. También servíamos café y vino. Las paredes estaban decoradas con fotografías en blanco y negro enmarcadas que subrayaban la ilustre historia de Knockemout.

Detrás de los sofás de cuero en la zona de recepción, había cuatro sillas para cortar el pelo ante grandes espejos redondos. En la pared trasera estaban el baño, las picas para lavar y los secadores.

—Buenos días, jefe. Has llegado pronto. —Stasia, diminutivo de Anastasia, tenía la cabeza de Browder Klein en una de las picas.

Gruñí y me fui directo a la cafetera que había junto al whisky. Waylon se subió al sofá junto a una mujer que estaba disfrutando de un café con Bailey’s.

El hijo adolescente de Stasia, Ricky, hacía girar la silla de recepción a un ritmo constante hacia un lado y hacia el otro. Entre apuntar las citas y cobrar a los clientes, se dedicaba a jugar a una chorrada de juego de su teléfono.

Jeremiah, mi socio y amigo desde hacía años, alzó los ojos de la sien que estaba afeitando de un cliente que llevaba un traje y unos zapatos de cuatrocientos dólares.

—Estás hecho mierda —observó.

Jeremiah lucía un pelo denso, oscuro y rebelde largo, pero llevaba la cara bien rasurada. Tenía un tatuaje que le cubría medio brazo y un Rolex.

Se hacía la manicura cada dos semanas y se pasaba los días de fiesta trasteando las motos de motocross con las que a veces hacía carreras. Salía tanto con hombres como con mujeres, un hecho que a sus padres les parecía bien pero por lo que su abuela libanesa aún rezaba cada domingo en misa.

—Gracias, imbécil. Yo también me alegro de verte.

—Siéntate —me dijo y con la maquinilla señaló la silla vacía que había a su lado.

—No tengo tiempo para que me repases con tus comentarios. —Tenía cosas que hacer, papeleo que me causaba molestias y mujeres en las que no pensar.

—Y yo no tengo tiempo para que eches por tierra el rollo de nuestro establecimiento con esa pinta de no haberte molestado ni en pasarte un cepillo ni en ponerte un poco de bálsamo en esa barba que llevas.

A la defensiva, me pasé la mano por el mentón.

—A nadie le importa qué pintas lleve.

—A nosotras nos importa —terció la mujer con el café con Bailey’s.

—Di que sí, Louise —soltó Stasia, y me dirigió una de sus miradas de madre.

Browder se puso en pie y me dio unas palmadas en la espalda.

—Tienes cara de cansado y bolsas bajo los ojos. ¿Problemas con alguna mujer?

—He oído que tuviste varios encontronazos con la que no es Tina — dijo Stasia con aire inocente mientras hacía gestos a Browder para que se sentara en su silla. Había una cosa que a Stasia y Jeremiah les gustaba mucho más que un buen pelo: un buen cotilleo.

«La que no es Tina. Fantástico».

—Se llama Naomi.

—Ahhh… —entonaron todos a coro.

—No os soporto.

—Eso no es verdad —me contradijo Jeremiah con una sonrisa mientras terminaba el afeitado.

—Vete a la mierda.

—No te olvides de que tienes un corte a las dos y una reunión de personal a las tres —me dijo Stasia mientras me iba.

Solté una maldición de camino a mi guarida. Yo me ocupaba de la parte comercial, de forma que mi lista de clientes era más corta que la de Jeremiah o la de Anastasia. Creía que, a estas alturas, habría ahuyentado a la mayor parte de mis clientes por culpa de mis caras de pocos amigos y mi poca predisposición a hablar. Pero resultaba que había gente a quien les gustaba que un cretino les cortara el pelo.

—Me voy al despacho —solté, y oí el golpe sordo que hizo Waylon al descender del sofá y el repiqueteo de sus uñas sobre el suelo al seguirme.

Ya era el propietario del Honky Tonk cuando este edificio salió al mercado. Se lo compré a un promotor inmobiliario de Baltimore que calzaba mocasines lustrosos y que quería convertirlo en una franquicia de bares deportivos y en un puñetero estudio de pilates.

