C A P Í T U L O 7 3

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De todos modos, es algo que tengo que hacer. Lo dice Victor, que para mí es el máximo exponente de la medicina mental; lo dicen Dachau y Leon, que son las personas más importante del mundo... Y por si fuera poco, también lo dicen los psicólogos online. Es verdad que no te puedes fiar de todo lo que se lee en el buscador de Google, y yo tampoco creo mucho en la casualidad, pero que tanta gente coincida en lo mismo da que pensar.

Dado que me dirijo sin prisa pero sin pausa al lugar donde está enterrada mi madre, creo que es lo justo que hable un poco sobre ella. Se llamaba Axelle, motivo por el que yo me llamo como me llamo —recordáis que Alexander era el nombre falso, ¿no? A ver si hay despistados por aquí...—, y no es como si fuese importante porque nunca estuvo enamorada de él, pero conoció a mi padre en un concierto de David Bowie. Tal y como imaginaréis visto su gusto musical, era una rockera empedernida. No llevaba cadenas en los pantalones como yo, pero sí le gustaban los pendientes grandes y el ruidito que hacían al moverse de un lado a otro. Eso es algo que recuerdo tan bien que podría reproducir exactamente el mismo sonido utilizando la boca.

Cabe decir que nunca he venido a verla. El último recuerdo que tengo de ella, es de una Axelle de treinta y ocho años, morena y espectacular como Catherine Zeta-Jones, saliendo por la puerta con sus maletas. Después, la lápida delante de la cual me acabo de sentar justo ahora, durante ese funeral en el que no se me ocurrió llorar.

¿La verdad? No se me ocurre cuál es el objetivo fundamental de plantarte en el cementerio y hablar con un pedrusco grabado. Recordando las sabias palabras de Victor, diría que cunde bastante más charlar con alguien que la conoció... Motivo por el que quizás sea una estupidez ir a ver a mi padre, porque sí, él la conoció muy bien, pero nunca ha salido de su boca una sola palabra sobre ella. Su nombre siempre fue acompañado del silencio.

—En fin... —suspiro. Me abrazo las rodillas y planto la barbilla entre las piernas, sin despegar los ojos de su apellido—. Voy a pasar de saludarte porque da bastante mal rollo, y si algo me conoces, o si estás ahí, sabrás muy bien que me sentiría patético y levantándole el pulgar a un objeto inanimado. Pero sí que tengo algunas cosas que decirte. Curioso, en realidad, porque fuiste tú la que se quedó con explicaciones que dar. ¿No te da la sensación de que vaya a donde vaya, y pase lo que pase, estoy condenado a que nadie me diga toda la verdad? Imagino que tú me diste placebo porque era un crío y no pude entender nada que no fuese que me estabas dejando... Pero, ¿qué excusa tienen los demás? —Hago una pausa para soltar el aire—. A lo mejor sigo siendo ese niño... Sí, es muy posible. Algo que no te va a beneficiar en lo absoluto, Axelle, porque ese niño del que hablo te odiaba mucho más de lo que yo lo hago.

»En realidad no me voy a alargar mucho. Eres una zorra, y una hija de puta, y no tenías ningún derecho a dejarme tirado... Lo eras —corrijo—. Fuiste una madre de mierda, y luego simplemente dejaste de serlo. Y después pensaste que podrías plantarte en casa e intentar recuperarme, como si fuese tu lugar de vacaciones en vez de tu hijo. Y te odio... Un poco. Al final siempre seremos niños, ¿no? Vic dice que lo que te ocurre en la infancia es determinante para lo que serás cuando te conviertas en adulto, y que si los traumas no se tratan rápido, echan raíces profundas... Y bueno, no eras una experta en botánica, pero todos sabemos que si contaminas lo sembrado, la flor nace marchita. O no nace. El caso es que yo creo que madurar es aprender a cerrar la bocaza, y yo jamás he sido capaz de hacerlo. Madurar es sonreír y asentir, y sorber el café sin hacer ruido... Y yo no puedo darle la razón a los que no la tienen, aunque eso traiga como consecuencias una pelea a muerte. En cualquier caso... Tú me hiciste madurar, o hacer el intento, porque sí que sonreí y asentí mucho cuando venían clientes a la ferretería y debía afrontar que todo era una mierda. Y cerré mi asquerosa boca todas las veces que papá me lo dijo. Incluso llegó un momento en que no me lo tenía que pedir, simplemente no decía nada que tuviese que ver contigo, o con nuestra patética vida. 

»No creas que voy a darte las gracias por irte, porque por unas o por otras habría aprendido a ser fuerte. Todos acabamos aprendiéndolo. Tampoco pienses que te estoy perdonando... —Inspiro profundamente—. Perdonar significa olvidar, y yo no puedo olvidarte. No quiero, ¿sabes? Porque tú, zorra egoísta, perra maldita y buscafamas, eres mi madre. La que me enseñó a montar en bicicleta, haciendo que me encantaran así las ruedas; la que hizo que adorase mis mofletes regordetes por la manera que tenía de cogérmelos, y la que jugaba conmigo a los disfraces. Y por eso te quiero. Por eso lo haré siempre. 

»Por eso siento no haber hablado contigo antes, haber esquivado este sitio, y no haber llorado nunca por ti. Seguro que te habría gustado verme soltar unas lagrimitas... No por nada, para algo eras actriz. Forzar las emociones era tu sino. Pero ya has visto de lo que me has hecho. He podido vivir sin ti, sin Lana, e imaginando dos veces la vida sin mi mejor amigo... Y lo he superado, a mi modo. Si a partir de ahora no sufro por tu causa o no me acuerdo constantemente de ti, que sepas que es por eso. Porque estoy en ese punto en el que o me quito el peso de los hombros, ese pasado de mierda, o me hundo. 

Carraspeo otra vez y me pongo de pie. Sacudo la pernera del vaquero, tiro del borde de la camiseta y examino que los zapatos no estén manchados antes de volver a clavar los ojos en la lápida.

—Me he cansado de pensar que no me querías, así que he decidido que sé que lo comprenderás... Porque a tu manera, lo hacías. Quererme. ¿Verdad?

Permanezco un segundo ahí de pie, como si de veras estuviera en su mano responderme. Ladeo la cabeza para crujirme el cuello, y luego echo un vistazo a mi alrededor, ubicando una pareja en un lugar cercano, una familia entera reunida en una especie de misa, y una chica de pelo corto sentada delante de la correspondiente tumba. 

No me cuesta reconocerla... Es pintoresca, y más cuando no luce la expresión que corresponde en camposanto. En lugar de llorar o hacer amago, sonríe de oreja a oreja mientras mueve los labios, como si le estuviese contando algo increíblemente divertido. Algo tan sencillo como mirarla, me da paz. Noir no va sola: tiene en la mano un trío de rosas blancas, que agita al hacer aspavientos. Está demasiado lejos para asegurarlo, pero por el número de pañuelos usados que hay a su alrededor, yo diría que ya ha llorado todo lo que necesitaba.

Meto la mano en el bolsillo y agarro las llaves del coche. Antes de irme, dejando a Noir en la intimidad y a mi madre descansando, le lanzo una última mirada a Axelle Dumont.

—Tal vez algún día haga como ella y venga a contarte que por fin estoy bien. 


Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora