Capítulo 1.

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Aquel día había ido a la tienda de conveniencia más cercana del pueblo a nuestra casa para comprarle a mi hermano pequeño los llamados Chocoberrys. En mi casa no solíamos comer ese tipo de aperitivos industriales, pero para uno que le gustaba, no iba a decirle que no. Por desgracia, no los encontraba.

—¿Te puedo ayudar en algo? —dijo el dependiente de la tienda, Larry, entrando por el pasillo donde yo me encontraba.

—Ehm... —murmuré, mirándole de reojo—. ¿Os quedan Chocoberrys? —pregunté, metiendo mis manos en el bolsillo de mi sudadera negra.

—¿Chocoberrys? —repitió, acercándose a mí—. Debería de haber —frunció el ceño, empezando a buscar por los paquetes de la estantería mientras yo soltaba un suspiro disimulado—. Oh, aquí están —cogió una cajita del fondo y me la dio sonriente.

Larry era un hombre corpulento de mediana edad. Tenía el pelo castaño, aunque siempre lo llevaba cubierto por una gorra marrón de un equipo de béisbol antiguo, pero lo más característico de él, era su perilla y los chalecos de cuero que siempre llevaba puestos sobre sus camisas de cuadros.

—Gracias —contesté en voz baja, asintiendo con mi cabeza.

Larry caminó hacia el mostrador, siendo seguido por mí y, una vez llegó, se metió en él y tecleó en su caja registradora para cobrarme.

—¿Algo más? —apoyó sus manos sobre el cristal del mueble y me miró.

—No, nada más —respondí, aún con la cajita en mis manos.

—Siempre compras lo mismo —soltó una risa simpática.

—Sí... —simulé una especie de carcajada.

—Son dos dólares —contestó, esperando a que le pagara.

Entonces, me quedé mirándole fijamente a los ojos, forzando mi cerebro para enviarle a la pobre mente de Larry la imagen de que ya le había dado el dinero. Siempre tardaba un par de minutos en conseguirlo. Era por eso que, normalmente, iba a esa hora a comprar, ya que casi todo el mundo estaría en sus casas, clases o trabajos, y nadie me interrumpiría entrando a la tienda.

Cuando el cuerpo de Larry se movió para borrar en la caja el registro de venta, paré.

—Gracias por su compra —dijo mientras yo le miraba expectante. Aún seguía sin fiarme de mis habilidades—. Vuelva pronto.

—Adiós —me despedí, caminando hacia la salida.

Una vez fuera, metí la caja de las bolitas de chocolate y fresa de mi hermano en mi mochila y sonreí.

Supongo que os estaréis preguntando qué coño ha pasado. Pues bien, os lo aclaro.

Me llamo Dabi, tengo dieciocho años y tengo poderes sobrenaturales. Sí, así es. Aunque he de decir que, si me vierais por la calle, creerías que soy un chico normal. Bueno, miento. Seguramente, pensarías lo que todos en este pueblo: que soy raro.

Ese pensamiento surge de que mis hermanos y yo no solemos relacionarnos con la gente, ya que tenemos secretos de los cuales no queremos que nadie, absolutamente nadie, se entere. Como, por ejemplo, nuestros súper poderes.

Mi especialidad, por llamarlo de alguna manera, es mental. Es decir, puedo controlar lo que me proponga, incluyendo obviamente otras mentes.

Aunque, claro, eso de controlar es muy subjetivo, puesto que siempre tengo que ser precavido y tener cuidado de no alterarme demasiado y hacer que explote la cabeza de alguien.

Por eso, mi actitud y la de mis hermanos es de aislamiento social. No queremos que nadie salga perjudicado con nuestras habilidades.

Lo más difícil fue cuando éramos pequeños, puesto que no entendíamos muchas cosas y queríamos jugar con el resto de niños, pero bueno, fuimos creciendo y dándonos cuenta de los desastres que podíamos ocasionar con tan solo un berrinche.

LA SANGRE DEL HÉROEWhere stories live. Discover now