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No tuvo tiempo de oponer resistencia o de intentar llevar a cabo alguna hazaña escapista. El inmenso cúmulo de arena era una simple pantalla para distraer y mantener oculta la entrada al recinto más temido de todo el Páramo del Engaño: el "Reservorio de los Mil Bulbos Evocativos". Dahlia sólo pudo contener la respiración al tiempo que cerraba sus ojos y boca, para así evitar que el polvillo cobrizo se le colase dentro de alguno de sus orificios naturales. Tras unos pocos segundos, la incertidumbre se transformó en pánico, pues la chica comenzó una larga caída libre a través de un tenebroso túnel. Lanzaba chillidos desesperados que rebotaban contra las cavernosas paredes y regresaban a su punto de origen, atacando los oídos de la chiquilla con mucha más potencia sonora de la que ella había empleado al emitirlos. El molesto silbido que se había apoderado de sus tímpanos la estaba enloqueciendo. La ausencia de iluminación y un penetrante hedor a comida en descomposición le provocaban a la muchacha unos intensos deseos de vomitar y de prorrumpir en llanto. Había perdido la noción del tiempo y el espacio. Lo único que percibía era una extraña y creciente pesadez en todas sus extremidades. Las energías para gritar se le acabaron tan pronto como fue capaz de comprender que eso era un esfuerzo inútil. Nadie vendría a socorrerla. Y si tenía intenciones de seguir luchando, debía ahorrar las pocas fuerzas de que disponía, en vez de desperdiciarlas de forma tan tonta. Sin embargo, la sensación de vacío en el vientre, su acelerado ritmo cardíaco y su respiración irregular fueron solo algunos de los factores que la aterrorizada joven no logró controlar. No había nada que pudiese tranquilizarla, dado que continuaba cayendo en picada hacia un sitio desconocido y peligroso.

Después de un extenso lapso sin tocar tierra firme, Dahlia estaba casi convencida de que había atravesado el vórtice de un agujero negro o algo parecido. Aunque creía que sus ojos ya deberían de haberse habituado a la oscuridad, seguía tan ciega como al principio de su descenso a las profundidades de aquel páramo. Al menos el olor nauseabundo se había terminado, pero no así las anomalías del lugar. Lo más extraño de todo era que su cuerpo se sentía muy liviano y la velocidad con la que caía poco a poco empezó a ralentizarse, cual si fuese un archivo de video reproducido en cámara lenta. Sus músculos y articulaciones estaban relajados. Cada inhalación y exhalación era pausada, bastante profunda. Su atribulada mente logró encontrar el camino hacia la añorada tranquilidad que hasta hace muy poco le había parecido inaccesible. La atmósfera se cargó de un agradable vaho tibio, inodoro e incoloro en su totalidad. El encuentro de la rubia con el fondo del oscuro tramo subterráneo sucedió de modo tan repentino que ella no pudo hacer otra cosa que explotar en incrédulas carcajadas. Era increíble que no tuviese ni un pequeño rasguño después de semejante caída. Tuvo que permanecer recostada un buen rato, asimilando el nuevo entorno y reacomodando sus desordenados pensamientos. Aunque todavía estaba rodeada por un denso manto de penumbra, bajo sus pies pudo distinguir varios puntitos de los cuales emanaba una mortecina luminiscencia de tonalidad violeta. Se puso de pie con gran sigilo y se dedicó a observar aquellas diminutas fuentes de tenue resplandor. No podía tocarlas, ya que estaban resguardadas por una gruesa capa vítrea. La superficie que pisaban sus cautelosos pies era lisa, fría, resbaladiza e indeformable, tal y como si estuviese visitando una amplia pista de patinaje sobre hielo recién inaugurada.

Un suave repiqueteo, seguido de un gracioso resoplido, resonó por todo el área. Dichos sonidos llegaron muy claros a los oídos de Dahlia y la hicieron voltear la cabeza hacia la derecha, de donde le pareció que provenían. A unos cuantos pasos de ella se distinguía la maciza figura de un potrillo transparente, como el mismísimo cristal de cuarzo. El lomo y las cuatro extremidades del vigoroso animal estaban recubiertos de nívea escarcha. Su aterciopelada crin y su larga cola ondulada destellaban con cada ligero movimiento del mismo, colmando la estancia con una asombrosa fosforescencia argentina. Tanto de las fosas nasales como de los belfos, el corcel exhalaba una helada humareda de color celeste turquesa muy intenso. La chica había comenzado a tiritar y a frotarse los brazos con sus manos casi sin darse cuenta, debido al brusco descenso en la temperatura del lugar, el cual estaba siendo producido por el hálito del magnificente equino. Aunque le encantaba contemplar a la hermosa bestia glacial, ella hubiese preferido que el clima cálido de antes prevaleciera.

La Legión de los Olvidados [Saga Forgotten #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora