Memorias evanescentes

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Cuando sonó el timbre que marcaba la hora de ir a almorzar, Dahlia tomó sus cuadernos y sus lápices, los acomodó con rapidez en su mochila, y se dispuso a marcharse del salón de clases para buscar algún lugar alejado de todos. Deseaba estar en un sitio tranquilo para comerse el pan y la manzana que había tomado del refrigerador por la mañana. Encontró una banca vacía en la parte trasera del gimnasio y se tumbó allí, dando un gran suspiro mientras miraba hacia el despejado cielo de mediodía. Comenzó a mordisquear muy despacio el trozo de pan, el cual tenía una textura algo chiclosa y un leve sabor a moho. Estaba comiendo de manera mecánica, sin detenerse a pensar en si lo que tenía en su boca le sabía bien o mal. Comía porque era una necesidad biológica y nada más. Sin embargo, aquella vieja hogaza era un manjar para ella ese día. No se le iba del pensamiento aquella imagen del chico nuevo hablándole. Todavía le costaba creer que alguien que nunca la había visto antes se hubiera portado de una forma tan amable. Sin percatarse, estaba riéndose a carcajadas frenéticas ella sola, como si estuviese un poco loca.

Después de unos cinco minutos en ese estado, un ruido que provenía del pasillo a su derecha la sobresaltó, borrándole la sonrisa de inmediato. Fue un desagradable estruendo como de algo muy pesado que golpeaba el piso al caer. Dahlia se levantó de un salto y, un tanto recelosa, fue a ver qué era lo que estaba pasando. En el pasillo no había nada ni nadie, lo cual la hizo estremecerse. "¿Cómo pude escuchar algo tan estruendoso y ahora no hay ni un rastro de lo que sea que haya sido? Me tardé como diez segundos en venir aquí," se decía incrédula. "Bueno, creo que mejor voy y termino mi almuerzo, no vaya a ser que luego se me haga tarde por malgastar mi tiempo en tonterías," susurró decidida. Cuando se volteó para regresar a la banca, no había empezado a caminar todavía cuando chocó de frente contra lo que parecía ser una persona. La dureza y rigidez de aquel cuerpo la hizo sentir como si hubiera colisionado con un muro o un poste. Lo inesperado de la aparición del desconocido no le dio tiempo para reaccionar, por lo que el choque la hizo trastabillar y caerse de espaldas en el suelo. No pudo evitar golpearse la cabeza al caer.

—Oh, por Dios, lo siento mucho. No quise asustarte. ¿Te encuentras bien? —le decía una voz masculina, al tiempo que la ayudaba a levantarse. —Jamás creí que mi presencia te fuese a causar tantas molestias. En verdad estoy muy apenado. ¿Podrás perdonarme? —suplicaba el joven, con ojos de sincero arrepentimiento.

Dahlia estaba atontada por el golpe, pero se le dibujó una sonrisa de oreja a oreja en el rostro cuando cayó en cuenta de que quien la sostenía entre sus brazos era nada más y nada menos que Milo.

—Claro, no te preocupes. No fue tan grave después de todo —contestó, mientras se frotaba el enorme chichón que se le había formado. No fue capaz de disimular que en realidad sí le dolía muchísimo aquella contusión. Se le notaba en la expresión compungida y en los repetidos quejidos que profería mientras se masajeaba.

Milo se sonrojó al ver a la pobre Dahlia en esa condición por su culpa, entonces hizo algo que creyó que la alegraría y la haría olvidarse del dolor por unos minutos al menos. La sostuvo por la cintura con firmeza mientras la miraba a los ojos. Ella percibió un gran destello de luz dorada que la cegó por unos instantes. Cuando se le pasó el deslumbramiento, Milo aun la sujetaba y la observaba, pero ya no estaban en el patio de la escuela. Ahora los rodeaba un sinfín de florecillas silvestres multicolores y numerosas mariposas monarca que revoloteaban por doquier. El viento estaba cargado de un aroma dulce, una mezcla de lavanda con frutas cítricas. Los pájaros entonaban hermosas canciones y algunos de ellos hasta se les posaban en los hombros. Milo la levantó con ambos brazos por los aires y la hizo girar con delicadeza unos cuantos segundos. Luego la cargó hasta una hamaca para que allí pudiese reposar un buen rato.

Dahlia estaba boquiabierta, casi conteniendo la respiración. Aquel lugar era una maravilla incomparable, sin la menor duda. Pero semejante entorno le parecía inverosímil, ya que hacía apenas unos minutos ambos habían estado de pie en el patio de la escuela. "Estoy casi segura que ese golpe en la cabeza me está haciendo desvariar. Debo estar imaginando cosas," farfullaba sin salir de su aturdimiento. Trató de levantarse de la hamaca, pero la cabeza comenzó a darle vueltas. Estaba tan mareada que, sin darse cuenta, se quedó dormida de un pronto a otro. Cuando despertó, se sentía como nueva, pero no despertó en la hamaca del bello jardín que Milo le mostró. Estaba recostaba sobre la banca de la escuela en donde se encontraba antes, comiéndose su almuerzo. Hasta tenía la mitad del trozo de pan en la mano...

Miró el reloj rosa en forma de búho que le colgaba del cuello. Eran las doce y diez apenas, la misma hora en que había escuchado el estruendo que la asustó. "¿Cómo es posible que haya estado en un lugar que no conozco, que me haya dormido, y que al despertarme, pareciera como si nada hubiese sucedido?" monologaba mientras se palpaba la cabeza en busca del chichón. No tenía ya pero ni la sombra de aquella protuberancia, no le dolía más. "Quizás este pan está tan añejo que me está intoxicando. De seguro el envenenamiento me está haciendo creer que vivo en medio de un cuento de hadas," decía entre risillas nerviosas. Arrojó lo que quedaba del pan en bote de la basura y se marchó de nuevo al salón de clases. Ya no tenía apetito de todos modos.

Desde lejos, como a unos cincuenta metros de distancia, de pie en lo más alto del ramaje de un viejo pino, Milo la contemplaba con expresión de regocijo. "Ella es tal y como me la imaginaba. Se rehúsa a creer hasta en lo que sus propios ojos ven. No me sorprende," decía sonriente, ladeando la cabeza, como si se lo comentara a alguien más. "Es una suerte que haya podido encontrarla antes de que fuera demasiado tarde..."

La Legión de los Olvidados [Saga Forgotten #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora