C A P Í T U L O 5

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—Problemas de tráfico. Por eso no he podido venir antes. Tenía que... —Acompañar a una mujer a la comisaría—. En fin, es que ha habido un accidente y he estado inmovilizado un rato.

Si contara la historia de Nicole, probablemente no me creerían. ¿Cómo dice el refrán...? «Cría fama y échate a dormir». Pues eso he estado haciendo con las mujeres en los últimos cinco años. Dedicarme a ellas en cuerpo, nunca en alma. La verdad sobre mi deseo de sacar a Nicole de problemas sería demasiado chocante para una mente media. Aunque como ya he dicho, a Dios se le rompió el salero de la inteligencia al sazonar a estos dos.

—No te preocupes. Nos hemos apañado bien con Dau —dice Adrienne, acercándose a darme un beso en la mejilla. El beso de Judas—. Ahora tengo que ir a saludar a un montón de gente, pero búscame si necesitas cualquier cosa, ¿de acuerdo?

«Necesito que le pidas el divorcio a Leon para tener de vuelta en Alemania a mi mejor amigo. Y que te tintes las cejas de un color normal».

—Claro, no te preocupes.

Adrienne desaparece después de darle otro beso a su marido, y entonces tengo que enfrentar a Leon en todo su esplendor hiriente.

—¿Debería haber celebrado una boda con temática rockera?

—¿Qué querías? ¿Que me pusiera un traje? —rezongo, cruzándome de brazos—. Hace solo una hora y media estaba todavía en el coche camino París. No me ha dado tiempo a ponerme tus pantalones elegantes... Y, ¿qué más da? Ni que fuera a hacer un brindis durante el banquete. No me he preparado una mierda de discurso.

Leon niega con la cabeza.

—Eres el peor padrino que podría tener.

—¿Y te sorprende? Amigo... Llevo desde los dieciséis años diciéndote que las bodas son para mí, lo que para Garfield los lunes. Debes agradecer que me haya dejado caer por aquí, sobre todo con la cantidad de trabajo que tengo... Aunque podría compensarlo con la de pibitas que me puedo trabajar estando por estos lares —añado, echando un vistazo a mi alrededor—. No me gustan las francesas, ni las solteras, ya puestos..., pero por un día no me voy a morir. Tampoco soy alérgico.

—Axel... —empieza a regañarme—. ¿Qué habíamos hablado sobre los acontecimientos sociales? ¿Te acuerdas de ciertas normas que impusimos mutuamente?

Hago un gesto dramático.

—No acostarme con mujeres casadas, no mear en maceteros y no acabar con más de cero con treinta mililitros de alcohol en sangre.

—Exacto. No parecen una locura, ¿a que no? Solo evitan que acabes teniendo problemas legales. Procura no romperlas, ¿de acuerdo? Por lo demás, espero que te lo pases bien.

—¡Tito Axeeeeeeeeeel, protégete!

Me doy la vuelta exageradamente, casi dando un giro sobre mí mismo, y al toparme con que una pistola formada por los dedos índice y pulgar de una niña de cinco años me apunta al pecho, caigo sobre mis rodillas con la mano en el corazón.

—¡Nooo! —solloza Dau—. ¡No te quería matar!

Abro un ojo cómicamente. Ella espera con los suyos muy abiertos a que me reponga, y eso hago. La cojo por la cinturilla y tiro para sentarla en mi regazo.

—He muerto de amor por ti —confieso con aire dramático. Le doy un beso en la mejilla, y otro en la frente, y otro en la nariz, y así sucesivamente hasta que se ríe tanto que no puede respirar.

No es ningún farol. Estoy muerto de amor por Dachau Dresner, otro de los motivos por los que no puedo odiar a Adrienne —quien la engendró, claro— y también la odio más que a nada ni nadie. ¿Cómo se le ocurrió ponerle a esa preciosa niñita de enormes ojos verdes y pelo casi blanco, el nombre de un puñetero campo de concentración? Esas bromitas se hacen con los perros, maldición; yo a la mía la llamé Multiorgásmica por las risas —Gasmy para los amigos—. Pero una hija es algo distinto, joder.

En fin. Queda claro ahora que todo lo que he dicho sobre las morenas es falso. Tampoco me van las rubias. Sencillamente estoy enamorado de Dachau, pronunciado dashó —en lugar de dajóu, como sería en alemán y reducido a Dau para evitar el doloroso bullying.

Solo de pensar en lo que puedan decirle en el colegio en años venideros por su nombre, me pongo negro.

—¿Has visto mi vestido? —me pregunta, separándose un poco para cogerse la gasa y dar una vueltecita tambaleante—. ¿A que es bonito...? Mira cómo gira...

—Precioso. Como tú. —Esto es la costumbre de regalarle los oídos a las mujeres. Uno no puede dejar sus raíces aparcadas, ni siquiera con las crías—. ¿Quieres que lo hagamos girar bailando un poco?

—¡Sííííí!

A decir verdad, no sé a quién ha salido la niña. No tiene la calma de Adrienne, ni es metódica, introvertida o superdotada como su padre: es más bien... Hiperactiva, extremadamente nerviosa y muy atrevida. Si tuviera veinte años más, me habría sentido amenazado si hubiese ligado conmigo. De hecho, me habría asustado muchísimo.

En serio, habría corrido.

—Pues espérate que vaya a hacer una parada en el baño y luego vengo a buscarte.

—¿Vas a plantar un pino? —me pregunta con ilusión.

Ya he dicho que le he enseñado todo el diccionario de palabrotas alemán, ¿no...? Pues en francés le he mostrado mi lista de variopintos eufemismos para referirse a los tabúes cotidianos como, en este caso, evacuar.

Y eso hace que me gane una mirada reprobatoria por parte del padre. Parece que a Leon no le gusta que su hija piense que de verdad voy a esparcir semillas de pino por las baldosas del servicio de caballeros.

Me encojo de hombros con algo que viene a significar «por lo menos no he dicho que tengo que quitarme un marrón de encima o que la tortuga está sacando la cabeza», y antes de que amplíe a cuatro mi lista de cosas que no hacer en público, me escabullo.

De veras que estoy cansado. No le recomiendo a nadie conducir durante tantas horas seguidas, sin meterse nada en el cuerpo, y más cuando has hecho el viaje después de hacer tres sesiones de CrossFit. Creedme: sacudir el matambre una noche loca con una Barbara o una Angie no tiene nada que ver con hacer la tabla de ejercicios de esos mismos nombres. En el segundo caso es bastante menos placentero, pero es el precio de estar como un queso.

¡Sorpresa! El baño es mixto. Recibo todas las miradas —es decir, una de una octogenaria y otra de un muchacho precoz— en cuanto cruzo el umbral, y me gustaría ser lo bastante engreído para decir que es porque soy sexy, pero es más porque no voy vestido apropiadamente para una boda.

—¡Socorro! —exclama una voz femenina, golpeando la puerta—. ¡Me he quedado encerrada!

Eh....

Me acerco al cubículo con los ojos entornados. ¿Quién coño se queda encerrado en un baño... sin poner el pestillo? Es decir; no soy la persona más inteligente del planeta. No sé poner una lavadora, tal y como os lo cuento..., pero creo que, al igual que en el exterior, en el interior se puede seleccionar la tarjetita de «ocupado» o «libre». Y teniendo en cuenta que pone que está libre...

Tiro del pomo con cuidado, esperando no encontrarme con una de esas cámaras ocultas que graban sustos a los pringados. Durante mi adolescencia me tragué muchos de esos programas en televisión, y también los viví en persona por cortesía de los imbéciles de mi clase, así que no me gustaría ser víctima de nuevo de...


Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now