Ahora el edificio albergaba mi bar, la peluquería y tres pisos para morirse en la planta superior. Y uno de ellos se lo alquilaba al imbécil de mi hermano.

Pasé por delante del baño y la minicocina del personal en dirección a la puerta que tenía el cartel de «Solo personal». Dentro había un almacén con estanterías y todas las chorradas necesarias para llevar una buena peluquería. En la pared de un lado había una puerta desnuda.

Waylon me alcanzó mientras rebuscaba las llaves. Era el único que tenía permitido entrar en mi sanctasanctórum. Yo no era de esos jefes que decían «la puerta siempre está abierta». Si tenía que reunirme con alguien de la plantilla, usaba la oficina del gerente o la sala de descansos.

Me metí en el estrecho pasillo que unía la peluquería con el bar y pulsé el código de entrada en el teclado numérico de la puerta de mi despacho.

Waylon se metió corriendo en cuanto la abrí.
Era un sitio pequeño y práctico, con paredes de ladrillo y las cañerías a la vista en el techo. Había un sofá, una nevera pequeña y un escritorio sobre el que descansaba un ordenador de última tecnología con dos monitores del tamaño de dos marcadores.

Una docena de fotos enmarcadas y colgadas en las paredes creaban un collage irregular de lo que había sido mi vida. Salía Waylon siendo un cachorro, cuando se tropezaba con sus propias orejas. Salíamos Nash y yo de niños, sin camiseta, desdentados y con bicicletas de montaña en una. De adultos en otra, montados en moto, en busca de la aventura que nos deparara la carretera.

Los dos nos convertimos en tres con la suma de Lucian Rollins. Ahí, en una pared que nadie más veía, había una progresión temporal fotográfica de cómo habíamos crecido como hermanos: con la nariz sangrando, tras pasar el día en el arroyo, y luego más interesados en los coches, las chicas y el fútbol americano; hogueras y partidos los viernes por la noche; las graduaciones, las vacaciones, las inauguraciones.

Madre mía, nos hacíamos mayores. El tiempo seguía adelante. Y, por primera vez, me atenazó la culpabilidad de que Nash y yo ya no nos cubríamos las espaldas. Tan solo era un ejemplo más de que las relaciones no duraban para siempre.

Mi vista se detuvo en uno de los marcos más pequeños. La foto estaba más apagada que el resto. Salían mis padres, abrigados en una tienda de campaña. Mamá sonreía a la cámara, embarazada de uno de los dos. Papá la miraba como si la hubiera estado esperando toda su vida. Parecían emocionados ante la aventura de pasar la vida juntos.

No la tenía ahí por nostalgia. Era un recordatorio de que no importaba lo bien que fueran las cosas en un momento determinado: tarde o temprano, iban a empeorar hasta que lo que otrora había parecido un futuro brillante y precioso, quedara irreconocible.

Waylon se desinfló con un suspiro, estirado sobre su cama.

—Yo también —le dije.

Me dejé caer en la silla del escritorio y encendí el ordenador, listo para gobernar mi imperio.

Hacer campañas de publicidad en las redes sociales para el Whiskey Clipper y el Honky Tonk encabezaban la lista de tareas que tenía pendientes para hoy. Llevaba tiempo escaqueándome porque me fastidiaba. El crecimiento disfrazado de cambio era, por desgracia, un mal necesario.

Sin ninguna lógica, arrastré los anuncios a la parte de debajo de la pila y me enfrenté al horario del Honky Tonk de las próximas dos semanas. Había un hueco. Me rasqué la nuca y llamé a Fi.

—¿Qué hay, jefe? —me preguntó. Alguien a su lado soltó un gruñido escandaloso.

—¿Dónde estás?

—En una sesión de jiu-jitsu familiar. Acabo de hacerle una llave a Roger y aún se está buscando los riñones.

La familia de Fi era un cóctel de rarezas, pero a todos parecía gustarles más la vida así.

—Mi más sentido pésame por los riñones de Roger. ¿Por qué hay un hueco en el horario de las camareras?

—Chrissie lo dejó la semana pasada, ¿te acuerdas?

