Cambio

Від SirumYem

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Seth McFare y Jenna Kent no se llevan lo que se puede llamar... bien. Pero un buen golpe del destino hará un... Більше

Cambio
1. Despierta
2. Esa soy yo
3. Qué pesadilla
4. Infierno y Paraíso
5. ¿Me recuerdas?
6. Primer beso
7. Segundo beso.
8. Tercer beso.
9. Cuarto beso
10. Quinto beso
11. El sol detrás de las nubes
12. Noticia de fiesta
13. Cumpleaños de Louis (Tony)
14. Cumpleaños de Louis (Tony) II
15. Cumpleaños de Louis (Tony) III
16. Festival de primavera
17. Walton en El País de las Maravillas
18. Habitación 426
19. Un día con Seth
20. Seth, perdóname
Mini EXTRA
21. Entre confusiones, se levanta el hacha de guerra
22. ¿En qué estabas pensando?
23. ¿Una conexión?
24. La otra mitad del verano
25. La otra mitad del verano ll
26. La otra mitad del verano lll
27. A ti no te voy a soltar
28. Un día especial
29. No era un sueño
30. De dolores y sorpresas
31. Bajo el guindo
32. Escondida
33. Citas, citas everywhere
34. Melisa y el árbol que ardió
35. Veinticuatro horas
36. Lazos rotos
37. Rastro de fuego
38. Extraordinaria velada
39. Primera cita
40. Nuevos clubs, nuevo sentimiento.
41. Amor joven
42. No es lo único.
43. No más un secreto
44. ¿Entonces sí me crees?
45. Por verlo
46. La cereza del pastel
47. Un beso tuyo
48. Sorprendente I
49. Sorprendente II
50. Aviones de papel que no vuelan
51. Una araña en el lienzo
52. Peligro
53. Algo superficial
54. Una sílaba
55. Las mejores cosas
56. Primer beso (última parte)
Entrevista a Sirum.
Gabriel responde.
Louis responde
Jamie responde
Greg responde
Liz responde
HOLA DE NUEVO
ANUNCIO
BUENAS BUENAS
FINALMENTE
BUENAS Y MALAS

Epílogo: Su palabra

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Від SirumYem

Nota: no recuerdo de qué color anteriormente describía los ojos de Jamie, pero siempre me los imaginé color miel/ambarinos, si en los capítulos pasados no está descrito así, me aseguraré de corregirlo.

Disfruten!!



***


—Gire a la izquierda —le indicó la monocorde voz del GPS.

—Aquí no hay ninguna izquierda, maldita sea —gruñó Jamie escrutando el condominio con el cuello inclinado hacia delante y apretando el volante entre sus manos—. Ah, ya la vi.

Justo en ese momento, la cancioncita que nunca le gustó hizo acto de presencia para hacerle saber que alguien le llamaba y se apresuró a contestar, intuyendo quién estaría al otro lado de la línea.

—Pero si es la señora McFare —saludó con un mote entre burlesco y cariñoso, sosteniendo el móvil entre el hombro y la oreja—. No te preocupes, ya estoy a unas cuadras.

—¿No estás perdido? ¿Necesitas que te repita la dirección? —preguntó Jenna del otro lado.

—La tengo perfectamente grabada en mi cabeza. Dame cinco minutos y en seguida estoy ahí.

—¡Date prisa!  

Dio vuelta a la izquierda y se adentró en el nuevo condominio, donde las casas se erguían elegantes y orgullosas sobre sus extensos patios delanteros. A la par una más grande que otra, más ancha o delgada, unas optaban más por el exuberante toque inglés mientras que las más nuevas imitaban el estilo minimalista al pie de la letra. Nunca le llamó la atención vivir en un lugar así, pero al constatar que los pinos, fríos y reconfortantes a la lejanía, la quietud gobernante y la ausencia de los estruendosos sonidos urbanos le traían una melancólica nostalgia en el pecho, se planteó la idea de algún día tener las agallas —las pelotas, le diría Lily— para mudarse a un lugar así y abandonar su juventud en los pastizales de esa tranquilidad.

Suspiró sin decidirse por quedarse con esa nostalgia o apartarla a patadas de su pecho; sin saber si le agradaba o le disgustaba traer los recuerdos que marcaron su capacidad para conseguir una estabilidad amorosa.

Jamie sabía que Jenna se estaba conteniendo las ganas de gritarle que se le pisara al acelerador, que tenía muchas ganas de abrazarlo y despeinarle el cabello como antaño tantas veces hizo. Él también tenía muchas ganas de abrazarla, de verla convertida en madre y feliz a lado de Seth. No podía estar más feliz por ella.

Se escuchaba Prince en la radio y cantó cuánto sabía antes de llegar a la casa. Dos plantas, con un toque del estilo tradicional inglés y otro toque minimalista, con sus marcos blancos y un balcón en cada habitación con vista al vecindario, sus puertas corredizas y una enorme terraza trasera con piscina.

Jamie solía olvidar que Seth era arquitecto y que por obvias razones su casa parecía salida de un catálogo titulado "La casa de tus sueños".

Era la primera vez que visitaba su primera casa como pareja, sin embargo, los había visitado en muchas ocasiones cuando vivían todavía en un departamento.

Regresar a esa ciudad, después de haberse instalado a la torrencial y nueva vida de Londres, le brindaba muchos viejos recuerdos.

Se estacionó entre dos autos que supuso eran de otros invitados y se apeó. Una súbita emoción se apoderó de él y tuvo ganas de correr haca la puerta. Pero se mantuvo firme, eso sí, sin reprimir la sonrisa.

Los segundos que la puerta tardó en abrirse le fueron eternos, pero finalmente lo recibió con los brazos abiertos una Jenna con muchos kilos menos, recuperada de su embarazo, de vuelta a su antigua figura de la que tanto su esposo presumía.

—¡Hombre, al fin estás aquí! —lo abrazó y Jamie la apretujó hasta que Jenna rogó por aire.

—¿Te fue difícil encontrar el camino?

—No, qué va —mintió Jamie—. ¡Tu casa es enorme! ¿Dónde están todos? ¿Y tu pequeña criatura? ¡No he felicitado al nuevo padre!

—Es Liz—le recordó ella, en referencia a su hija.

—¿Liz?

Jenna asintió.

—Por su abuela.

—¿Y su otra abuela?

—Su nombre completo es Jennifer Elizabeth. En honor a las dos. Pero Seth y yo le decimos Liz, como su tía favorita —sonrió.

Jamie notó que, a diferencia de la foto donde se capturaba por primera vez a madre e hija, acostadas en la camilla del hospital, durmiendo con las cabezas juntas después de una larga noche, el cabello de su amiga había adquirido su brillo, sus mejillas volvían a ser naturalmente rosas y sus labios estaban más carnosos.

De no ser porque sabía que cuidar a un bebé durante sus primeros meses de vida era agotador, no percataría en sus ojeras, pues estaban bien escondidas detrás del maquillaje.

Jenna le fue enseñando la casa a medida que lo guiaba hacia la terraza, donde un pequeño grupo de personas platicaba o caminaban de una esquina a otra.

—Creí que habría más gente —dijo antes de acercarse por completo, reconociendo a todas y cada una de las caras presentes.

—Hemos estado invitando por partes —le explicó ella—. Los amigos de la universidad, los del trabajo, la familia.

—¿Y éste grupito cómo se llama?

Jenna le sonrió y deslizó la puerta-ventana que los separaba del exterior.

—Los amigos de toda la vida.

—¡Jamie —gritaron Melisa, Lily y Liz al verlo y él las recibió como Jenna al abrirle la puerta.

—¡La edad te está haciendo más guapo! —rió Melisa, a quien Jamie no había visto en mucho tiempo por su apretada agenda.

—De verdad, reconsidera casarte conmigo —bromeó Lily, quien, a pesar de la broma que llevaba años haciéndole, ya estaba comprometida.

Liz lo agarró del brazo.

—Déjalo, ya debe tener quién le caliente la cama —le dijo a Lily, sacándole la lengua—. ¿No es así, Jamie?

—La verdad es que no —él rió, nervioso.

—¡Jamie! —la reconocida voz de Gabriel lo hizo darse la vuelta y saludar a su viejo amigo que tampoco había tenido el gusto de ver seguido.

Junto a Gabriel había un atractivo hombre de piel aceitunada que se presentó como Dylan, el novio de y futuro esposo de Lily. Su cara le pareció familiar y, entre risas, Jenna le recordó que lo habían conocido en aquella ocasión en la que fueran a la playa siendo aún estudiantes de instituto, el chico karateka. Entre la charla y las manías, Jamie creyó distinguir un brillo en la mano de Melisa y agarró su mano para checar que, en efecto, llevaba un anillo de compromiso.

—¿Por qué yo no sabía de esto? —lo recriminó y miró a Melisa con una ceja alzada.

—¿No lo sabías? —preguntó Gabriel con genuina curiosidad—. Te enviamos una invitación hace unas semanas.

—¿Ah sí? —Jamie se rascó la cabeza—. Debo haberla dejado entre el montón de papeles. La buscaré en cuanto vuelva, ¿cuándo es la boda?

—Dentro de un mes —le respondió Jenna sonriendo—. ¿Aún no ha aparecido Seth?

—Se metió hace un minuto con la bebé y no ha regresado —dijo Dylan.

—Jamie, ¿podrías ir a buscarlo? Sirve que conoces a mi princesa. Voy a traer más servilletas...

—Deja eso ya, mujer, no moriremos si no hay servilletas—Lily le dio un manotazo en el brazo y la reprendió con cariño.

Jamie se disculpó y se alejó en busca de Seth, quien al parecer estaba dentro de la casa y no lo había visto.

Fue entonces cuando le vio.

Ni en sus mejores galas de cuando eran adolescentes lo recordaba tan guapo. Sin embargo, tampoco es como si hubiese cambiado tanto.

Era más alto, sí, tal vez unos centímetros más que él, llevaba su rubio cabello un poco más corto y bien peinado, iba en ropas informales sin verse desenfadado, conservaba su toque.

Estaba concentrado en algo en la pantalla de su celular, con el pulgar en la barbilla y el índice en los labios, ese gesto suyo que, Jamie sonrió de lado con nostalgia, no había cambiado.

Louis levantó la cabeza al sentir que alguien lo observaba y su mirada verde se topó con la ambarina de Jamie. Le sonrió a modo de saludo y se acercó.

Jamie, sin saber si esperarlo o también avanzar, se quedó haciendo lo primero porque el tiempo que duró su indecisión, duró Louis en acercarse a él.

Lo primero que captó fue el aroma a crema de afeitar, y parte de la nostalgia se esfumó. Antes, Louis, al no tener la necesidad de afeitarse, no cargaba con ese olor, sino con el de su usual jabón.

—Hola, Jamie, ¿qué tal has estado?

Su voz era más profunda, y aunque lo conocía lo bastante para saber que su tono siempre era amable y cordial, también era un poco más dura.

—Bien, muy bien, de hecho —no era del todo mentira.

—¿Cómo va la vida de abogado?

Jamie quiso soltar una carcajada que no tenía nada de alegre.

—Es pesada, pero me gusta. Estoy haciendo una maestría.

—Estupendo. ¿En qué?

—Asesoría jurídica.¿Qué me dices de ti? No supe qué pasó contigo.

—Soy profesor enla UCL[1].

Jamie silbó con admiración.

—Lo que siempre quisiste.

—Sí. Más o menos.  

Jamie se aclaró la garganta, incómodo.

—¿Sabes dónde está Seth? No lo he felicitado aún.

—¡Oh, es verdad! Lo siento, te estoy distrayendo. Está en la cocina, ven. Tienes que conocer a la pequeña Liz, está hermosa.

Lo sé, quiso decir Jamie.

Al correr la puerta, Seth estaba cerrándole el pañal a la niña y le acomodaba el vestidito. A pesar de sus ojeras claramente visibles, él tampoco había perdido el atractivo, todo lo contrario.

—Mira esto —dijo Jamie a modo de saludo—. Estás hecho todo un padrazo.

Seth sonrió y cargó a Liz, que se removía inquieta entre sus brazos.

—¿Cómo estás, Jamie?

—La pregunta es: ¿cómo estás ? ¿Te has visto al espejo? Se nota que apenas duermes.

Seth se pasó una mano por la cara, como si así pudiera quitarse las ojeras.

—No es nada. Dentro de unos años serán por razones diferentes.

Miró a su hija como si la estuviera imaginando veinte años mayor. Jamie notó cómo Seth estaba profundamente enamorado de su hija, que su llegada le había cambiado la vida, y que eso lo hacía feliz.

—¿Cuánto tiene? —preguntó.

—Cumplirá cinco meses la próxima semana.

