39. Primera cita

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Capítulo 39

Después de caminar en silencio, tomados de las manos, a través de todo Millenium Square, manteniendo nuestros cuerpos más juntos de lo usual, y sin poder evitar que me invadiera ese sentimiento de total seguridad y paz, Seth me condujo a un restaurante cercano, más tranquilo y formal que el resto de los restaurantes de la zona, puesto que la mayoría bullían en alcohol y gritos de frustración o jovialidad ante el partido de fútbol que emitían en la televisión.

Piccolino, sin embargo, destellaba sobriedad. El ruido quedaba ahogado a lo lejos gracias al cristal, y lo único que se escuchaba era el hablar de las personas y el de los cubiertos al chocar. No me sorprendí de ver en su mayoría parejas, o gente adulta, o parejas adultas. El ambiente despedía el olor y la suavidad característica de aquellos cuerpos que buscan gozar durante un rato el descanso de sus oídos.

—¿Y bien? ¿Dónde quieres sentarte? —me preguntó Seth en cuanto entramos y un mesero nos atendió. Escruté el lugar en un rápido vistazo y señalé con la mano una mesa situada en una esquina, con vista lateral hacia el exterior.

—Buenas noches, mi nombre es Evan y voy a estar a su servicio esta noche. ¿Van a pedir algo de tomar ahora? —nos preguntó el mesero cuando tomamos asiento, sirviéndonos dos menús. Lo abrí rápidamente, y casi solté un gruñido cuando leí las bebidas: Sambuca, Fernet, Grappa, Limoncello, Nocino, Martini…

—Sí, dos Earl Grey, por favor —pidió Seth sin siquiera mirar el menú. Evan se retiró después de anotar nuestras bebidas y solté el menú sobre la mesa con un ruidoso suspiro. Me sentía más nerviosa de lo que creí que estaría esa noche.

—¿Dónde dice Earl Grey? —le pregunté en tono de reproche—. Lo único que veo son licores italianos.

—Estás en el área de bebidas alcohólicas, Jenna —Seth me miró con cara de obvio y una sonrisa mal contenida. Con un gruñido, comprobé que ciertamente no reparé antes en el grande espacio dedicado a los tés, entre ellos, y principalmente, el Earl Grey, que, sabía por papá, la bergamota, con cuyo aceite aromatizaban el té negro, era cultivado en Italia. Y estábamos precisamente en un maldito restaurante italiano.

—Como sea —resoplé, sacándole una sonrisa—, ¿cuál es tu plan? —achiqué los ojos y apoyé mi barbilla en mis manos juntas, inclinándome un poco hacia él.

—¿Mi plan? —pareció perplejo, se señaló con un dedo.

—Sí, ya sabes. Tu plan de esta noche.

—Ah… Tú piensas que tengo un plan.

—¿Qué? —fue mi turno de mostrarme perpleja—. ¿No lo tienes?

—¿Además de traerte a cenar? No, no tengo otro plan.

—¿Me llevarás a otro lugar? —adiviné—. Ir a caminar, a bailar. No lo sé, ¿darle de comer a los patos?

—Aquí no hay patos. 

—Sabes a lo que me refiero —rodeé los ojos.

—¿Te suena la palabra espontaneidad?

—¿Quieres decir que las cosas surjan por sí solas?

—¿Te he dicho que te ves hermosa esta noche?

Me sonrojé violentamente, recargándome en el respaldo de la silla.

—Eso es a lo que me refiero —dijo con una gran sonrisa, mirándome con ternura.

Para los ojos de los demás, incluso a veces para los míos propios, pasábamos por una normal e inexperta pareja joven, conociéndonos, platicando un poco sobre nosotros; esas jóvenes parejas que se conocen de a poco antes de llegar al plato fuerte, al volverse más serio el asunto, duran unos años y simplemente toman caminos distintos. Por la forma en la que hablábamos, quien se fijase con una mínima atención diría que nos conocíamos de semanas, que habíamos decidido tener una relación antes de conocernos por completo, por la forma en la que limitábamos el contacto. Nuestras manos no se encontraban con la regularidad con la que la mayoría de las parejas lo hace. No nos plantábamos besos sobre la mesa. No compartíamos románticamente una albóndiga. Platicábamos poco sobre nosotros y más sobre lo que nos rodeaba, como si nos sintiéramos receptivos a revelar toda nuestra vida a alguien a quien no le tenemos una total confianza.

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