C A P Í T U L O 4 9

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Uno.

Lana siempre supo que era yo.

Dos.

Lana y yo nos acostamos, sabiendo que era yo.

Tres.

Lana ha seguido el rollo sabiendo que era yo.

Cuatro.

Lana no está enfadada...

Cinco.

Lana no quiere saber nada de mí, porque soy Axel.

Seis, siete, ocho, nueve, diez...

Lana habló de Axel conmigo, como el hombre que le hizo daño, el hombre que la cambió y al que quiso... ¿Con qué objetivo? ¿Meter el dedo en la llaga? ¿Darme un escarmiento? Porque no tiene ningún sentido. Es cierto que nunca pude llamarla novia, pero, ¿en serio era necesario? Iba a verla todos los días, no la plantaba nunca cuando salíamos al cine, o a comer, o a lo que fuese, y encima escuchaba sus penas —que en ese entonces iban de uñas rotas a las escasez de existencias en el almacén de ropa de diseño— encantado por que confiase en mí para confesarlas. No quería que me llamase «novio» porque sabía que etiquetarlo lo echaría todo a perder, pero a ella no le salía de las narices entenderlo. Todo tenía que ser como su majestad mandase, ¿no? Y si yo no podía ni sabía cómo diablos afrontar una relación seria y unas obligaciones como pareja, pues que me dieran por el culo; total, siempre es más sencillo pensar que era porque no me daba la gana de madurar.

Me pongo de pie tambaleándome un poco por la serie tan dura de flexiones. Tengo que frotarme los brazos para que recobren la sensibilidad, y recordar que es la hora del batido. ¿O ha pasado ya la hora del batido? Joder, ¿qué hora es...? ¿Cuánto llevo lamiéndome las heridas?

Echo un vistazo por la ventana. Genial, ya es de noche. Otro día de mierda más, hundido en la miseria de que una mujer no me haga caso.

No es por sonar sexista, y creedme, a estas alturas me habéis aguantado tantas estupideces que ya no temo consagrarme como un cerdo machista, pero andar lloriqueando por los rincones por una vagina es realmente patético. Debería avergonzarme, y que conste que es porque esa vagina no me llora de vuelta —la elección de palabras ha sido deliberada, quería que hubiera doble sentido, ¿vale?—; si me quisiera, os puedo asegurar que cualquier lágrima valdría la pena. Por supuesto, aún no he llorado. Tampoco creo que vaya a hacerlo. La vida me ha enseñado que los hombres que sufren están cancelados socialmente, y preferiría no seguir ridiculizándome en público.

Aunque en este caso, mi público sea muy reducido. Cuando entro en la cocina en busca de un poco de compañía que no me recuerda a Lana, descubro que no hay nadie. En su lugar, me llegan un par de voces desde el salón. Siguiéndolas como Hansel y Gretel su caminito de semillas, me planto en el salón.

En cuanto asumo la distribución de mis compañeros de piso en el sofá, casi me suelto una carcajada: Nanna está hecha un ocho en el sillón —ni siquiera sabría reproducir la postura. Esa mujer se puede poner el tobillo detrás del cuello si quiere y seguir estando cómoda—, mientras que Jerome, en su acostumbrada posición de loto, ocupa el centro del sofá. Cada uno en una punta, debatiendo sobre quién sabe qué sin mirarse.

—¿Qué hacéis? —pregunto con curiosidad. Solo por molestarle, rodeo el chaise longue —o así lo llamó el redicho de Remi— y me siento casi en la pierna de Jer, obligándolo a echarse a un lado—. ¿Cómo es que te has animado a salir de tu cueva, y nada más y nada menos que para socializar?

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now