La niña soltó una carcajada y se llevó las manos a la boca, metiendo sus dedos entre las encías.

—Liz, ¿eh? ¿Puedo?

—Claro.

Seth le pasó a la pequeña en brazos y Jamie sintió esos kilitos de nada que conformaban a esa niña en su más tierna edad. Frágil, delicada, hermosa. Saludó a la niña con unos mimos y cuando ésta llevó sus manitas a su cabello, inclinó la cabeza para evitar más dolor y miró a Seth.

—¿Estás seguro de que es tuya, Seth? Tiene los ojos azules —le picó.

—Mi madre los tenía así.

Jamie se giró a mirarla de nuevo. Tenía el cabello oscuro, como sus padres, una piel pálida y unas pequitas que hacían conjunto con sus enormes ojos azules, acompañados de unas enormes pestañas.

Liz no paraba de sacudirse y reír, jugando con la mano que Jamie le ofreció para entretenerse.

Jamie vio que, al sonreír, se le formaban unos hoyuelitos en las mejillas.

Jamás en su vida había visto a un bebé así, y en ese momento le pareció la criatura más hermosa del mundo.

—Es muy risueña —rió Jamie, contagiado.

—Sí —asintió Seth, también riendo.

—Y muy hermosa también, Seth. Felicidades. Tiene la energía de su madre.

—¡No tienes idea! Eso definitivamente viene de Jenna. Pero te apuesto a que tendrá la inteligencia de su padre.

—¡Lo presumido no se te quita!

Riendo, Seth se acercó y le acomodó el vestidito azul con rayas blancas, que se le subía hasta la panza al manosearlo tanto.

—Saluda al tío Jamie, Liz —le dijo Seth en un tono cariñoso y Jamie se quedó impresionado—. Saluda.

Como por primera vez, la nena reparó en él y rió, pegándose a su mejilla de golpe.

—¿Significa que soy su tío favorito?

La pequeña reunión continuó lenta y apacible. La pequeña Liz iba de brazos a brazos, siendo la atracción de la tarde, haciendo reír a todos con sus inocentes actos y risotadas.

—Esta niña de tímida no tiene nada. ¿Verdad que no? ¿Verdad que no? —se acercaba Lily y juntaba su nariz con la de la nena.

Si bien no eran las alocadas fiestas de las que Jamie solía disfrutar más, que el ambiente tranquilo apaciguara sus pensamientos no le hacía ningún mal.

—¿Cómo está tu novio? ¿Siguen juntos? —le preguntó a Liz (la mayor), mientras paseaban alrededor de la piscina con vasos desechables llenos de cerveza.

—Está en Turquía.

Jamie alzó las cejas.

—¿Turquía?

—Sí, dando unas conferencias.

—¿Sobre qué? 

—Sobre el pasado de Europa —se encogió ella de hombros, haciendo brillar su vestido strapless blanco veraniego a la luz anaranjada que comenzaba a tomar el cielo.

—¿El Imperio Otomano?

—Ajá. Es un historiador, ya sabes. Todo esto le encanta.

—Suena muy interesante.

—Lo es —asintió ella—. Oh, deberías escucharlo cuando habla de esas cosas. Es más apasionado en eso que en la cama, ¿sabes?

Jamie soltó una risotada que Liz no se quiso quedar atrás.

—¿Es en serio?

—No lo sé. Realmente no lo he comparado.

De repente, él se puso serio.

—¿Y tú? ¿Qué pasó con tu carrera de modelo?

Liz bufó.

—Ese mundo nunca fue para mí, Jamie. La gente no paraba de decir que tenía muchas puertas abiertas, la compañía aún hoy me habla para ser la imagen de un nuevo producto. Pero no me gusta.

Jamie asintió, comprensivo.

—Así que prefieres que te grite tu jefe —bromeó para aligerar la tensión y recibió una nueva risotada.

—Ese hijo de puta. Pero por más hijo de puta que sea, hace bien su trabajo. Vamos a sacar una nueva campaña —sonrió con la barbilla en alto—. La idea fue mía y la aceptaron.

—¡Enhorabuena!

Jamie alzó su vaso desechable y ella el suyo, haciendo un pequeño brindis y bebiéndose de un trago la mitad del contenido.

—Si te soy sincero, no creí que continuaras con Greg. Tu sabes, después de lo que pasó...

Jamie se refería a la gran separación que tuvieron desde que iniciaron sus estudios universitarios, girando Greg para una facultad que estaba del otro lado de la ciudad del de ella; ella en Marketing y él en Historia Inglesa, con un brevísimo lapso de tiempo para verse, ataviados en sus tareas y proyectos, quedaron en un acuerdo de darse un tiempo y moldearse a sus horarios. El tiempo había pasado y fue como si se olvidaran del otro hasta que se encontraron poco después de recibir sus diplomas de graduados.

—Sí, fue extraño. ¡Pero no ha cambiado en nada! —rió Liz—. Es el mismo Gregory. Lo extraño —pasó su dedo por la concavidad del vaso.

—Animo, Liz. ¿Cuándo regresa?

—Dentro de cinco insufribles días.

Jamie rió.

—Me alegro por ustedes, de verdad. ¿Cuánto tiempo llevan juntos?

—En octubre se harán tres años.

—¡Tres años!

—Tres maravillosos años. ¿Y tú?

—¿Yo?

—No has tocado tu vida amorosa desde hace siglos. ¿Qué tanto ocultas, eh? Que sepas que no juzgo si te gustan los asuntos-de-una-sola-noche —alzó las cejas haciendo énfasis en cada palabra.

Jamie soltó una carcajada.

—Así fue un tiempo. No más. Ya estoy muy viejo para eso.

—¡Jamie, pero si estás en la flor de la juventud!

—Calla, en cinco meses tendré veintisiete. Ya no puedo seguir en las viejas andadas, tengo que tomarme esto más en serio.

Liz rió, sabiendo que Jamie hablaba medio en broma medio en serio.

—¿Esto? —alzó las cejas.

—Sí.

—¿Qué es esto?

Jamie le sonrió.

—La vida.

—Me gustabas más cuando eras más alegre. ¡Tenías energía desbordando hasta por los codos! ¡Devuelve al viejo Jamie!

La primera frase casi borró la sonrisa de Jamie y lo hizo preguntarse: ¿soy feliz? Se despojó de esa pregunta temporalmente y forzó una sonrisa; quería disfrutar de la tarde con sus amigos, ya pensaría después en su felicidad. Por ahora, estaba seguro que estar entre aquellas personas sí que lo hacía feliz.

Platicó con Gabriel, que se había hecho con la mayoría de las ganancias de su abuelo al fallecer éste hacía un par de años. Se dedicaba, como su tío, a la investigación. Por su parte, Melisa le dedicaba su tiempo a la literatura, trabajaba en una editorial, corrigiendo libros y conviviendo con diversos autores que no tardaron en volverse los más leídos.

Le preguntó a Lily cómo era convivir con niños de cinco años todos los días, y ella respondía con una enorme sonrisa que era lo mejor del mundo, que cada uno era especial y la hacía ver un lado nuevo de ella.

De Dylan, su prometido, no sabía mucho, sólo que ganaba un buen salario y le gustaban los masajes de pies que su novia le daba.

Jamie se sentía contento observándolos como desde un segundo plano.

Seth había cumplido su sueño viajando por el mundo mientras cursaba la universidad, conociendo viejos edificios y estructuras mundialmente famosas y otras no tanto, pero que cada una le había inspirado para sus trabajos, que terminaban muy bien aclamados.

Jenna aún estudiaba, mas tenía sus turnos en el hospital. Ella le comentaba, emocionada, que le faltaba un año para terminar y que pronto podría atender a personas y niños enfermos de cáncer. Le platicó muchas cosas de las que veía a diario en el hospital. Jamie no entendió algunas cosas y ella se esforzaba por utilizar palabras simples dentro del entendimiento de su amigo.

El sol se había puesto y la pequeña Liz estaba profundamente dormida en el sofá de la sala para cuando dieron por concluida la pequeña reunión. Habían puesto música, habían bailado, habían hablado de sus antiguos maestros en común, de las locuras cometidas en la adolescencia.

Incluso, con genuina curiosidad, Jenna y Seth fueron interrogados por sus inusuales cambios de cuerpo.

—Ya no pasan —respondió Jenna, encogiéndose de hombros—. Desde el incidente en el laboratorio ya no suceden.

Seth la había atraído hacia sí y le había besado la coronilla.

—Menos mal —había dicho—. Era un problema en la cama.

Todos rieron y dieron por zanjado el tema.

Jamie pensó para sí que a Seth realmente nunca le habían importado los cambios. Era claro que, para él, con o sin los cambios, quería a Jenna con locura. Sin embargo, Jenna se veía aliviada. Ella confesaba a veces echar de menos las locuras cometidas gracias a los cambios, pero que extrañaría más poder besar a su esposo de manera normal.

Nunca descubrieron la verdadera razón de sus cambios. Cada vez que le preguntaban a Gabriel él sonreía y decía:

—Era magia.

Magia, destino, ciencia. ¿Qué importaba?, pensaba Jamie. Finalmente esos cambios los obligaron a involucrarse y meterse uno en la vida del otro, a terminar como habían terminado.

Jamie creía en el viejo árbol del que les platicó Seth, aquel que ardió en flamas el mismo día que Jenna milagrosamente despertó después de aquel atroz accidente.

Lo podía ver en sus rostros: si hubiesen querido habrían atravesado tierra y mar para encontrar la razón del fenómeno, pero optaron por seguir viviendo así, con una vida normal y simple, agradecidos por llegarlos a juntar.

Jamie se despidió de cada uno con un abrazo y todos partieron a sus casas al mismo tiempo. Pudo ver por el retrovisor cómo Seth cargaba con su recién despertada hija, que se tallaba los ojitos, y Jenna con un vestido rojo ajustado, de pie frente a su esposo, se despedía de él con la mano. Se alejó y la pequeña y nueva familia se fue empequeñeciendo conforme más avanzaba.

Jamie no pudo evitar una punzada de envidia. Él también deseaba una familia. Algún día. Un día que veía muy, muy lejano, tan lejano que era probable que fuera a ocurrir en otra vida.

Después de una noche en tren, llegó a las tres de la madrugada a su nada acogedor departamento en Londres. Vivía en el quinto piso de un edificio al éste de la ciudad, a unas pocas calles del Támesis y del Big Ben. El edificio era viejo, pero estaba remodelado casi completamente por dentro, y el quinto piso era, pues, un penthhouse al que se había mudado hacía unos meses.

Cuando el ascensor se abrió, entro arrastrando la maleta por el vestíbulo, donde al mismo tiempo, al no estar separado por paredes, era sala, comedor, cocina y biblioteca personal. Las ventanas frente a él estaban abiertas, pero poco le importó y se dirigió a la derecha, dejando atrás la cocina, y adentrándose en un pequeño pasillo que se detenía en tres puertas cerradas en orden de media luna: la principal y única habitación frente a él, y el baño y el estudio a sus costados.

Aventó la maleta a su cama y fue al estudio.

Seguía estudiando en la universidad, sí, pero tenía un pequeño espacio dentro de un despacho de abogados y casualmente sobre él habían caído muchas recomendaciones, por lo que en dos días llevaría a cabo un juicio y él aún no terminaba de acomodar sus argumentos.  

Era un caso que para Jamie siempre resultó simple: la madre que peleaba por la custodia de sus hijos. Cada caso era diferente, pero para él eran los más sencillos de resolver, y, como cada vez que recibía éstos casos —y todos los demás—, planeaba ganar.

Le dieron las tantas de la madrugada cuando habló un compañero de clases.

—Hey, hola, James.  

Era un compañero que se creía su amigo porque habían salido a tomar un par de copas juntos en una ocasión, cuando Jamie estaba hundido por una reciente ruptura. Jamie, una vez sobrio, lo mandó al carajo, pero el otro insistía, inventándose cualquier excusa para hablarle.

—¿Qué pasa, Peter? —contestó, enfrascado en su discurso. 

—Ya te dije que me llames Pit.

Pit. ¿Qué quieres?

—He perdido las hojas de Financiación, ¿podrías tomarle una pic y pasármela?

Jamie arrugó la nariz. Peter era un convenenciero, eso lo sabía, como sabía perfectamente que intentaba ser su amigo porque sabía que a él ya le caía empleo y era independiente, mientras que Peter vivía en un pequeño departamento pagado por sus padres, cerca de la casa familiar.

—Claro, ya te lo paso.

—Gracias, yo sé que puedo contar contigo, hombre.

Había intentado mandarlo indirectamente a la mierda muchas veces, pero era demasiado débil para patearle el culo de frente y al final lo dejó estar, aunque seguía sin mostrar compañerismo alguno hacia él.

