C A P Í T U L O 1 1

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Dado que tengo una reputación que mantener... o al menos lo que queda de ella, he decidido pasar de contar lo que ha ocurrido en las últimas veinticuatro horas. Pero haciendo un breve y esquemático resumen, os diré, por orden, lo que pasó.

Primero, fui a comisaría. Allí me echaron una bronca sobre normas de conducción, multas que puse a nombre de Leon —porque sigo ardido—, faltas de educación —lo del vómito, supongo— y un largo etcétera que no es que pretenda pasar por alto... Simplemente no me acuerdo muy bien.

En segundo lugar, vomité.

En tercero, Leon vino a buscarme. Por lo visto, me había seguido de cerca con el coche para, probablemente, evitar que me abriese la crisma en un descuido. Un tipo muy considerado.

Cuando apareció, claro está, no dio señas de pretender darme unas palmaditas en la espalda. Pero tampoco pareció interesado en partirme la cara. Como ya os he contado, es un hombre carácter afable y tranquilo, sobre todo con el amigo al que dejó tirado después de haberse pasado cinco años encargándose de su salud. Lo que, efectivamente, puede significar que no es buena persona, solo piensa que me debe algo.

Pero dejaré lo de cuestionarme las bases y características de mi amistad para luego. Ahora os tengo que contar de qué fue la conversación que tuve con él... Ya os digo que duró bastante poco. Levanté la cabeza y lo miré un momento.

—Ahora es cuando añadimos a las reglas de comportamiento «no acabar en comisaría», ¿no?

Él asintió. Y yo vomité otra vez.

Lo de los vómitos también tiene su razón de ser, porque después de pasar toda la noche entre temblores y con fiebre, Adrienne me llevó al médico —sí, ella me llevó al médico. Judas puede intentar redimirse cuantas veces quiera— y ambos descubrimos que había contraído... un virus intestinal. Tal cual os lo cuento.

Para que luego digan que las mujeres no traen problemas... Todo esto es culpa de Lana Douves: si no se hubiera quedado ciega, yo ahora estaría azotando la marmota con mi follamiga en lugar de languideciendo en el chaise longue de la nueva choza de mi ex mejor amigo.

Aviso que no soy especialmente cariñoso cuando estoy enfermo, y menos cuando he dejado que se caiga el mito de los Volney y sus hígados acerados delante de la comunidad lectora. Y menos todavía cuando me han obligado a descansar en una habitación llena de libros, que esta familia excéntrica insiste en llamar salón... cuando parece la puta Biblioteca de Alejandría. Esa que ardió. Esa que no me importaría hacer arder yo mismo.

Para una persona que solo ha leído manuales de estudio para aprobar y cómics de Marvel, X-Men, Astérix y Obélix y, por supuesto, todos los mangas de Naruto Dios mío, Naruto, te quiero—, tener todo un arsenal de biografías de gente importante, novelas históricas y tochos que nada tienen que envidiar al Corán encima de su cabeza, es una amenaza velada. Un ataque contra mi intelecto. Esas AK-47 con más de seiscientas páginas no tienen ningún derecho a apuntar en dirección de mi cerebro de guisante. Y por si fuera poco, Adrienne rompe el silencio hablando por teléfono. Como si no tuviera suficiente con haber roto mi amistad con Leon.

—Claro que no se me ha olvidado. Estaba a punto de meterme en la ducha... Por supuesto que los llevaré. Lana, no seas cruel. Tu hermana no se parece en nada al champiñón de Mario Bros.

Lo que me faltaba, que se ponga a hablar con Stevie Wonder femenina delante mía. Si os digo la verdad... Si yo fuera Dios o quienquiera que mande y hubiera tenido que quitarle un sentido a esa mujer, habrían sido los ojos. Le gustan demasiado los perfumes masculinos, hablar por los codos, escuchar a los demás y hace con las manos cosas realmente maravillosas para privarla de alguno de los restantes... Claro que no creo que Dios dijera «vamos a joder a Lana». Algo tuvo que pasar.

