Capítulo 100 Eterna Tristeza

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Me encuentro sola en este enorme vacío de mi sufrimiento, en la dimensión desconocida, donde ya nada queda, sólo sus recuerdos, sus risas, esa tibieza que compartí un día cualquiera entre sábanas blancas, alumbradas por tibios rayos de sol que se cuelan por la ventana, de mi completa felicidad.

Conforme pasan los días, el empuje que me sostenía por las esperanzadoras palabras de Miguel, que me levantó el ánimo al asegurarme que mí caso tenía altas posibilidades de resolverse satisfactoriamente, han desaparecido por completo. Estar confinada en una pequeña celda del anexo femenino, desintegra cualquier vestigio de esperanza que guardes. Me tienen en total aislamiento del resto de la población carcelaria, como medida de precaución por posibles conflictos, según, mi estatus de celebridad podría originar conflictos con las otras internas, por lo menos es lo que me informó el día de mí traslado la misma directora del penal, quien me recibió y luego de una agria bienvenida mientras no dejaba de mirarme de arriba abajo, me explicó brevemente las reglas que debo cumplir. Lista esa parte, un par de guardias mujeres me presentaron mi nueva morada, una minúscula celda de la que únicamente salgo por un par de horas al día para caminar a solas por una terraza enjaulada. La repercusión que mi caso ha tenido, sobre todo en la prensa amarilla, es notable. Soy noticia diaria, desde mis inicios en el pequeño pueblo donde nací y me crié, hasta llegar al emporio de modas que estoy construyendo, sin dejar afuera cómo me hice diseñadora. Es cómo la prensa ha desmenuzado mi vida, con titulares como «La caída de una Diva». ¿Cuándo me creí una Diva? Que yo recuerde nunca. Incluso tengo grupos que me defienden a ultranza y otros que prefieren darme por condenada, todos tienen en común que aseguran conocerme perfectamente, lo cual es curioso, considerando que no tengo la mínima idea de quiénes son. Siguiendo el consejo de mi abogado he mantenido absoluto silencio, pese a las múltiples ofertas de entrevistas que he recibido, inclusive algunos medios han insinuado el deseo de pagar, con tal de escuchar mi versión de los hechos. Pero como dice el letrado, el lugar de mi defensa es en el juzgado, y no en un medio donde se tergiversa con tal de vender más.

Me levanto de la única silla dispuesta en mi celda, para mirar por la diminuta ventana enrejada que poseo como privilegio. Desde ahí veo a lo lejos como las otras internas interactúan entre ellas. Aún prescindiendo de los altos muros, resguardos por guardias uniformados, se podría suponer que solo son mujeres comunes y corrientes que sentadas en una plaza conversan entre ellas. Pero mi interés no es evaluar la vista desde mi reclusión, es practicar un ejercicio que vengo haciendo con el propósito de no volverme loca, porque estar encerrada en una solitaria prisión genera mucho tiempo libre, en su mayoría ocioso y, para una persona como yo, que cada minuto de su vida estaba sujeto a una obligación, encontrarse al otro extremo de la balanza, sin nada que hacer, es supremamente perjudicial para la salud mental. ¿Y qué hago para paliar la pérdida de la razón? Pues una de las cosas a parte de rezar y leer, es imaginar que estoy con mis hijos jugando en nuestra querida Villa Biachelli, en el parquecito que su padre acompañado con Nico les hiciera cuando comenzaron a caminar. Los columpios queda cerca de la cancha de tenis, encima de un tupido césped, especial para amortiguar cualquier caída. En todas esas cosas pensaba Gianluca, protector y celoso padre. Así que ejercito mi pequeño y embrionaria libertad e imagino a mis niños meciéndose alegres en sus columpios, entre risas y algarabía propia. GianPaul es el que más alto vuela, mientras yo le recomiendo prudencia, Lucía trata de imitarlo, pero es más precavida y Luca me pide que no deje de empujar su columpio en medio de alguna de sus preguntas. «¿Qué tan lejos queda la luna, Mami? ¿Los dinosaurios comían personas?» Siempre tan curioso. Su hambre de saber no tiene límites. Ahora nos veo a los cuatro corriendo hacia su padre que nos espera sonriendo.

Comienzo a llorar, dejándome rodar por la pared hasta acabar en el piso, donde generalmente termino cuando es de mis hijos en quienes pienso. Me hago un ovillo, desconsolada, pegando las rodillas al pecho mientras las rodeo con los brazos. Lloro profundamente. Es un lamento llamando a Dios, es un grito de ayuda. Oh, es que los extraño en demasía, tanto, que resulta físicamente doloroso. Tengo un hueco en mi corazón y su vacío se lo traga todo. Preferiría estar muerta a vivir en este calvario de no tenerlos junto a mí, escuchar sus voces y sus risas.  ¿Qué pecado cometí o falta, que merezco tal castigo como el de perder a mis hijos? Me pregunto en posición fetal. Si todavía no he sucumbido a la liberación que proporciona la muerte, es por sentido de supervivencia, reforzada por mis continúas oración con Biblia en mano y como su palabra viva me advierte que de caer en esa trampa que me presta la parca, no tendré ni el consuelo de reunirme con ellos en el paraíso.

A Pesar De Las Espinas ©Donde viven las historias. Descúbrelo ahora