Colgó e hizo lo que le había pedido Peter. Minutos después, el teléfono volvió a sonar.

Contestó con voz monótona.

—¿Sí?

—Oye, James —de nuevo Peter—, el viernes habrá pista —era su manera de decir que los bares y discotecas estarían abiertos, como cada fin de semana—, ¿salimos de juerga? ¿Qué dices, amigo?

Ni siquiera se lo pensó.

—No lo sé, Peter. 

Pit.

Pit. Como sea, tendré un juicio el viernes, y después iré a visitar a mi madre.

—Vamos, hombre. ¿Ya te arrugaste entre tantos papeles? Una noche de diversión no te hará más viejo, créeme, amigo.

A Jamie le irritaba enormemente las veces que llegaba a usar la palabra amigo en una conversación.

—Ya será para la otra.

—Mierda, amigo, a veces eres algo aburrido.

Peter desconocía totalmente su orientación sexual, y tal vez era por eso que insistía tanto en salir de juerga con él. Peter no era tan atractivo ni de lejos, y Jamie sospechaba que otra de las razones para pegársele como chicle era para atraer chicas con su cara bonita

Colgó y se pasó las manos por el cabello con fuerza. Al cerrar los ojos le ardieron enormemente y fue a la cocina por un café.

Afuera ya estaba amaneciendo pero enfocó su mirada a la taza que tenía en frente.

El móvil sonó de nuevo.

—Peter, ya te dije...

—Buenos días, señor Pershaver —rió una dulce voz de mujer del otro lado.

Jamie enrojeció de vergüenza.

—Lo siento, de verdad perdón. Creí que... No importa, ¿qué se le ofrece?

—No se preocupe, entiendo que esté algo ocupado. Soy Amanda, del departamento de asistencia social de la UCL. Llamo para confirmar su visita a las cinco de la tarde.

Jamie se pasó la mano por la cara.

Lo había olvidado completamente.

—Sí, sí, por supuesto.

—Muy bien. En caso de cualquier modificación del horario, sea tan amable de marcar a éste número dos horas antes de la acordada y hacérmelo saber.

—De acuerdo, muchas gracias.

Colgó, arrastró una silla para su cansado trasero y checó la hora en la pantalla del móvil.

Eran las seis de la mañana.

Tenía una pequeña conferencia para los estudiantes de filosofía en la UCL, con el tema de "la filosofía de la justicia" o algo así. Tenía su presentación hecha a la mitad y dentro de dos horas iniciaría su primera clase.

Mierda, mierda.

Tomó una rápida ducha de agua fría y mientras se cambiaba, su celular vibró de nuevo. Contestó sin ver el remitente, sabiendo que sería su odioso compañero para ir juntos a clases o ir a un café antes.

—No, Peter, no tengo ganas de salir.

—Vaya, alguien amaneció de mal humor. 

—Bruno.

Peter ya lo tenía paranoico.

Bruno era un ex. Una de sus relaciones más locas. Fue esa la ruptura que sufría cuando salió a beber con Peter por primera y última vez.

—¿Quién es Peter, eh? ¿Nuevo galán?

—No —sacudió la cabeza. La mera idea de daba asco—. Un compañero que sólo sabe joder. ¿Qué sucede, Bruno?

—Pues en ese caso, tenemos algo en común. También vengo a joderte un poco. Quiero verte.

Su corazón palpitó con fuerza.

Bruno era un moreno de raíces italianas con los ojos color avellana, era un conquistador y un excelente bailarín. Había llevado a Jamie de la mano a experiencias locas y divertidas en las que nunca se imaginó. Sin embargo, cuando Bruno propuso la idea de una relación "un poco" más abierta, Jamie sabía que esa era una experiencia que no quería vivir.

Aún así, también tenía ganas de verlo. Quería despabilarse de todo un momento, y Bruno era un experto en eso.

—No sé si pueda hoy. Estoy liado.

—Ya veo. ¿Mañana tal vez? Salgamos por unas copas y después vayamos a donde lo tuyo. O conmigo, como te parezca mejor.

—No es mala idea.

Bruno soltó una carcajada.

—Por supuesto que no. Y óyeme.

—¿Qué?

—No te estreses tanto, ¿bien? Mañana te daré un masaje que te hará olvidarte de todo.

—No sabía que dabas masajes —Jamie supo por dónde iban los hilos.

—Mi hermana va a cursos y me enseña. Además, sé de otra cosa te relajará más.

Jamie rió y le puso un alto.

—Bueno, bueno. Tranquilo, tigre. Espera hasta mañana.

Escuchó a Bruno suspirar.

—Hecho. Hasta mañana.

—Hasta mañana.

En una hora avanzó un poco más de su presentación oral. Salió corriendo de su departamento para tomar el subterráneo a su facultad. Al salir de su clase de las ocho, percató que la siguiente era hasta las diez y media, así que sacó su laptop para agregar imágenes que concordaran con sus palabras en la presentación.

Para las tres de la tarde ya tenía su presentación terminada y aprendido casi todo lo que diría. Aún así, guardó sus tarjetitas auxiliares.

Llegó algo apresurado a la UCL, recién terminada una clase, y preguntó por la sala de eventos.

Había cuatro salas, una pequeña en el ala oeste del edificio principal y se iban recorriendo hacia la derecha, con una distancia de seis o cinco salones entre sí. La tercera, en la que fue Jamie encomendado, era grande. No enorme, mas sí grande. Los asientos eran más elevados mientras más lejos estaban del estrado.

Una computadora yacía en una esquina y Jamie fue directo a conectar su dispositivo de memoria. Los alumnos llegaron apenas un minuto después, y una vez que el profesor dio una breve introducción y lo saludó cortésmente, procedió a iniciar su presentación y pequeña conferencia.

Cuando terminó los treinta presentes estudiantes aplaudieron y muchos subieron al estrado a felicitarlo o hacerle preguntas personales que no se respondieron cuando Jamie dio un espacio para cualquier cuestión que tuvieran.

Sacó una pequeña botella de agua de su maletín y se la terminó de un trago. No es que tuviera nervios, estaba acostumbrado a hablar frente a las audiencia, pero necesitaba recobrarse de tanta saliva y aire gastado. Además, estaba tan enfrascado en su presentación que no lo advirtió hasta ese momento, pero una familiar figura estaba sentada hasta atrás de la sala, ocultada por las sombras.

—Muchas gracias por su tiempo —le agradeció el profesor por último—. Esperamos que pueda colaborar de nuevo con nosotros.

