Capítulo 3

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Los días pasan al igual que el color de las hojas cambia lentamente con el transcurso de las estaciones. Un bello paisaje que hace demasiado tiempo que no soy capaz de disfrutar. Lo más triste de todo es que, a veces, olvido como solían ser las cosas ahí fuera. Sentir la cálida luz del sol sobre mi piel, la brisa de aire fresco alborotando mis cabellos, el frescor de la nieve bajo mis pies descalzos, el dulce sabor de un helado...

Me gusta tratar de adentrarme en mi mente, buscar un recuerdo agradable y perderme en él. Desgraciadamente, a pesar de cuantas veces lo intente ahora, parece que no consigo pasar más allá del recuerdo de la muerte de mi hermano.

Sentada frente a la gruesa pantalla de cristal, que funciona como pared del cubículo en el que me encuentro prisionera, observo mi reflejo en su superficie. El cemento está frío bajo mis piernas y a pesar de que la baja temperatura del suelo atraviesa la tela de mis finos pantalones blancos causándome escalofríos constantes, me mantengo inmóvil como si hubiese quedado atrapada en la imagen que me devuelve el cristal.

Mi cabello rubio cae en ondas desordenadas alrededor de mi rostro en forma de corazón y se extiende hasta mitad de mi espalda donde las puntas se curvan hacia arriba como si se viesen afectadas por una humedad inexistente. Unos grandes ojos de color azul claro en la periferia y algo más verdosos en su centro oscuro me devuelven una mirada vacía de cualquier emoción. La piel rosada de mis mejillas se mantiene seca pues me siento como si hubiese agotado todas las lágrimas en mi cuerpo, siendo incluso incapaz de generar más. Muerdo mi labio inferior con molestia pues mi aspecto no se asemeja al de una persona retenida contra su voluntad. A pesar de que vivimos encerrados en una pequeña habitación con nada más que un incómodo camastro y un inodoro metálico, nos mantienen aseados. Vestidos con una camiseta de manga corta y unos pantalones largos siempre blancos y sin machas. Me recuerda a la ropa que lleva el personal sanitario de un hospital o, más acorde a nuestra situación, al austero uniforme de los presos de una cárcel.

Parpadeo saliendo del mar de remolinos que crean mis pensamientos en el interior de mi mente para volver a la realidad. Entonces, me doy cuenta de que el nuevo prisionero está actuando de forma extraña. Algo que viene siendo habitual.

Sentado en el lateral del bajo camastro, ahora anclado al suelo, Ryker observa las palmas de sus manos extendidas ante él. Después, les da la vuelta para estudiar su dorso y las gira de nuevo para volver a empezar. Su ceño profundamente fruncido le da un aspecto peligroso, volátil como el de un producto inflamable que en cualquier momento podría saltar y comenzar a arder. Los oscuros mechones de su cabello castaño caen sobre su frente mientras él se inclina ligeramente hacia delante como si quisiese estudiarlas desde más cerca.

Lo observo con detenimiento y no me doy cuenta de que me encontraba conteniendo la respiración hasta que él habla.

— ¿Qué es esto? —pregunta y tras esto gruñe como si la mera visión lo enfureciese.

Ahora soy yo la que frunzo el ceño.

— ¿Qué es qué? —murmuro en voz baja sin comprender a que se refiere, pero el nuevo recluso parece no tener ningún problema para escucharme pues inmediatamente gira su cabeza en mi dirección y clava su dura mirada en mí.

Los latidos de mi corazón se aceleran y, de repente, mi garganta se siente seca. El peso de su mirada amarillenta es tan grande que me encojo de forma inconsciente.

— ¿Qué es esto? —repite sacudiendo sus manos con rabia en mi dirección.

— Mmmm... —trago saliva mientras estudio sus gruesos dedos y las profundas líneas en sus grandes palmas. Su piel está enrojecida en la zona de los nudillos por golpear de forma contante todo lo que le rodea. Las paredes de duro hormigón, el suelo de cemento, el escaso mobiliario y el grueso cristal transparente —. Son tus manos.

El deseo del ave enjaulada © #3Where stories live. Discover now