Me sonaba vagamente una camarera que se iba pitando cada vez que yo salía de la oficina.

—¿Por qué lo dejó?

—Porque la cagaste de miedo. Le dijiste que era una cazafortunas patosa y que renunciara a casarse con un rico porque incluso a los ricos les gusta que la cerveza les llegue fría.

Me sonaba. Vagamente.
Gruñí.

—¿Y quién la va a sustituir?

—Ya he contratado a una chica nueva. Empieza hoy.

—¿Tiene experiencia o es otra Crystal?

—Chrissie —me corrigió Fi—. Y, a menos que quieras empezar tú a ocuparte de contratar a las nuevas, te sugiero que te relajes y me digas que soy una crack en mi trabajo y que confías en mi criterio.

Me aparté el teléfono de la oreja cuando Fi soltó un «¡Hi-ya!» ensordecedor.

—Eres una crack en tu trabajo y confío en tu criterio —farfullé.

—Así me gusta. Y ahora, si me disculpas, tengo que darle una buena tunda a mi hijo delante de su amorcito.

—Trata de no hacerle mucha sangre. Limpiarla es una putada.

Waylon soltó un ronquido desde el suelo. Con un lápiz escribí «chica nueva» en los turnos vacíos y pasé a los pagos de proveedores y otras chorradas de papeleo.

Tanto el Whiskey Clipper como el Honky Tonk tenían un crecimiento sostenido, y dos de los tres pisos que alquilaba me suponían unos ingresos adicionales. Estaba satisfecho con los números: significaban que había conseguido hacer lo imposible y había convertido un golpe de suerte en un futuro sólido. Entre los negocios y las inversiones, había cogido un dinero caído del cielo y lo había convertido en un flujo de dinero consolidado.

Me hacía sentir bien, incluso a pesar de no haber descansado esa noche.

Y ahora que ya no me quedaba nada más por hacer, abrí Facebook a regañadientes. La publicidad ya era mala de por sí, pero ¿una publicidad que te exigía tener presencia en las redes sociales, que te presentaba a millones de desconocidos que solo daban el coñazo? Era una mierda como una catedral.

Seguro que Naomi tenía Facebook. Seguro que le gustaba, y todo.

Sin pensar, mis dedos teclearon Naomi Witt en el buscador antes de que mi parte centrada y racional pudiera ponerle freno.

—Vaya.

Waylon alzó la cabeza, burlón.

—Solo estoy comprobando qué vida tiene nuestra vecina, no sea que se dedique a las ventas piramidales o esté estafando a alguien fingiendo ser la gemela —le dije.

Satisfecho al saber que lo salvaría de cualquier posible amenaza que aguardara en las redes sociales, Waylon se volvió a dormir con ronquidos atronadores.

La mujer, sin duda, nunca había oído hablar de los ajustes de privacidad.

Se podía saber mucho de ella a partir de las redes sociales. Tenía fotos del trabajo, de las vacaciones, escapadas con la familia. Y todas sin Tina, me di cuenta. Corría cinco kilómetros por causas benéficas y recaudaba fondos para pagar las facturas del veterinario de algunos vecinos. Vivía en una casa bonita que, al menos, era el doble de grande que la cabaña.

Había ido a reencuentros del instituto y de la universidad, y estaba espectacular en todos ellos.
Las fotografías confirmaron mi teoría de que había sido animadora. Y alguien del comité que se ocupaba del anuario debió de ser fan suyo, porque parecía que su último año entero del instituto se lo habían dedicado a ella.

Pestañeé ante las cuatro fotos de Naomi y Tina. Era innegable que eran gemelas. Igual que era innegable que, bajo la piel, eran mujeres muy distintas.

Ahora ya estaba enganchado. No había forma de dejar de espiarla en redes, sobre todo cuando lo único que me quedaba por hacer era un aburrimiento, así que seguí investigando.

Tina Witt se había esfumado del reino digital tras la graduación del instituto. No salía sonriendo con la toga y el birrete. Y menos junto a una joven Naomi que lucía los cordeles de honor.

