¡Que estoy bien!

Magsimula sa umpisa
                                    

Encendió el interruptor y me escudriñó a través de las gafas bifocales.

—Ha pasado mucho tiempo desde la última vez que metiste a una chica a hurtadillas en tu habitación —comentó. Llevaba un pijama a cuadros de pantalón corto y manga corta. Parecía un leñador de vacaciones.

—Nunca he metido a una chica a hurtadillas en esta casa —mentí.

—Mentiroso. Entonces, ¿dio la casualidad de que Callie Edwards tan solo contemplaba el techo del porche a la una de la madrugada un día de verano del último año de instituto?

Me había olvidado de Callie. Y de todas las demás. Era como si mi cerebro ahora solo tuviera espacio para una sola mujer. Y ese, precisamente, era el problema.

—Me gusta verte con ellas —dijo, echándome de un empujón para poder servirse un vaso de agua.

—¿Verme con quién?

Liza me dedicó una mirada que indicaba «deja de decir gilipolleces».

—Con Naomi y con Waylay. Pareces feliz.

No lo era. Era cualquier cosa menos feliz. Estaba a un paso de sumirme en un pozo del que nunca podría recuperarme, un pozo que destruiría todo lo que había conseguido.

—No vamos en serio —dije a la defensiva.

—Vi la cara que traías cuando viniste aquí ayer por la noche, cuando supiste lo cerca que había estado tu chica de tener problemas.

—No es mi chica —insistí, ignorando a propósito lo que me decía.

—Pues si no es tuya, acabará siendo la de otro. ¿Una chica tan guapa? Y atenta, agradable, divertida… Tarde o temprano, alguien con un coeficiente intelectual más alto que el tuyo aparecerá.

—Muy bien.

Naomi encontraría a otro porque se merecía a otro. A otro que viviera lejos de aquí, donde no tuviera que encontrármela en el supermercado o verla en el bar o por la calle. Naomi Witt desaparecería como la sombra de un recuerdo.

Claro que ya sabía que todo eso no era verdad. No desaparecería: ya me había atrapado, había mordido el anzuelo, y no habría día durante el resto de mi vida en el que no pensara en ella, en el que no pronunciara su nombre en mi cabeza un montón de veces para recordarme que una vez estuvimos juntos.

Me bebí el agua tratando de aliviar el nudo que tenía en la garganta.

—Tu hermano la mira como si fuera una buena comida casera de domingo —observó Liza, sagaz—. Quizá él sí que sea lo bastante listo como para apreciar lo afortunado que es.

Una parte del agua se me fue hacia los pulmones. Me atraganté y empecé a toser, y mientras boqueaba, me lo imaginé: Naomi y Waylay sentadas delante de mí en la mesa para Acción de Gracias; Nash rodeándola con el brazo, sonriéndole, sabiendo lo que le esperaba una vez volvieran a casa. Me la imaginé acercándose a él en la oscuridad, los labios carnosos entreabiertos, el pelo sobre los ojos mientras pronunciaba su nombre, «Nash».

Otro oiría cómo su nombre salía de entre esos labios. Otro llegaría a sentirse el hombre más afortunado del mundo, y le llevaría café por la tarde y vería cómo se le iluminaban esos preciosos ojos color avellana. Otro las llevaría a ella y a Waylay a comprar todo lo que necesitaran para la vuelta al cole, y ese otro bien podía ser mi propio hermano.

—¿Te encuentras bien? —preguntó Liza, haciéndome volver al presente.

—Estoy bien. —Otra mentira.

—Ya sabes lo que dicen de estar bien. Que en realidad estás jodido, te sientes inseguro, neurótico y sensible —musitó Liza—. Apaga la luz cuando hayas acabado, que la electricidad no sale de los árboles.

Cosas que nunca dejamos atrásTahanan ng mga kuwento. Tumuklas ngayon