—Lo mismo digo —le dio un apretón de manos—. Que tenga buena tarde.

Recogió sus cosas y esperó a que la persona de hasta atrás llegara hasta él. Había una entrada trasera, pero sabía que Louis no la tomaría.

—¿No tienes una clase que dar? —le preguntó, evaluándolo con rapidez.

Llevaba unos vaqueros oscuros, sujetados con un cinturón café y una camisa blanca debajo de éste. El atuendo luciría muy formal de no ser por el suéter azul sin abotonar.

Jamie, por su parte, traía puestos unos pantalones blancos y una polera blanca del mismo color debajo de un saco negro sin botones.

—Mi última clase acabó hace rato—le sonrió Louis. 

—¿Viniste a verme?

—Mi edificio está a lado pero escuché de Amanda que un tal Jamie Pershaver daría una exposición sobre la filosofía de las leyes y no pude evitar venir.

—¿Y? ¿Te gustó?

—Estuvo fenomenal.

—Gracias —Jamie cerró los ojos y soltó una risa—. Terminé la presentación hace unas horas.

—¿Qué? —Louis se echó a reír—. ¿Es verdad? Pero si uno no hace una presentación así en tan poco tiempo.

—Es verdad —rió—. No he dormido desde la reunión.

—Sí, te ves cansado.

—Amables palabras para decir que me veo de la mierda.

Louis soltó una carcajada.

Tú nunca te has visto de la mierda, pensó Louis, pero se lo mantuvo para si.

—¿Quieres ver el campus? Tengo tiempo—le ofreció, mientras se dirigía a la salida. Jamie lo siguió pero declinó.

—No, gracias. A decir verdad mañana tengo un juicio y tengo que organizarme bien...

—No te estás sobre esforzando, ¿verdad? Recuerdo que cuando te ponías en algo, hasta trabajabas extra.

—Eso... —titubeó Jamie, buscando una justificación y suspiró, vencido—. Tienes razón. Será que estoy nervioso. ¿Qué te parece si vamos a un café?

—Me parece perfecto.

Se fueron en el auto de Jamie y Louis lo condujo a un no muy concurrido pero delicioso café llamado Craenenburg.

—¿No te hará daño tanta azúcar? —le preguntó Louis al perder la cuenta de las cucharadas que Jamie se servía en el café.

—Necesito energía —se justificó el otro—. No he dormido nada desde la casa de los McFare, y aún tengo que terminar de organizar los papeles del juicio de mañana. ¿Qué?

Jamie se quedó con la taza a medio camino al advertir la indescifrable mirada de Louis.

—Ya te lo dije —dijo suavemente—. No te sobre esfuerces. Algún día de éstos colapsarás.

—No te preocupes, después de eso me tomaré un descanso.

Jamie pensó en la promesa de Bruno para verlo al día siguiente. Aquella que hacía unas horas le había entusiasmado, pero ahora le sorprendía de no estar esperando con ansias.

—¿Y qué me dices de ti? Te quejas de lo mucho que trabajo pero tú eres profesor. Imagino que callar jóvenes y calificar ensayos y proyectos debe ser difícil.

Louis dejó su taza en la mesa y sonrió y apoyó los codos en ella.

—No son niños ya. Los más jóvenes llegan a tener dieciocho y, además, saben que no me voy a detener a llamarles la atención. Tener el diploma al final es decisión de ellos.

—¿Y qué me dices de los ensayos y demás?

—Cuando les dejo algo me aseguro de que sea algo que les sirva a ellos y a mí me agrade revisar. No lo veo como trabajo, ¿sabes? En cuanto llego a casa me pongo a verlos. Es increíble lo que cada uno tiene en sus cabezas. Cuando no tengo qué calificar, me aburro.

—Vaya —se asombró Jamie—. Me alegra escucharlo.

Estuvieron hablando en el Craenenburg sobre sus trabajos primero, de sus vidas privadas después, de la adorable familia de Jenna y Seth luego, y, sin poder evitarlo, de su pasado en común al final.

El sol se ponía temprano, por lo que para cuando alcanzaron este tema, los dos habían bebido dos tazas de café, un postre y la luz de la farola en cada sombrilla sobre ellos iluminaba sus rostros. Aún había clientes, pero apenas si se escuchaban murmullos gracias a la distancia.

Intentaron no tocar el tema que los pondría en un incómodo ambiente, el de su relación. Hablaron del pasado, pero evitaron a consciencia mencionar, por mínimo que fuera, algo sobre la relación sentimental que tuvieron.

Cuando terminaron, cada uno pagó su parte, agradecieron la comida, y se retiraron en silencio.

Jamie encendió el auto y le preguntó a Louis si había dejado el suyo en la UCL, éste respondió que sí, y que se iría en camión o por subterráneo.

Jamie, sin saberse acreedor de sus palabras, insistió en llevarlo hasta la universidad.

Sin embargo, ambos sabían que, si Louis subía, no irían a la universidad.

Jamie insistió, y Louis, agradeciéndole su amabilidad, subió al auto.

El joven abogado no pudo dejar de preguntarse qué demonios estaba haciendo. Preguntas como: ¿Qué me sucede? ¿Está esto bien? ¿Es correcto? ¿Es lo que quiero?

Mierda, ya no era un niño de instituto. Ya era un adulto. Debía hacer lo correcto. Y esto no lo era. ¿Haría lo que pensaba hacer cuando al día siguiente estaría con Bruno, otro ex? ¿Qué clase de persona era? ¿Es que no tenía principios?

¿Qué pensaría su madre de él en ese momento? ¿Estaría decepcionada?

Por un segundo reconsideró la idea de realmente llevar a Louis a la UCL, a donde se suponía que lo estaba llevando.

Los dos estaban en completo silencio, tal vez ya habían platicado todo lo que quedaba por platicar en el café.

Tal vez simplemente un poco de silencio no les venía mal, y era más agradable.

Se detuvo en un semáforo en rojo. Si giraba a la izquierda, irían a la universidad. La derecha daba a su piso. Ir derecho significaría que aún estaba indeciso y necesitaba más tiempo.

Gira a la izquierda. Jamie, ve a la izquierda. Ve a la izquierda.

El semáforo se puso en verde y Jamie giró a la derecha, aflojando sus dedos en el volante.

—¿Estás bien? —le preguntó Louis, tal vez notando el color de su rostro.

Asintió.