Por aquel entonces, ya debía de tener antecedentes penales. Y, aun así, Naomi rodeaba a su hermana por la cintura con una sonrisa tan ancha que valía para las dos. Me habría apostado lo que fuera a que había hecho todo lo posible por ser la buena, la que no causaba ningún problema, la que no provocaba noches en vela a sus padres. Me pregunté cuántas cosas de la vida se habría perdido malgastando tanto tiempo en portarse bien.

Seguí tirando del hilo de Tina y descubrí un rastro de juicios por delitos menores en el distrito de Pensilvania y después en Nueva Jersey y en Maryland. Conducir bajo los efectos del alcohol, posesión de drogas, no pagar el alquiler. Había estado en prisión hacía unos doce años. No mucho tiempo, pero el suficiente como para haberle enseñado algo. El suficiente como para que fuera madre al cabo de menos de un año y se mantuviera lejos de la policía.

Volví al Facebook de Naomi y me detuve en una fotografía de su época adolescente. Tina ponía mala cara, de brazos cruzados, junto a su hermana, mientras sus padres sonreían de oreja a oreja detrás de las dos. No sabía qué ocurrió de puertas adentro. Pero sí que sabía que, a veces, una semilla podrida no era más que una semilla podrida. Daba igual el campo en el que se la plantara y lo mucho que se la cuidara: algunas salían podridas.

Tras echar un vistazo al reloj, me di cuenta de que me quedaba poco tiempo antes del cliente de las dos, lo que significaba que debería volver a ocuparme de las campañas publicitarias.
Sin embargo, a diferencia de Naomi, no me gustaba preocuparme por lo que «debía» hacer. Tecleé su nombre en el buscador y me arrepentí al instante.

«Warner Dennison III y Naomi Witt se han prometido».

El tal Dennison parecía el típico gilipollas que quedaba para jugar al golf y que siempre tenía una anécdota que superaba la del resto. Que sí, que sería el vicepresidente de vete a saber tú qué. Pero en una empresa que tenía el mismo nombre que su apellido. Dudaba que se hubiera ganado su cargo rimbombante. A juzgar por la expresión de Naomi de esta mañana, el estirado de Warner nunca había echado una meada en plena naturaleza.

Naomi estaba de infarto, además de feliz en la foto formal del anuncio.

Por no sabía qué razón, eso me irritó. ¿Qué me importaba a mí si le gustaban los hombres que llevaban pantalones de traje? Mi vecina no era asunto mío. Les había encontrado un techo a ella y a Way; lo que ocurriera a partir de ahora era cosa suya.

Cerré la ventana que tenía abierta en la pantalla. Naomi Witt ya no existía para mí. Eso me hizo sentir bien.

El móvil, que tenía sobre la mesa, se puso a vibrar y Waylon alzó la cabeza de golpe.

—¿Sí? —respondí.

—Vernon ha llegado. ¿Quieres que lo empiece a preparar? —se ofreció Jeremiah.

—Ofrécele un whisky. Ahora salgo.

—De acuerdo.

—¡Aquí está! —exclamó Vernon Quigg cuando volví al establecimiento. Este marine jubilado medía metro ochenta y dos, tenía setenta años y lucía orgulloso un bigote de morsa impecable.

Yo era la única persona que tenía permitido acercarse a ese bigote con unas tijeras. Era tanto un honor como un fastidio, porque al hombre no había cosa que le gustara más que un cotilleo recién salido del horno.

—Buenas tardes, Vernon —le dije mientras le ataba la capa alrededor del cuello.

—He oído que ayer te peleaste con la que no es Tina en el Café Rev — comentó en tono alegre—. Se ve que son calcadas.

—A mí me han dicho que es completamente distinta de su hermana — comentó Stasia, que se dejó caer en la silla vacía de al lado.

Agarré el peine y apreté los dientes.

—Pues yo he oído que Tina tiene una orden de detención y que la que no es Tina la ha ayudado a escapar —metió baza Doris Bacon, la propietaria del Cuadras Bacon, una granja que tenía fama de criar una carne de caballo espectacular.

«No me jodas».

Pokračovať v čítaní

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