Allanamiento de morada

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—También le ha aplastado la cara contra la puerta de la cocina —tercié con aire jovial, puesto que quería atribuir los méritos a quien se los merecía.

Mi hermano agarró el vaso de bourbon que aún no había tocado y que Lucian le había preparado y se lo bebió de un trago.

—Me cago en todo. No me gusta que las cosas pasen sin que yo esté.

—No te has perdido mucho, tampoco —le dije.

—¿Qué cojones haces aquí? —me espetó Nash.

—Mirarte la cara de guapo que tienes.

—¿Qué cojones haces aquí mirándome cuando deberías estar con ella en casa? Seguro que está destrozada por todo esto, asustada, avergonzada y preocupada por cómo podría afectar en el juicio por la tutela. Además de todo el rollo ese con Tina, esto es lo último que necesitaba.

No sabía que mi hermano conociera tan bien a Naomi.

—Está bien, ya lo hemos hablado. Iré a su casa en cuanto dejes de ser un cabezota y nos des la grabación de la cámara del coche.

—¿Qué rollo con Tina? —preguntó Lucian.

Nash le estaba detallando los robos que había cometido Tina cuando me empezó a sonar el teléfono. Salté del asiento para responder.

—Ya era hora, Flor.

—Knox. —La forma en que dijo mi nombre me puso los pelos de punta.

—¿Qué ha pasado? —dije, y agarré las llaves del coche.

Nash y Lucian también se habían puesto de pie.

—Ha entrado alguien, alguien ha estado aquí. Está todo hecho un desastre. Voy a tardar una eternidad en limpiarlo todo.

—Sal de ahí —gruñí.

Lucian se estaba poniendo la americana y Nash hacía lo que podía para ponerse una camiseta. Le tiré las zapatillas.

—No hay nadie ya, lo he comprobado —me dijo Naomi.

—Ya hablaremos luego de esto —le aseguré, en tono grave—. Y ahora, vuelve a meterte en el coche, cierra las puertas y ve a casa de Liza, joder. No salgas del puto coche hasta que tu padre venga a buscarte.

—Knox, es de madrugada…

—Me importa una mierda, como si le están haciendo una colonoscopia:
métete en el coche ya. Quiero que llames a Nash de inmediato y no cuelgues; yo hablaré con tu padre.

—Knox…

—No me discutas, Naomi. Métete en el puto coche.

Oí cómo farfullaba algo y luego el ruido de un motor que se encendía.

—Así me gusta. Ahora, llama a Nash.

Colgué antes de que pudiera replicarme y busqué el teléfono de Lou entre mis contactos.

—¿A la casita? —preguntó Nash. Se le iluminó la pantalla del teléfono.

Salía el nombre de Naomi.

—Sí.

—Yo llevo a Nash —se ofreció Lucian, y agarró las llaves que colgaban junto a la puerta.

—No puedes conducir un coche de policía, Luce —protestó Nash.

—Uy, que no.

—Hola, ¿Lou? —dije, cuando el padre de Naomi descolgó—. Tenemos un problema.

•••

Llegamos como una exhalación. Parecíamos los protagonistas de una persecución de coches; yo delante, seguido a toda velocidad por Lucian y Nash en el todoterreno ligero de la policía de Knockemout, con las luces destellando. Agarré fuerte el volante cuando vi a todo el mundo, perros incluidos, fuera, en el porche de casa de Liza. ¿Qué parte de «quedaos dentro» no habían entendido?

Di un pisotón al freno delante de la casita de Naomi, y Lucian se detuvo a mi lado.
Me volví hacia él:

—Hazme un favor y consigue que entre todo el mundo para que no estén dando vueltas por aquí, esperando a que alguien los ataque.

Sin mediar palabra, asintió y desapareció en la oscuridad.

—Enseguida llegan los refuerzos —dijo Nash mientras subíamos corriendo los escalones del porche.

La puerta mosquitera colgaba de una bisagra y la puerta que había detrás estaba abierta de par en par.

—Naomi me ha dicho que no hay nadie.

—¿Y eso cómo lo sabe? —protestó Nash, casi tan cabreado como yo.

—Porque, antes de llamarme, se ha paseado por la casa con un cuchillo panadero.

—Y vas a hablar con ella sobre esto, ¿verdad?

—¿Tú qué crees?

—Que sí.

Tenía que admitirlo, me gustaba ver que mi hermano volvía a ser él.

—Joder —solté, cuando entramos.

«Un desastre» era quedarse corto. Los cojines del sofá estaban esparcidos por el suelo; los cajones del escritorio se habían sacado y se había tirado todo su contenido; el armario de los abrigos estaba abierto y lo que guardaba estaba desparramado por todo el salón; los armarios y cajones de la cocina se habían vaciado; la puerta de la nevera colgaba abierta con la mitad de la comida esparcida por el linóleo.

—Alguien estaba cabreado y tenía prisa —observó Nash.

Empecé a subir las escaleras tratando de mantener a raya la furia.

Habían atacado a Naomi dos veces en una sola noche, y yo no había llegado a tiempo a ninguna. Me sentía impotente, inútil. ¿De qué servía si no era capaz de mantenerla sana y salva?
Oí que mi hermano enfilaba las escaleras a mis espaldas; su ascenso era más lento que el mío. Divisé el edredón rosa de Waylay en el pasillo y me dirigí a su habitación. Estaba mucho peor que la planta baja: habían sacado su ropa nueva del armario y la cómoda, habían arrancado la ropa de cama del colchón y este estaba de pie apoyado en la pared. Y los marcos de fotos que habían colgado de la pared durante gran parte de mi vida estaban esparcidos por el suelo; algunos, rotos.

—¿El ex o la hermana? —se preguntó Nash en voz alta.

Habían revuelto el dormitorio de Naomi a toda prisa. La cama estaba desmantelada; el armario, abierto y vacío. Igual que la cómoda. Había un batiburrillo de productos cosméticos encima del mueble que dudaba que hubiera hecho Naomi. En el espejo, ponía «PUTA» con pintalabios rojo.
Se me nubló la vista de un rojo que nada tenía que ver con el tono del labial.

—Tranquilo —me advirtió Nash—. Que petes ahora y te vuelvas loco en un berrinche no servirá de nada.

Miramos hasta en el último rincón de la planta de arriba y nos aseguramos de que no había nadie en la casa. Cuando volvimos a bajar, Nash estaba pálido y sudoroso, y había dos coches patrulla afuera. El bosque que rodeaba la casa estaba teñido de azul y rojo debido a las luces de emergencia.

Salí por el porche delantero para obligarme a inspirar aire frío y poder reprimir toda la rabia. Y la vi, de pie en el sendero, vestida aún con la ropa de trabajo y una de las viejas camisas de franela de mi abuelo por encima.

Waylon se apoyaba en sus espinillas con toda la actitud protectora de la que un basset hound era capaz.

No fui consciente de que bajaba los escalones del porche. Solo sabía que había una fuerza que me conducía hasta ella.

—¿Estás bien? —me preguntó. Parecía preocupada.

Negué con la cabeza y la estreché entre mis brazos. Ella me preguntaba a mí si estaba bien.

—Estoy bien —mentí.

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now