Clases de historia

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Waylay contribuía al progreso de la casa según sus capacidades, también. En cuanto hubo arreglado el errático libro electrónico que se había comido todas las descargas de Liza y una impresora que había perdido la conexión wifi, Liza le había dado una vieja Blackberry que yo había encontrado en el cajón que había junto al fregadero. Si Waylay era capaz de devolverla a la vida, Liza dijo que me la podía quedar. ¿Un teléfono gratis con un número que ninguno de mis antiguos contactos tenía? Era perfecto.

—Me muero de hambre —anunció Waylay, y se echó dramáticamente sobre la encimera, ahora limpia y visible. Cachondo, el beagle, se puso a ladrar para enfatizar la gravedad del hambre de mi sobrina. Minina, la pitbull, estaba profundamente dormida en medio del suelo, con la lengua colgando.

—Pues a comer —dijo Liza, con una palmada.
Al oír «comer», ambos perros y mi sobrina le dedicaron toda su atención.

—Claro que no me voy a poner a cocinar aquí. No ahora, que parece como nueva —añadió Liza—. Nos vamos al Dino’s. Invito yo.

—Me encanta la pizza de peperoni que hacen —exclamó Waylay, que se irguió enseguida.

—Sí, me comería una entera —coincidió Liza, y se remangó los pantalones.

Me gustaba ver a mi sobrina a gusto con una adulta, pero me habría gustado ser yo la persona con la que compartía su gusto por el peperoni. No conseguía librarme de la sensación de que estaba suspendiendo el examen de una asignatura a la que me había olvidado de asistir durante todo el semestre.

•••

Me quité la ropa que había llevado puesta para limpiar y me puse un vestido de tirantes, y, entonces, Liza nos llevó hasta el pueblo en su viejo Buick, que se arrastraba como una carroza del desfile de Acción de Gracias de Macy’s. Lo metió en un espacio para aparcar que quedaba libre delante de una fachada que tenía un toldo naranja. El cartel del escaparate rezaba «Dino’s Pizza».

Unas puertas más allá había algún tipo de peluquería o barbería, con una fachada de ladrillo pintado de color azul oscuro. Había un surtido de botellas de whisky y cactus en tiestos de arcilla que creaban un escaparate muy llamativo.
Cuando salimos del coche, un par de moteros salieron de la pizzería y se dirigieron hacia dos Harleys. Uno de ellos me guiñó un ojo y me sonrió.

—No es Tina —le gritó Liza.

—Ya lo sé —le contestó el otro—. ¿Cómo te va, la que no es Tina?

Bueno, al menos el hecho de que yo no era mi hermana empezaba a calar entre la gente. Pero no me gustaba que me llamaran «la que no es Tina». Hice adiós con la mano, incómoda, y di un empujoncito a Waylay para que avanzara por delante de mí hasta la puerta del restaurante con la esperanza de que eso de llamarme así no cuajara.

Liza hizo caso omiso del cartel «Esperen a que los acompañemos hasta la mesa» y se metió en una mesa de banco corrido. Waylay la siguió mientras yo vacilaba, esperando que alguien nos autorizara.

—Enseguida estoy con vosotras —dijo el chico que había detrás del mostrador.

Aliviada, me metí en el banco junto a Waylay.

—Bueno, ¿qué te ha parecido Knockemout por ahora? —me preguntó Liza.

—Ah, eh… Es muy acogedor —dije mientras leía detenidamente la lista de ensaladas que había en el menú—. ¿De dónde viene el nombre del pueblo?

Cosas que nunca dejamos atrásWhere stories live. Discover now