—Sí... pero es diferente.

—Sólo sentirás un pinchazo —me dijo la mujer antes de tomar mi dedo índice y, en un veloz movimiento que apenas advertí, pinchó mi piel con una aguja. Una pequeña gota de sangre brotó y se apresuró a ponerla sobre una placa de vidrio y colocarlo debajo del microscopio. Hicieron lo mismo con Seth, mientras las miradas de todos se clavaban en nuestras espaldas.

—Necesitamos una prueba de una persona promedio —farfulló un señor con unos kilos de más encima, muy alto y pelirrojo, al que llamaban Gordon.

—Yo —Gabriel levantó la mano y le tendió su dedo a la mujer, que imitó el proceso. Pronto, tenían tres pruebas de sangre.

Mientras ella examinaba la sangre y la comparaba con la de alguien normal, nos llevaron al fondo de la sala, donde estaban todos esos aparatos ocupa-personas.

—Se van a besar aquí, ¿sí? Veremos las reacciones de sus cuerpos —nos dijo Stanley, anotando unas cosas en un pedazo de madera que cargaba siempre con él. Ese día iba tan bien peinado como los otros, pero se le veía algo más desaliñado, quizá por el mechón rubio que le caía en la frente. El hombre llamado Gordon, a diferencia de él, tenía ojeras del tamaño de Rusia, se le veía muy demacrado, como si levantarse para vivir un nuevo día le supusiera una gran fuerza de voluntad. Sus ojos caían tristes, y al sonreírme, sus dientes eran amarillos.

Pronto me di cuenta de que Stanley y él no se hablaban mucho, pero lo reduje a problemas financieros.

—¿Jenna? —me habló Seth y sentí un pinchazo en el cerebelo. Hice una mueca.

—¿Sí?

—¿Estás bien?

—Sí... es sólo que me duele un poco la cabeza.

—¿Quieres una Aspirina? —me preguntó Stanley.

—Por favor.

—¿Podrás hacerlo? —me dijo Seth, casi en un susurro—. Me refiero a cambiar. Si te duele la cabeza será mejor dejarlo para después, que no es bueno para tu salud.

Stanley se acercó con un vaso de plástico con agua y una pastilla, que apuré de inmediato.

—Estaré bien. Además —lo miré con ojos coquetos—, en cuanto me beses y tú estés en mi cuerpo, se irá, ¿recuerdas?

Como aquella vez en la que Seth, de estar en la cumbre de un mareo insoportable causado por el alcohol, o yo, con un esguince de músculo; de estar en un no muy buen estado físico y de salud, nos recuperamos casi al instante en el que nuestras almas cambiaron de cuerpo.

Advertí que Seth quiso esbozar una sonrisa, pero las comisuras de sus labios no se curvaron. Asintió, pensativo.

Gordon nos colocó cables parecidos a los que anteriormente usasen en la caminadora; en el cuello, uno de cada lado de la clavícula, en las sienes.

Gabriel, cruzado de brazos a unos metros de nosotros, observaba silenciosamente, mientras que los demás farmacéuticos se ocupaban de algo.

—¿Listos? —nos preguntó Stanley al tiempo que se ponía delante de una máquina similar a una computadora.

Tomamos eso como señal y nos acercamos al otro, rozando apenas los labios, como temerosos de demostrar demasiado frente a tantos espectadores, recelosos por nuestra intimidad. El usual mareo nos invadió y cuando abrí los ojos, me observaban otros, grises y fruncidos.

—Ya —dije, y mi voz sonó grave.

—¿Ya? ¿Eso fue todo? —preguntó la mujer, a la que identifiqué como Mallach.

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