C A P Í T U L O 4 5

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—¡No! —grito, corriendo hacia la pareja—. ¡No lo hagas! ¿Por qué le haces daño? ¡Suéltala, hijo de puta!

Jean me ignora. En lugar de dejar respirar en paz a Nicole, la agarra por el cuello con firmeza. Sus dedos se clavan en la carne pálida de la fina anatomía femenina, dejándole inicialmente una serie de marcas que parecen imborrables. Sigo corriendo, tratando de alcanzarla, pero peso demasiado, me fatigo rápido... Y para cuando llego a su nivel, él ya ha hundido los dedos dentro de su carne. La sangre sale a borbotones.

Aun así, Nicole sigue viva.

—No puedes contra mí —espeta Jean, con aires de superioridad—. No puedes vencerme.

—¡Ella es inocente! —aúllo a pleno pulmón, intentando agarrarlo. Él esquiva mis brazos con insultante facilidad—. ¡Déjala ir, cabrón! ¡Déjala...!

—No puedes contra él... —susurra Nicole, con los ojos volcados hacia arriba—. No puedes vencerle, Axel...

Empiezo a respirar artificialmente, a punto de asfixiarme con el aire. Este se vuelve denso, tóxico, y toso como un enfermo terminal. Jean y Nicole casi desaparecen cuando la neblina negra se interpone en mi campo de visión. Cuando vuelvo a verlos, agarrado a mis rodillas y jadeante por la carrera, Jean está estrangulándola con tal alevosía que no tarde en oírse un crujido. Nicole pierde la consciencia y cae, inerte, a los pies de su novio.

Me tiro sobre ella, buscando cubrirla y protegerla con mi cuerpo. Grito y grito, pido auxilio, repito todas las llamadas de socorro que conozco...

—No puedes contra ellos —suena la voz de Nicole, resonando entre las paredes de la estancia—. No puedes vencerles. Nunca lo harás...

Su brazo alzado pierde todo dominio e impacta con el suelo. Su mano comprimida en un puño, a excepción por la señal que indica su dedo índice, apunta en dirección a una pasarela que sigo con la mirada. Al final de ella, hay un grupo de niños, cuyas edades oscilan entre los diez y los dieciocho años.

—Tú la has matado —entonan todos ellos—. Tú hiciste que se fuera. Tú hiciste que te abandonara...

—¡No! ¡No, no, no!

* * *

—Vamos, despierta... —Una voz dulce me va induciendo a abrir los ojos—. Tranquilo, cielo. Está todo bien. Solo ha sido una pesadilla. Ya se fue, relájate... Estás a salvo.

Tengo que hacer un esfuerzo sobrehumano para separar las pestañas, que a saber en qué momento me han pegado con pegamento de larga fijación. Parpadeo varias veces, y cuando por fin logro abrir una fina rendija, veo tan borroso que solo alcanzo a percibir una caída en ondas de cabello blanco.

—¿Eres Dios? —pregunto, asombrado—. ¿Mi abuela Gretha? ¿La Virgen?

Su carcajada musical no me ayuda a salir de la estupefacción, ni tampoco me disuade de mis ideas supersticiosas. Todo lo contrario: las reafirma.

—Siento decepcionarte, pero hace unos cuantos años que dejé de ser virgen, y si me preguntaran a mí... Yo diría que Dios es Morgan Freeman, y no nos parecemos en mucho. —Me pone una mano en la nuca y otra en la frente. Aparta esa segunda para ayudarme a incorporarme—. En cuanto a tu abuela Gretha... Suena encantadora. Seguro que hace buenos dulces.

—Su especialidad eran... Eran las tartas de arándanos.

La diosa vuelve a reírse. Poco a poco, voy enfocando la vista, regresando al mundo real... Y puedo apreciar nuevos matices de su físico, como que el pelo le llega por la cadera, casi como si pretendiera envolverse con él para alejarse del frío.

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now