C A P Í T U L O 1 4

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No le tengo ningún cariño a los parques, pero entiendo que uno pasea por verdes prados cuando tiene muchas cosas en las que pensar.

Podría dedicarme exclusivamente a sentirme culpable por hablarle mal a mi amigo —mi único amigo, como él se ha encargado de desvelar—, o también podría retorcerme los pezones con unas tenazas... Entendéis por donde voy, ¿no? Efectivamente, no estoy dispuesto a darle más vueltas. Sé que no tengo la razón, y sé que debo cambiar, pero por ahora solo quiero dar una vuelta por el parque de Bercy.

¿Por qué Bercy, habiendo tantos otros bastante más interesantes? En la plaza de Vosges puedes jugar al ajedrez, y en el de parque de Boulogne puedes montar a caballo, patinar y ver teatros, materias divertidísimas cuando tienes un jamelgo, sabes patinar sin abrirte la crisma o ya de paso, te sientes cómodo con el culo clavado en un asiento.

En este caso es tan simple como que mi madre me solía traer de paseo por aquí.

No es la primera vez que la menciono, ¿no? Ya sabéis que mi progenitora era francesa, que está muerta y que realmente existió, no he salido de una almeja como Venus.

Tampoco puedo contaros mucho sobre ella. Por su culpa tengo un metabolismo imposible de mantener, y debería avergonzarse por dos vertientes: por un lado, ella misma era una persona que engordaba con facilidad. Me regaló sus genes muy amablemente, aunque no me habría importado que se los metiera por el orto. Y por otro, le encantaba cebarme. Algo imperdonable, considerando que cuando dejó de hacerlo, tuve que llenar mi vacío con esa comida que me metía entre pecho y espalda a diario. Imperdonable.

«¡Ay, Axel, cómo eres...! ¡Mira que hablar así de tu madre...!» ¿Cómo diablos estoy hablando de mi madre? Me expulsó de su vientre entre sudores y le estoy muy agradecido, pero tampoco le debo diez aplausos. Primero, porque me hizo creer que estar gordo no era para tanto. Segundo: porque a saber a dónde coño se largó cuando cumplí los doce años.

Tranquilos, esta historia no va de cómo supero la trágica pérdida de mi madre. No todo el mundo ama a quien le engendró con la garra de un boxeador, ni todo el mundo es incapaz de digerir sus dramas familiares. Yo en concreto no puedo digerir los dramas, como ya se ha visto, pero lo de mi madre está superado, así que relajaos.

Esta historia va, en cambio, de cómo voy paseando por el parque, preguntándome cuándo vomitaré de nuevo, cuando una mujer pasa corriendo por delante. Un perro magnífico tira de la correa, haciendo volar a su dueña en dirección a...

En dirección al jodido lago.

Me giro rápidamente para no perderlos de vista, utilizando la mano de visera. Y como el destino es muy puñetero y alguien se lo está montando de lo lindo —no en ese sentido, guarros— allí arriba para joderme hasta el fondo, esa mujer no podía ser otra que Lana. Una ciega gritona a merced de un pastor alemán sediento... ¿No da para película?

Que conste que no soy un héroe. Si echo a correr detrás suya es por dos razones: porque llevo dos días sin pisar el gimnasio, y porque necesito acariciar a ese perro. O ver ese culo con mallas de cerca...

—¡Eh! ¡Eh! ¡Cuidado!

Doblo su velocidad y hago un sprint para alcanzar a Lana, que sé que es Lana porque reconocería su melena en cualquier parte, en este caso recogida en una coleta.

No solía llevarlas porque decía que le quedaban mal, pero cuando logro cogerla por la cintura y quitarle la correa para que el perro corra libremente, y se da la vuelta para mirarme... No me parece que le quede mal. No me parece que nada pueda quedarle mal.

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now