No podía contradecir a los deseos de su cuerpo y su corazón, después de todo. ¿Corazón? Casi suelta una carcajada. No, su mente lo sabía. Lo quería, y su cerebro era consciente de ello.

¿Cómo negarse, pues, a algo que su cuerpo entero aclamaba?

Cuando llegaron al edificio, Louis no se mostró sorprendido. No dijo nada tampoco, hasta que estuvieron en su piso. Entró delante de él, observando detenidamente alrededor.

—Linda choza —le sonrió y se dirigió a las ventanas—. Desde aquí se ve el Támesis —exclamó, sosteniendo la respiración.

Jamie se puso a su lado y comprobó que, en efecto, así era.

Una oscura y gruesa película inmóvil apenas iluminada separaba una tierra de otra a unas calles de ellos, y Jamie jamás había percatado en ello.

La primera y única vez que había asomado la cabeza en esas ventanas fue al ver el departamento para tomar su decisión final sobre si rentarlo o no, y sus ojos sólo tuvieron tiempo para comprobar que la calle debajo de ellos era como las demás en Londres: viejas y llenas de tráfico.

Pero Louis era muy observador, y una de las cualidades que más le gustaban a Jamie de él era que sabía sacar lo bueno de cualquier cosa o persona. Sabía ver lo que realmente había ahí.

Lo miró, mientras el otro estaba maravillado por el mundo exterior.

Sus largas y rubias pestañas parpadeando, sus ojos verdes puestos en el río, sus labios vagamente relajados, ignorantes de lo que les esperaba.

De un tirón, Jamie jaló las cortinas hasta cerrarlas y captar la atención de Louis, que en cuanto la tuvo se inclinó hacia él para besarlo.

La pasión y profundidad del beso tenían como finalidad satisfacer todas las ganas que había tenido de besarlo durante su charla en el café.

Se aferró a los cabellos de Louis, saboreando su boca, y el otro a su vez lo sujetaba de la nuca. El móvil de Jamie, detestable como siempre, comenzó a sonar con esa cancioncita que jamás odió tanto.

Con un gruñido se separó de Louis y contestó, revisando antes el remitente.

—¿Qué quieres, Peter?

—¡Amigo, hola! Escucha esto: aún estás a tiempo de cambiar de idea y venir al Ojo del Cielo —dijo en referencia de una discoteca recién inaugurada—. Empezará en un par de horas, ¿te apuntas?

—No, estoy ocupado.

—¿Ocupado? Vamos, hombre, no seas agua...

—Adiós, Peter.

Colgó y apagó el celular antes de tirarlo al sillón. Miró a Louis, tenía los labios hinchados, y sonrió porque era gracias a él.

—¿Peter es tu pareja? —preguntó Louis con una sonrisa culpable.

—¿Pareja? Es un idiota que me utiliza para ligarse chicas guapas y que sus padres se sientan orgullosos de él.

Louis rió y miró la cocina, incómodo.

—Debería... —comenzó pero Jamie lo interrumpió, acercándose de nuevo a él y buscando su boca.

—¿Dónde estábamos?




***




Aún no había amanecido cuando el sonido de un viejo teléfono despertó a Jamie. Al instante supo de quién era, los recuerdos de lo sucedido hacía unas horas lo golpearon y, sin abrir los ojos, se tapó la cara con el antebrazo.

¿Qué acababa de hacer?

No estaba bien, no estaba bien.

Escuchó cómo Louis atendía su móvil con voz queda para no despertarlo. Por lo que oyó decir a Louis, hablaba con su hermanita. La pequeña Penélope. ¿Cuántos años tendría ya? ¿Doce?

Se removió entre las sábanas y abrió los ojos para encontrarse con los de Louis, oscurecidos por la falta de luz. En cuanto sus miradas se encontraron, se sintió estúpido por seguirse lamentándose y preguntándose si lo que estaban haciendo era correcto.

Si tanto se lamentaba, ¿significaba que estaba bien?

Louis sonrió y Jamie quiso darse una cachetada.

¿Cómo podía ser tan estúpido?

—¿Qué hora es? —le preguntó y Louis revisó la hora en su móvil.

—Las dos y media.

—¿De la mañana?

—Sí. Así que puedes seguir durmiendo, si quieres.

Entendió la insinuación en el si quieres, pero la ignoró.

Lo que tanto había fantaseado en su adolescencia, en sus cuatro siguientes relaciones a Louis —y las únicas—, lo que tanto había deseado por seis años, lo que había logrado superar, lo que había llegado a temer los últimos tres años y lo que ahora se sorprendía de haber estado deseándolo muy en su interior había sucedido.

Louis estaba desnudo, con él, en su cama.

—¿Era Penélope? —no pudo evitar preguntar.

—Sí.

—¿Qué hace despierta a esta hora?

—Acaba de salir de una fiesta y le pedí que me llamara en cuanto saliera.

—¿No es algo tarde para ella? ¿Cuántos años tiene?

—Quince —rió Louis y Jamie levantó la cabeza de golpe.

—¿Quince ya?

—Increíble, ¿no? Me hace sentir viejo.

—La última vez que la vi fue hace... —hizo cálculos—, nueve años. Mierda. Ya puedo sentir cómo se me caen los dientes.

—No exageres —Louis volvió a reír y se abrazó a su torso desnudo.

Ya era hora. Era temprano, aún podía echarlo de su choza y decirle que nunca volviera a buscarle, que se olvidara de él, que ni se le ocurriera pensar en su nombre.

Jamie tampoco quería volver a saber de él. Serían unos completos extraños.

Estaba a tiempo.

Si Louis se iba en ese momento, tendría tiempo para llorar y fingir que nada había pasado para la hora del juicio, que era a las ocho. Podía pasar la tarde con Bruno tranquilamente y pasarla bien.

¿Entonces por qué no se movía?

¿Por qué correspondía a su abrazo?

Tenía que encontrar esa respuesta.

—Louis —lo llamó.

Supo que, por mucho que estuvieron evadiendo el tema, tenían que hablarlo en algún punto del encuentro, y sabía que no era un buen momento, pero si no era ahí, no sería nunca.

—¿Hm?

¿Debería empezar despacio o ir directo al grano?

—¿Podemos hablar de nosotros?

Louis levantó la cabeza y lo miró.

—¿Nosotros?

—De lo que pasó hace nueve años.

Nueve años... tan lejos, y tan presente.

Louis se incorporó.

—Está bien, pero antes me vestiré.

