Primer día de clase

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Hoy era el primer día de clase, sí, por fin ha llegado el gran día.

«— ¡Gran día! —grité en mi mente por la mezcla de emociones que se cocían en mi interior».

Había llegado el momento para el que llevo preparándome toda mi vida; los cuatro años de instituto, los múltiples campamentos de repaso en verano, las visitas orientativas a la facultad, investigación del programa de mi carrera y actividades extracurriculares -que justo al rellenar el impreso de acceso me dijeron que no valían absolutamente de nada-. Todo ese esfuerzo y dedicación culminaba en estas ocho horas que tenía por delante. Así que sí, reconozco que me sentía algo ansiosa.

Como era de esperar, no pude pegar ojo en toda la noche, por lo que, antes de que sonase el despertador, lo apagué y aproveché ese momento para mirar la hora; 5:39am ¿Qué se supone que haría durante las próximas tres horas y veintiún minutos?

Suspiré con pesadez al odiarme a mi misma por no poder pegar ojo y decidí empezar el día -o la noche, depende de cómo se mire- con una buena ducha. En cuanto agarré mi teléfono, una toalla limpia y la ropa que tenía perfectamente preparada para este día, me dirigí al baño y distrayéndome durante una fracción de segundo me fijé en Lionel; el muy maldito estaba durmiendo a pierna suelta, que envidia. Tras maldecirle, casi como por costumbre, proseguí mi camino y me dispuse a dejar correr el agua caliente por mi cuerpo y así calmarme y quizás poder disfrutar de mi grandioso día.

Por mi bien, la ducha surtió efecto, así que en cuanto salí del cuarto de baño, una algo inusual sonrisa estaba dibujada en mi boca. Y ni siquiera el hecho de que mi compañero de cuarto estuviera roncando iba a estropearme este instante de felicidad.

Traté de no hacer ruido, no por no molestarle, sino para no tener que aguantar uno de sus numeritos mañaneros.

Preparé, meticulosamente, mi estuche, mi carpeta de apuntes, mis libros e incluso agarré un par de novelas de bolsillo para la hora de comer. Sabía lo que sería ser la nueva ya que siempre lo era. Recuerdo perfectamente como por el trabajo de mi padre nos mudábamos continuamente, literalmente tenía suerte si acababa el año en el mismo colegio. Cuando comencé el instituto aquello fue a peor; tres meses por aquí, dos por allá y por eso decidí estudiar en casa. Esas situaciones no eran las idóneas para una niña y quizás por ellas me cueste un poco más relacionarme con la gente, confiar en ellos o simplemente sonreírle a alguien. Seguramente es más bien a causa de la estricta educación militar de mi padre, cuyo lema era; ''No confíes en nadie más que en ti misma''.

Por un motivo o por otro soy de la forma que soy y me amo por serlo. Además eso iba a cambiar pues estaba en la universidad y mi estabilidad ya no dependía de él ni de su trabajo, sino de mí misma.

Procuré no mirar el reloj -pues era consciente del poco tiempo que había pasado- y centré mi vista en una cafetera, mejor dicho, una hermosa cafetera que parecía llamarme a gritos. ¿Cuál era el problema? El amor infinito que le tenía Lionel a esa hermosura y sus constantes; ''Hagas lo que hagas, aunque tu vida dependa de ello, no toques la cafetera. Nunca''. Incluso me hizo repetirlo cuatro veces para ver si había comprendido el mensaje.

Juegos salvajesWhere stories live. Discover now