Clavo los ojos en Adrienne, que sigue discutiendo sobre champiñones. Yéndonos a los años a.C —no son los antes de Cristo, sino los «antes de culote», una manera de referirme a esa época en la que un culo no se interpuso entre mi amigo y yo—, Adrienne me caía bien. Hacía feliz a mi colega y no me hablaba lo suficiente para hacerme sentir amenazado por su columna kilométrica de estudios universitarios. En esos tiempos, yo diría que a lo mejor éramos amigos. Y después, cuando se llevó a Leon —época d.C—, más le valía seguir considerándome el puto amo, o tendríamos problemas. Es decir... Me acababa de quitar una de mis pocas razones de vivir. De hecho, me quitó dos, porque fue la que me dio el mensaje de que Lana había encontrado a un tío dispuesto a casarse con ella en Las Vegas al día siguiente. Si me hubiera apartado Adrienne a mí después de herirme de muerte, habría sido excesivo. Por tanto, si me considera su colega —y en serio, me cabrearé si no—, ¿por qué no me contó lo de Lana?

No he podido pensarlo antes porque estaba ocupado haciendo abdominales gracias a una gastroenteritis, pero por fin he visto la luz. Por la manera que Lana tiene de moverse y hablar, yo diría que lleva unos años siendo ciega, por lo que hace tiempo que debería haberme enterado. Hace tiempo que deberían habérmelo contado.

—¡Tito Axel! —me llama Dachau, entrando en el salón como una tromba. La niña realmente no tiene ni idea de lo que significa estar enfermo, porque se tira sobre mí casi con el codo por delante—. ¿Me leerás un cuento? Papá está ocupado en el despacho.

—Claro que sí, hombre, claro que sí... —La cojo por la cintura y la siento sobre mi regazo, lanzándole una mirada asesina a Adrienne que le hace alzar la ceja. O lo que debería ser una ceja pero no lo es, porque se confunde con su jodida piel de rastrera. ¿Por qué no se las tinta de un color normal? Me ponen nervioso—. ¿Quieres que te cuente la historia de Alex y Nala?

—¿Nala? ¿La leona de El rey...?

—No, no, otra Nala. Una menos rubia, y con menos caninos superiores, y... Bastante más habladora. —Ella asiente, emocionada. Desvío la vista un momento hacia Adrienne, que ha dejado el móvil a un lado para mirarme de hito en hito—. Alex y Nala se conocieron por casualidad. Ambos tenían unos amigos en común... Pongamos que se llaman Tigre y Lola Bunny.

—¡Como la de los Looney Toons...! Aunque Lola es un conejo. ¿El tigre no se la comería?

—Ah, por eso no te preocupes. Tigre se la come muy bien —comento maliciosamente. Lola Bunny pone los ojos en blanco—. A todo esto... Digamos que Alex y Nala se sintieron atraídos el uno por el otro en cuanto se vieron. A Nala le gustaba hacerse la estrecha, pero Alex era un experto en el ámbito se... —Adrienne entorna los ojos—. Ámbito sedente.

—¿Sedente?

—Claro. A Nala le gustaba mucho sentarse, y Alex dejaba que lo hiciera en cualquier parte de su cu... —Adrienne carraspea—, cuaderno de dibujos, para que así pudiera pintarla. Algo muy romántico.

—¡Como en Titanic!

Hago una mueca.

—¿Le has puesto Titanic a la niña y me miras mal por decir que se sentaba en mi cara? Joder, esos dos empañan un coche —le espeto a la madre, bufando—. En fin. Como iba diciendo, Axel y Lana tenían...

—¿No eran Alex y Nala?

—Sí, claro, eso mismo. Como decía, tenían algo muy especial, pero un día apareció el dragón Lola Bunny y engulló a Nala, y Alex nunca la volvió a ver. —El ceño fruncido de Dau me hace chasquear la lengua—. Venga, todas las historias infantiles tienen que tener un dragón. No lo digo yo, lo dice Yano[5]. Este dragón del que te hablo voló muy lejos durante cinco años, y se quedó preñado de un asno y todo..., pero un día muy especial, vomitó a Nala y... a que no sabes qué.

—Oye... Este cuento es muy raro —se queja la niña.

Mi vida sí que es rara.

—Pues que Nala estaba ciega y nadie le había dicho nada a Alex —espeto, mirando a Adrienne con rencor—. A ese dragón de Escandinavia no se le ocurrió coger el jodido teléfono y avisar para que pudiéramos darle apoyo moral.

[5] Yano es un juguete que cuenta cuentos.


Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]حيث تعيش القصص. اكتشف الآن