Jamie frunció el ceño. ¿Significaba eso que se iría cuando no pudiera con la conversación o por que no era buena idea hablarlo estando desnudos?

Pensándolo mejor, él también debía ponerse algo de ropa.

Buscó unos calzoncillos limpios en su cómoda y se los puso, seguido de una camisa de algodón y un pantalón chándal.

—¿Quieres un café? —le preguntó a Louis, creyendo que si esa plática iría para largo, ambos lo iban a necesitar.

—Por favor.

Fueron a la cocina y Louis buscó las tazas mientras Jamie encendía la cafetera.

—Déjalo, yo lo haré —le dijo cuando vio que pretendía ayudarlo.

Louis, sintiéndose inútil y confundido, tomó asiento en la barra americana.

Sabía las preguntas que Jamie quería hacerle, había temido contestárselas desde hacía mucho tiempo porque sabía que las respuestas de entonces lo lastimarían. Pero, ¿y ahora? Ahora todo era tan diferente.

Cuando estuvieron frente a frente, de tener tantos años añorando esa conversación, Jamie de pronto no tenía palabras, no tenía las ganas de mantenerla. Porque sabía cómo terminaría.

Ambos le dieron un sorbo a sus respectivos cafés, y comenzaron a hablar.

Al inicio fue doloroso, pero conforme pasaban los minutos, ese ambiente tenso y reticente fue esfumándose, pues ambos se acostumbraron al duro, culposo, y avergonzado tono empleado.

A veces, en lugar de responder, Louis guardaba un silencio que evidenciaba su respuesta. Jamie, al contrario como antes, recibía cada respuestas —las dichas y las no dichas— con un asentimiento de cabeza y un gesto serio. La verdad no lo heriría más, era algo que tuvo que aprender mientras estudiaba leyes y la verdad se mostraba cruda, pura, sin censura.

No es que se pusiera una máscara, sino que sabía convertir su corazón en piedra en los momentos indicados.

Cuando eran adolescentes, las palabras de Louis le habían caído como una piedra sobre el pie, le supieron detestables, llenas de disgusto hacia su persona, pero en realidad era lo que él sentía hacia sí mismo.

Ahora, escuchándolo con la cabeza y el corazón fríos, percataba de lo cuidadoso que era Louis al decir cada palabra para evitar echar todo a perder.

No se dio cuenta antes, cegado por el auto odio, pero ahora lo veía y le parecía un gesto muy considerado.

—¿Por qué sonríes? —le preguntó Louis, interrumpiendo un monólogo.

Jamie, que no se había dado cuenta de que había sonreído, le dio un sorbo a su café.

—Nada. Es sólo que no has cambiado nada.

Louis, sin estar de acuerdo, frunció el ceño.

—Yo creo que he cambiado bastante. Y tú también. Ya no...

Se detuvo.

Jamie, interesado por lo que diría, dejó la taza en la mesa y alzó la barbilla.

—Ya no, ¿qué?

—No, no es nada, olvídalo.

—Anda, dilo.

—... Ya no tienes cara de niño asustado.

Jamie soltó una carcajada.

—No, en eso tienes razón.

—Así como tu has cambiado, yo también lo he hecho.

—¿De verdad? —apoyó la mejilla en la palma de la mano—. Yo no noto gran diferencia.

Louis, con gesto ofendido, miró el interior de su taza.

—Por favor, no digas eso.

—¿Por qué no?

—Porque antes era un cobarde. Y ahora... bueno, he llegado a pensar que ya no lo soy.

—¿Qué te hace pensar eso?

Jamie creía que, de hecho, no había cambiado casi nada; y sí, le resultaba un cobarde todavía.

—Estoy aquí contigo.

Un silencio se prolongó, donde Jamie, con sus ojos ambarinos e indiferentes hacia Louis, recibía los de éste, sin rastro de mentira.

—¿Eso es todo? —levantó las cejas—. ¿Sólo porque estás aquí conmigo?

—Jamie, créeme que de ser un cobarde ni si quiera habría ido a verte a tu presentación. Mira dónde estamos ahora.

Jamie sabía a lo que se refería: habían conversado en la universidad, en el café, se habían acostado juntos, y ahora estaban teniendo una conversación demasiado íntima.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste? —preguntó y Louis respondió antes de pensarlo.

—Quiero volver a empezar las cosas contigo.

—¿Por qué?

—Porque soy una persona nueva, y porque eres una persona nueva. Porque justo ahora, somos unos completos extraños. Y me muero por conocerte.

—¿Cómo puedes empezar desde cero con alguien con quien no tuviste un buen final hace más de cinco años?

Louis soltó la taza y se le quedó mirando en algún punto fijo entre su cuello y su la mandíbula.

—Porque eso fue: un final —murmuró—. Comencemos de nuevo.

Jamie cerró los ojos.

Jamás, se dijo, haría de nuevo lo que estaba a punto de hacer, porque era probablemente caer en la trampa, con la misma piedra.

Nunca en su vida se permitió dar segundas oportunidades, a nadie ni nada, hasta ese momento. Sabía, por experiencia, que eran inútiles, que la gente realmente nunca cambia, sólo encuentran una nueva forma de engañarte.

Cerró los ojos y estiró la mano hasta tocar la del otro.

Era increíble lo que estaba a punto de hacer, pero tenía su decisión tomada.

Había dejado que se le escapara de las manos una vez, y no lo haría de nuevo.

Tomó aire.

—Estaba a punto de echarte a patadas, ¿sabes? No te quería aquí.

Louis, después de un silencio, sonrió.

—Pero aquí sigo.

Ambos miraron sus manos que se tocaban, contemplándolas unos largos segundos.

—Sí, aquí sigues —repitió Jamie con la mirada perdida más allá de sus dedos.

—Y eso es porque me dejaste.

Jamie alzó los ojos para toparse con los verdes de Louis y sintió —y supo—, que esas palabras eran un me diste una segunda oportunidad.

Y no estaba seguro de cómo terminarían las cosas, pero se sintió seguro en ese momento.

Por un segundo, temió de que fuera algo efímero, por lo que mantuvo su mente en frío.

—Sí, así es —una pausa—. Voy a darte otra oportunidad, Louis. Más vale que no la cagues.

Louis lo miró con una sonrisa en los ojos y los labios, antes de rodear la barra y atraerlo jalando su mano hacia él, hasta que sus narices se tocaron.

—Te doy mi palabra.








[1] UCL: University College London

¡Gracias por todo! ¡Pandas!

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