C A P Í T U L O 1 2

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Adrienne me sostiene la mirada con su apatía natural mientras se cuelga el bolso del hombro. Un excelente momento para batirse en retirada, sí señor...

—Ahora mismo tengo que irme. He quedado con unas amigas —explica, en tono relajado—. Pero cuando vuelva, si quieres, podríamos charlar sobre eso... O si crees que no podrías esperar, siempre puedes darle la tabarra a Leon.

Y me lo dice tan tranquila, como si no me estuviera sintiendo dramáticamente traicionado por una persona a la que adoro y otra que debería tratarme bien después de haberme hecho lo que hizo.

Esa demostración de calma es una de las cosas que siempre me han molestado de esta mujer. ¿Es que no tiene sangre en las venas...? Es decir; la vi reaccionar una vez como Goku en su transformación Super Saiyan, pero después de eso no ha vuelto a alterarse.

Realmente hace falta una jodida tragedia para trastocar su horario de sueño.

Bufo como un crío —porque me lo puedo permitir estando enfermo—, y me pongo de pie, dejando a Dau sobre el sofá con cara de enfurruñada. Evitando ser el causante de un posible llanto desconsolado, me pongo en cuclillas y me aseguro de que me mira a los ojos al decir con suavidad:

—Sé que no te ha gustado la historia. Créeme... Tampoco es de mis favoritas.

A continuación, me sirvo del método de distracción más práctico de la historia de la humanidad: la televisión. Pongo un documental de animales, sabiendo que los ñús son el tema preferido de Dachau, y me desvanezco en cuando se mete el pulgar en la boca para disfrutar de su canal predilecto.

No es tan curioso que prefiera lo racional a los dibujitos, considerando que sus dos padres merecen un Nobel y varias obras poéticas idolatrando su inteligencia... Y no es un aspecto que vaya a criticar. No se os habrá olvidado quién es el que ve vídeos de cocodrilos y leones batiéndose en duelo a las tantas de la madrugada, ¿no? Por lo menos la niña tiene algo mío.

Me desplazo hasta el despacho de Leon, y sin tocar a la puerta, me cuelo sigilosamente.

Es posible que me haya equivocado. El salón no es la biblioteca de Alejandría; esta sala lo es, y eso que comparte características con un zulo.

Leon nunca ha sido de esos a los que les encanta hacer ostentación de sus lujos. Cuando vivía en Múnich, alquilaba un piso patético en el límite de las afueras, y aunque no soliera repetir traje en una semana —eso tenía su truco; lo único que cambiaba era la corbata o la camisa, y ya parecía un conjunto nuevo—, no tenía ningún armario equivalente al de los bolsos de las Kardashian.

¿Que por qué sé el tamaño del armario de los bolsos de las Kardashian, decís? Pues porque las sigo en Instagram. Kylie Jenner es una bomba sexual; no me perdería sus publicaciones por nada del mundo, y menos con la polémica que levantó su embarazo secreto.

—¿Cómo estás? —me pregunta Leon, levantando la vista del escritorio—. ¿Necesitas algo?

—Poca cosa —comento, paseándome muy cerca de la estantería. Acaricio el lomo de las novelas con un dedo, haciéndome la interesante—. Me apetecía leer un poco, y en el salón no encontraba El otro lado del sexo, ni La porra de mi novio. ¿Lo tienes por aquí?

Leon está tan harto de mis chistes que no se ríe, solo eleva una de las comisuras de los labios.

—No los tengo, pero si quieres, puedo prestarte algo del marqués de Sade.

—Ah, no, gracias. No necesito aprender técnicas sadomasoquistas. La simplicidad es el arte, ¿sabes? Con los azotitos estoy servido. Pero si tienes alguna novela sobre ceguera repentina, o mejores amigos patéticos que no te cuentan que la ex del menda se quedó ciega, te agradecería que me la prestaras.

Ojos que no ven... ¡van y me mienten! [AUTOCONCLUSIVA]Where stories live. Discover now