C A P Í T U L O 1

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Las mujeres y yo siempre hemos pensado diferente. De hecho, creo que aunque la naturaleza diga que estamos hechos para fundirnos en uno solo y la Biblia insista en no sé qué gilipolleces sobre la sublime perfección de la pareja hetero... Yo sigo estando seguro de que somos enemigos ancestrales. Más concretamente, yo soy la némesis de las hembras, de las señoritas, de las vaginas, de las mozas. Como se las quiera llamar.

No voy a ponerme a hablar de todos los aspectos en los que discrepamos, porque sinceramente, la lista me daría para escribir un libro de auto-ayuda para los menos afortunados en asuntos de ligoteo. Y no, no tengo tiempo que perder en estupideces como esa. Así que digamos, simplemente, que la que más me irrita de todas es la idea del coche.

Las mujeres creen que un hombre no debe querer a un coche más que a su pareja, o tratarlo mejor, y que un tipo al que le gustan los carros especialmente es un hijo de puta unineuronal que no se merece ni la hora. Yo lo percibo de otra manera, y que quede entre nosotros, pero... A un lado la vanidad, y al otro la soberbia, es evidente que tengo la razón.

Si un hombre no cuida su coche más de lo que cuida a su novia, estamos ante un hipócrita de alto nivel, o de un marica, lo que no beneficia en nada a la dama en cuestión. Seamos serios: una mujer, ¿cuánto te puede durar? ¿Seis meses a lo sumo? ¿Un año, y ya tendiendo a la exageración...? Comparadlo con un bólido de dos puertas, descapotable y edición coleccionista, como es el caso de mi Mustang. Si lo cuidas, puede durarte toda la puta vida. Así que por un lado, que se chupen esa las imbéciles que piensan que un carro es una inversión estúpida —y que se chupen esa dos veces, una por tontas, y otra por tomarse las molestias de despotricar sobre mi posesión más preciada cuando se mueren porque las monte... en el coche, se entiende—... Y por otro, que se vayan a la mierda con sus teorías.

Por supuesto, con la mierda no me refiero a un lugar lejano. Evidentemente necesito a las mujeres, no pienso dejar que vayan a ninguna parte. Pero les recomiendo que aprendan de una vez lo que es un tío con carné de conducir y disposición a darle uso en un vehículo de alta gama. Eso no es maldita chulería... Es una forma de vida, una representación del amor puro, joder. Lo que yo tengo con mi Lady Di es incomparable. Es mucho más que un buga con el nombre de la vieja princesa de Gales. Es mi vida.

Por eso lo llevo a todas partes conmigo, incluida la boda de mi mejor amigo, que empiezo a pensar que ha organizado en París solo por jorobarme. De Múnich a la capital francesa hay alrededor de un día de viaje si haces descansos, diez horas al volante si eres un muermo, y siete si vas pisando el acelerador como es mi caso... Una auténtica salvajada. Así, cuando entro en interestatal para llegar a mi destino, estoy tan harto de permanecer despierto que empiezo a pensar en excusas para no aparecer por allí.

Las bodas me producen ansiedad, y no es ninguna clase de exageración. Si me acerqué a Leon Dresner en su momento fue porque, aparte de que nadie había sido amable conmigo hasta entonces, compartíamos la misma opinión sobre esas mariconadas. Compartíamos, en pasado: lleva cinco años suplicándole a su réplica de Charlize Theron con parálisis facial que se ponga un roñoso vestido blanco, y parece que finalmente lo ha conseguido. Lo que se traduce en que lleva cinco años lejos de su amigo del alma, comiéndole el culo a la rubia.

Patético.

Por fin me uno al tráfico parisino. Apoyo el codo en la ventanilla y me saco las gafas de sol un momento para frotarme los párpados. Ese encapotado de nubes que se aclara por momentos es lo peor que le puede pasar a un tío de ojos sensibles. Solo los ojos, que conste; no hay nada más sensible en mí. Soy un jodido macho, ¿eh?, no vayamos a ponernos estúpidos.

Un vehículo se coloca a mi derecha para esperar al semáforo. Echo un vistazo aburrido, poniéndome las gafas, y encuentro el amor reconociendo la marca del coche. Un todoterreno negro mate que he estado buscando alrededor de diez meses en todos los concesionarios de Alemania, después de verlo en las fotos del trotamundos ese llamado Jay Alvarrez. No el cantante de reggaeton, sino el otro, el rubio que salía con Alexis Ren.

Pero el cochecito no va solo; una morena con pestañas postizas me estudia con interés desde el asiento del copiloto, lamiendo desinterasadamente un Chupa-Chups.

Medio sonrío, y ella, para devolverme el gesto, se saca el palito de la boca. Tiene una mirada la mar de interesante y los labios rojizos por el tinte del caramelo. Lo aprovecha bien humedeciéndoselos un par de veces, sin perderme de vista... Como si yo fuera el próximo al que va a darle el mordisco.

—¿Ya estás zorreando otra vez? —gruñe una voz masculina. La morena me mira un instante con los ojos muy abiertos antes de que una mano la agarre del pelo. Gracias a la ventanilla bajada, no me pierdo detalle de la escena brutal—. Jodida puta. Voy a darte una paliza.

Vaya manera de cortarme el rollo.

—Eh —llamo, quitándome las gafas. Apoyo todo el cuerpo en la puerta, presionando el codo contra el resposabrazos—. ¿Qué te pasa, gilipollas?

El tío, una mezcla entre Bruce Willis y Rumpelstiltskin —ni siquiera sé si lo he escrito bien—, por la calvicie, los músculos y el tamaño, me lanza una mirada asesina bastante significativa.

—¿Cómo que qué me pasa? Métete en tus asuntos, cabrón.

—Me meteré en mis asuntos cuando te metas las manos en los cojones.

—¿Perdón?

Normalmente me tomo las cosas con calma. La vida no me ha dado demasiada cancha, lo que significa que podría haberme convertido en una bestia desalmada si no hubiese optado por el método zen. Y si mi padre, claro está —un ferretero sencillo con un sueldo patético y ninguna aspiración más allá de sobrevivir a las facturas de luz—, no hubiera insistido continuamente en que no hay excusa para ser un desgraciado. Así pues, al mirar a los ojos al tipo del todoterreno de mis sueños, es interesante descubrir la clase de mierda que podría ser ahora si no me hubieran puesto freno.

Salgo del coche tranquilamente, ignorando que una fila de coches me está pitando, y abro la del copiloto. El tipo se queda en estado de shock y no logra reaccionar a tiempo para evitarlo.

Estiro el brazo y cojo de la mano a la morena de las pestañas postizas.

No tengo que hacer fuerza para sacarla de ahí; ella misma hace palanca con su cuerpo para huir lo más rápido posible, con una mueca rabiosa y el cuerpo temblando de asco.

—¿Qué coño haces, hijo de puta?

—Anda, sube —le digo a la chica. Luego me dirijo al tío, inclinándome un poco para que nuestros ojos queden al mismo nivel. Le guiño uno—. Pues te estoy robando la novia, ¿qué te parece?

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora