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—Y ahora el taurofidio —habló de nuevo Artemisa.

—Ese chico sigue siendo un peligro —advirtió Dioniso—. La bestia constituye la tentación de un gran poder. Incluso si le perdonamos la vida al chico...

—No —repuso sonoramente Percy, pasando su vista por cada uno de los dioses—. Por favor, dejen con vida al taurofidio. Mi padre puede ocultarlo bajo el mar o conservarlo aquí, en el Olimpo, en un acuario, pero tienen que protegerlo.

—¿Y por qué deberíamos confiar en ti? —intervino Hefesto.

—Solo tengo catorce años —respondió—. Si la profecía habla de mí, aún faltan dos.

—Dos años para que Cronos pueda engañarte —terció Atenea, ganándose la atención de Constantinova, quien hasta entonces se había mantenido neutral y distante en la discusión—. Pueden cambiar muchas cosas en dos años, mi joven héroe.

—¡Madre! —rezongó la rubia, hablando al mismo tiempo que su hermana.

—De la misma forma en que ustedes pueden darle motivos para no quedarse de su lado —contrataco serena, en un tono irónico sin resultar irrespetuoso—. Sus decisiones podrían provocar la misma destrucción, mis señores.

Atenea, junto a otros dioses se quedaron en silencio, compartieron un par de miradas los unos con los otros, antes de animarse a hablar de nuevo. Aquella declaración que parecía sin importancia por parte de Constantinova, les había dejado inquietos.

Artemisa tomo una honda respiración, antes de ser ella quien se animase a hablar y darle la razón a la azabache. Atenea frunció el ceño y tenso su mandíbula disgustada, gesto que solo duro un par de segundos antes de volver a su expresión neutral, carente de sentimientos al ser uso de la razón.

Poseidón se reincorporó.

—No permitiré que sea destruida una criatura del mar, siempre que pueda evitarlo y puedo evitarlo —extendió una de sus manos, apareciendo su característico tridente—. Yo respondo por el chico y de la seguridad del taurofidio.

—¡No te lo llevarás al fondo del mar! —expresó autoritariamente Zeus, levantándose de su trono—. No voy a dejar en tu poder semejante baza.

—Hermano, por favor —resopló Poseidón.

Entonces, el rayo maestro de Zeus apareció en la mano del dios, inundando la sala de un olor a ozono.

—Muy bien —aceptó sin ánimos el dios—. Construiré aquí un acuario para la criatura. Hefesto puede echarme una mano. Aquí estará a salvo. La protegeremos con todos nuestros poderes. El chico no nos traicionará. Respondo de ello con mi honor.

—¿Todos a favor? —preguntó Zeus, reconsiderando la opción.

En esta ocasión, la mayoría de las manos se levantaron, a excepción de la de Dionisio, Ares y su madre, quien miraba con una expresión firme a su hija mayor.

Constantinova suspiró, sabía que no podría escapar de su madre por mucho que lo intentara, con suerte lograría prolongarlo, pero Atenea buscaría encararle y reñirla por todos sus errores y decepciones.

Por no cumplir los estándares que le exigía.

—Hay mayoría —decretó Zeus—. Así pues, ya que no vamos a destruir a estos héroes... me figuro que deberíamos honrarlos. ¡Que dé comienzo la celebración triunfal!

...

Tan pronto Zeus proclamó la fiesta, la música resonó sobre las paredes relucientes que los cubrían. La comida y bebida se hicieron presentes sobre una amplia mesa finamente decorada. Las personas aparecieron a montones, y pronto se encontraba chocando con cuerpos que bailaban y caminaban de un sitio a otro.

Greek Tragedy | PJOWhere stories live. Discover now