C A P Í T U L O 3 1

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—Y ahora, si lo tienes todo... Vamos a llevarte a casa.

El plan es dejar a Dau en el hogar de los Nobeles y estar dando vueltas por la ciudad como un pobre infeliz hasta que den las siete. Lo siento mucho, pero me pueden completamente las ansias, y llevo preparado para salir alrededor de dos horas. En cuanto me ponen en el modo «listo para la fiesta», es imposible sacarme, así que no está en mi mano sentarme en el sofá y esperar tranquilamente a que lleguen las seis y media.

Entre otras cosas, porque Jerome lo ha estado ocupando hasta hace unos segundos, cuando Dau y yo nos lo encontramos en la cocina fumando. En lo que a mí respecta, prefiero no arriesgarme a decirle algo que pueda usar en mi contra —y creedme: Jerome puede usarlo todo en vuestra contra—; Dau, en cambio, lo mira absolutamente fascinada.

—Hola —saluda. Jer aparta la vista de la ventana para prestarle atención—. Soy Dachau. ¿Tú cómo te llamas?

Jerome la mira una fracción de segundo con una expresión bastante curiosa —no sabría decir por qué, o qué significa—, y luego, como si de pronto fuera sordo, apaga el cigarrillo y pasa de largo sin decir ni pío.

Dau parpadea una sola vez, y aunque no llora como solía hacer antes cuando un adulto la ignoraba, sé que le entristece. Por suerte o por desgracia para ella, yo tiendo a expresar todo lo que siento, sobre todo si lo que pretendo es partir una ceja en su honor.

—Ahora vengo y enseguida nos ponemos en marcha, ¿vale?

Ella asiente con la cabeza, con los ojos aún clavados en el punto de la cocina que Jerome ocupaba. Es a por Jerome a por quien voy, pisando fuerte para que sepa que no va a salirse con la suya. Lo agarro antes de que agarre el pomo de la puerta de su habitación.

—¿De qué vas? —espeto. Él se da la vuelta tan despacio que me dan ganas de bostezar—. Dau te ha hablado y has pasado olímpicamente de ella. ¿Qué coño te pasa? ¿Dónde has dejado tu educación?

—Debe estar en el mismo rincón donde tú dejaste la tuya —responde sin alterarse—. Lo siento. No soy la persona más apropiada para deslumbrar a un niño. E imaginaba que tú estarías de acuerdo.

Enseguida entiendo a lo que se refiere. La última frase me sienta como una patada en los mismísimos, y aunque no se me ocurre la manera de contestar, habría agradecido que me diera un momento para pensarlo en lugar de meterse en su habitación sin añadir nada más. Magnífico, esto no hace otra cosa que mejorar.

—¿Está enfadado conmigo? —me pregunta Dau, cogiéndome del pantalón.

—No... Está enfadado con el mundo —respondo, lo suficientemente alto para que me oiga—. Anda, vamos al coche. Tus padres estarán empezando a preocuparse... Creerán que te he vuelto a secuestrar.

Lo del secuestro no fue en contra de la voluntad de Dau; ella se lo pasó genial en el parque de atracciones. Y yo también, aunque me gastara casi trescientos euros intentando conseguirle lo más parecido a un ñú de peluche jugando a los dardos. Fueron Leon y Adrienne quienes no estaban tan convencidos de haberme dado permiso para llevarla, pero ese es su problema, no el mío... porque no denunciaron.

Preparo las cosas de Dachau, espero a que se despida de Multiorgásmica —cronometro alrededor de veinte minutos de besuqueos y lagrimones—, y una vez en el coche, conduzco hasta dejarla con sus padres. Quienes, por cierto, no me parecieron preocupados por la tardanza; no tanto como interesados en sacarse la ropa a tirones.

Es duro, creedme. Es muy duro que estés rodeado de gente que, si bien no tiene una pareja estable —como mi compañero de piso gay—, por lo menos disfruta de los beneficios del sexo casual. Que son... El sexo casual.

Afortunadamente, la charla con Dau y con Leon me ha entretenido tanto que cuando vuelvo a montar a Lady Di versión Alex, son las siete menos cuarto: la hora perfecta para comenzar mi noche de cortejo a la antigua. Algo que a Axel Volney ni se le habría pasado por la cabeza, lo que será muy posiblemente el motivo de que esté eufórico. Pretender ser un tío al que tal vez le vaya mejor, es una garantía en las expectativas optimistas de uno.

Aparco en la entrada del edificio y me tomo un instante para respirar hondo, secarme el sudor de las manos en los vaqueros y asegurarme de que no llevo lamparones en las axilas. Porque aunque Lana no vea, puede oler, y un tufo desagradable podría ser el billete directo al «lo mejor será que no volvamos a vernos». Y eso no lo puedo permitir.

¿Por qué no lo puedo permitir...? No lo sé, pero prefiero no buscarle explicaciones. Aunque me llame Alexander, sigo siendo Axel, y eso es un sinónimo de «el tío que Lana dejó sin dar la cara». Debería preservar mi orgullo en lugar de enlodarlo más de lo que ya lo está volviendo a casa, alejándome no solo de Lana, sino de Nicole y de mis noches en vela... Pero no puedo. Soy débil, y quiero saber por qué se quedó ciega, por qué nunca me llamó.

Salgo del coche y rodeo el edificio. Me lo pienso dos veces antes de tocar el timpre, y luego lo toco tres, para compensar mi ridícula inclinación a la vulnerabilidad. Es una mujer, por Dios, y una mujer a la que ya conozco; de hecho, la conozco tan bien que sé que tiene seis dedos en el pie derecho, razón por la que jamás lleva sandalias. ¿Por qué debería tener miedo...?

—¿Alex? —llama a través del interfono.

—El mismo que viste y calza.

¿Qué? ¿A qué viene esa frase de mierda sacada de El Quijote?

—Alex, tienes que ayudarme —gimotea entre respiraciones profundas—. Tengo un problema gordo aquí arriba... Necesito que subas. No puedo sola.

—¿Qué ha pasado? —balbuceo, alarmado—. ¿Estás bien?


Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now