50. Aviones de papel que no vuelan

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Y ahí estábamos, en una dolorosa despedida, algunos rostros se negaban en rotundo a aceptar el adiós de Louis. Aunque yo quería creer que volvería a verlo de nuevo —y estaba casi segura que así sería—, mis ojos me traicionaron en unas gruesas, saladas y fluidas lágrimas.

Era impresionante la cantidad de gente que estaba reunida sólo para despedir a una persona, pero Louis siempre fue amable y amigable hacia todo tipo de personas, no era de sorprender que unas veinte se tomaran la molestia de viajar casi cuarenta minutos en auto sólo para darle un abrazo y agitar la mano hasta que el avión se hubo alejado.

Cinco minutos, faltaban cinco minutos para abordarlo.

Amontonados sin orden alguno, Louis se despedía de cada uno, dedicando unas últimas palabras y una despedida lo suficientemente larga y sincera para recordar hasta el momento en el que nos volviéramos a encontrar.

Por más que supiera que ese era el inicio de algo nuevo y diferente para él, una oportunidad nueva, renovada, el inicio de nuevas experiencias; no dejaba de saberme mal la boca de la acidez que mi estómago producía al presenciar y vivir un sentimiento tan pesado como aquello.

Liz, a mi lado, luchaba por no soltar a llorar, insistente en su dicha de que Louis la recordara sonriente mientras se despedía desde el avión. Anteriormente había escuchado a Seth y Louis compartir la idea de que Liz era una chica en extremo fuerte, y en efecto así era. Despidiéndose de su propio primo con quien compartiese toda una vida, el hermano que nunca tuvo, y no parecía derramar ni una lágrima. Supe que por dentro el nudo que se tensaba cada vez más en su cuello no terminaría por romperse cuando al fin su primo hubiese marchado.

El murmullo de un aeropuerto a medio día, el sol iluminando fuertemente nuestros rostros a través del cristal donde podíamos ver sin problemas el avión que pronto Louis arribaría. Las siluetas oscuras de veinte personas en el suelo, la voz de una señorita anunciando un próximo vuelo en los portavoces, el sonido de las llantitas de las maletas recorrer de una esquina a otra. Nuestros rostros, el de Louis. Nuestras manos, las de él. Temblaban. Yo escondí las mías en los bolsillos de mi abrigo aunque no tenía frío; el aeropuerto se mantenía en temperatura. A fuera, comenzaba a helar, pronto estaríamos a bajo cero.

Louis se despidió de sus padres y su madre lo retuvo un poco más, llenando la bufanda de su hijo de lágrimas y mocos. Después de un abrazo a su hermano, alzó a la pequeña Penélope y la meció en sus brazos un momento, atesorando cada segundo, frotando la pequeña espalda que no paraba de convulsionar en sollozos.

Se despidió de Lily, de Gabriel, de Mel, de unas diez personas más. El abrazo de Liz fue tal vez tan largo como el de su madre, pero a su diferencia, Liz no embarró sus fluidos; acarició suavemente los cabellos antes peinados de su primo, le susurró unas cosas, le plantó un beso en la mejilla y él uno en su frente, un último apretón de cuerpos y se separaron con la misma pesadez con la que dos imanes se separan.

Cuando llegó con Jamie, por primera vez en ese día, su semblante flaqueó unos segundos. Yo no entendía por qué Jamie se había visto capaz de asistir a la despedida de una persona que, según él y sus insistencias, ya no le importaba. No obstante, yo sabía que era alguien, no importa cuánto lo disimulase, muy importante para él. Fue su primera vez en casi todas las primeras cosas que puede experimentar un adolescente.

—Que tengas buen viaje —le deseó Jamie tendiéndole a una mano que a todos los espectadores nos pareció ridículo, inclusive los padres de Louis, sabiéndose la relación que éstos dos tuvieron.

—Gracias —contestó Louis, algo incómodo, estrechando su mano.

Era ridículo cómo de besos y caricias habían pasado a un apretón de manos. Tal vez no fui la única en pensarlo ya que Louis dio un jalón de manera que Jamie cayó prácticamente encima de él en un abrazo involuntario. La receptividad de Jamie duró unos pocos segundos antes de abandonarse a los cálidos y amables brazos del otro, que se prolongó lo suficiente para que se murmuraran unas últimas cosas al oído. Al separarse, los ojos de Jamie estaban inevitablemente húmedos, pero no derramó ni una sola lágrima hasta que estuvimos en el camino de vuelta a la ciudad, de cara a la ventana del auto para ocultar su lagrimoso rostro, creyendo que nadie lo notaría.

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