C A P Í T U L O 6 1

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—¿En serio? —Lana abre mucho los ojos.

—Hagamos lo que tú has dicho. Yo te cuento algo, y tú me cuentas algo... A ver si así conseguimos reírnos.

—Pero tú ya lo sabes todo sobre mí —se queja—. Sabes que mi padre tenía dos familias al mismo tiempo, y que mantenía en la inopia a las dos partes justificando sus ausencias con viajes de trabajo; sabes que mi madre murió cuando yo tenía veintitrés años por una cardiopatía isquémica...

—Y tú sabes que mi padre es ferretero y mi madre nos dejó cuando tenía doce años. —Encojo un hombro, conteniéndome para no preguntar lo único que quiero y me queda por saber: por qué. Diablos. Está. Ciega—. En realidad sabes lo básico.

—Entonces cuéntame algo que nadie sepa.

¿Algo que nadie sepa? Tengo mucho donde elegir, a decir verdad. Leon es la persona que más me conoce, pero tampoco me conoce: sabe cómo soy, sabe lo que quiero y busco, pero no sabe hasta qué punto me ha afectado el recorrido que he hecho por el mundo, y desde luego se le escapan muchos detalles. Detalles que podrían hacer que dejaran de verme como el gracioso y buen amigo Axel Volney, para convertirme en un pringado del tres al cuarto... Pero si Lana quiere que le dé una exclusiva, se la voy a dar.

—¿Sabes por qué llamé Lady Di a mi coche?

Lana pone los ojos en blanco. Dios, echaba de menos esa expresión.

—Me dijiste que era porque la princesa de Gales te ponía cachondo.

—Pues mentí. Qué sorpresa, ¿no? Impropio de mí —ironizo. Cuadro los hombros y aprovecho el silencio para darle un mordisco a la tostada. No queremos darle razones a Vic para que haga una demostración de toda su fuerza escocesa, ¿no?—. La verdad es que se lo puse por las circunstancias de su muerte. Lady Di murió en un accidente de coche mientras viajaba con su nueva pareja, ese millonario egipcio que era dueño del hotel Ritz. Curiosamente de la misma manera en que murió mi madre: un siniestro con su novio, un productor de cine podrido de dinero. La similitud me tuvo obsesionado durante años. Se lo puse a mi coche, no porque fuera mi posesión más preciada y mi madre mereciese ese honor, ni porque quisiera acabar como ellas, sino porque me gustaba la idea de llevar a la señora Volney siempre conmigo, a todas partes... De manera indirecta. Podría haberle puesto su nombre y dejarme de tonterías. —Encojo un hombro—. Pero sigo estando cabreado con ella, igual que entonces, y no quería admitir que la echaba de menos ni que me habría gustado darle un paseo en el Mustang.

—Entonces tu madre no te dejó cuando tenías doce años —replica ella unos segundos después, rozándome el dorso de la mano con los dedos—. Tu madre te dejó cuando tenías doce años, y te dolió.

—Claro que me dolió. Era mi madre, la persona que me cuidaba; a mí y a mi padre. Cuando se largó a su ciudad natal, se lió con audiciones y se echó un novio, fui yo el que tuvo que hacerse cargo de todo lo que ella acababa de abandonar. ¿Crees que fue mi padre, un tío tan machista que no sabía ni poner la lavadora, el que se encargaba de las tareas domésticas? No, era yo el obsesionado con la limpieza, y en parte agradezco haber perdido tantas horas de mi vida encargándome de todo. Así no pensaba en nada, ni siquiera en que mi padre estaba deprimido y se había puesto en huelga de silencio en cuanto colgó la llamada de mi madre. Se pasó diez años sin hablar, Lana, y cuando lo hizo, fue para soltarme que dejara de llorar como una nenaza. Acababan de diagnosticarle cáncer a Leon. —Niego con la cabeza—. Imagina cuánta clientela perdimos en la ferretería por su cara de asco al entrar alguien. Me tuve que poner a trabajar con doce, y a sacar adelante una familia que... Bueno, era reducida: solo dos. Pero seguía siendo duro, porque a pesar de esto, mi madre había sido una buena madre hasta el último día y no podía odiarla, solo echarla de menos. Luego vino la época adolescente, y me concentré en detestarla, y le cogí más asco aún cuando murió... Aunque según dice Victor, ella solo es un reflejo de mí mismo. Dice que vuelco mi odio en ella, cuando no la odio en absoluto, y que solo es mi vía de escape. Quizá tenga razón, y solo aborreciera que las cosas acabaran así entre nosotros. ¿Sabes...? Ella me llamó el día antes de morir para hablar conmigo, para felicitarme por mi cumpleaños, y yo colgué. Colgué —repito, agachando la vista—. Desperdicié la última oportunidad para decirle que la perdonaba y que la quería.

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora