Comienzan las revelaciones

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Durante todo el resto de aquella tarde, Dahlia no pudo concentrarse en nada. A cada instante se le venían a la mente las imágenes del destello dorado, el mágico jardín, los ojos claros de Milo... Se sacudía, se daba pequeños pellizcos, hasta se abofeteaba para intentar que aquellos falsos recuerdos, según ella, desaparecieran de su memoria. No logró otra cosa que ir haciéndolos cada vez más claros y vívidos, muy a pesar suyo. Y para colmo, Milo no le quitaba la mirada de encima, y lo tenía tan cerca que incluso podía escuchar su respiración pausada. Eso la incomodaba en sumo grado, hasta el punto de que tuvo que ponerse de pie, excusarse con la profesora de matemáticas e irse a la enfermería para pedir que le dieran algún té que le calmara los nervios. "Ojalá que me den autorización para marcharme de inmediato a casa. Este día ha sido demasiado para mí. Ya no soporto ni un segundo más aquí," pensaba para sí al caminar por el pasillo lleno de casilleros pintados de verde musgo, y al subir las escaleras de caracol que daban al tercer piso, en donde se localizaba la enfermería.

Apenas salió Dahlia del salón, Milo se apresuró a maquinar una excusa para irse tras ella. Esperó un par de minutos y se levantó de su asiento. Fue a decirle a la profesora que él también se estaba sintiendo mal porque seguro el pan del que Dahlia le convidó durante la hora de almuerzo tenía alguna sustancia nociva que les estaba causando malestares a ambos. Mientras hablaba, ponía una expresión de sufrimiento tan creíble que la profesora no dudó en autorizarlo también a él para que fuera a la enfermería. Milo le agradeció con una pequeña reverencia al mejor estilo japonés y caminó a paso lento hasta la puerta, sosteniéndose el estómago con ambas manos, para darle el retoque final a su excelente papel de chico enfermo.

Cuando cerró la puerta del aula tras de sí y se aseguró de que nadie lo estuviese observando, cerró los ojos para así ser capaz de sentir con total precisión la localización de la chiquilla. Juntó las palmas de sus manos frente a su pecho, como si rezara, y murmuró unas palabras ininteligibles. Poco a poco, su figura comenzó a hacerse transparente. Parecía estar hecho de cristal, tras lo cual desapareció entre las cortinas de un tenue humo blanco. Reapareció de golpe a las afueras de la enfermería. La puerta estaba abierta de par en par, por lo que la doctora pudo haberlo visto sin dificultad mientras él llegaba de esa manera sobrenatural. Pero, para la buena suerte del muchacho, la especialista estaba de espaldas, examinando con detenimiento la lengua de Dahlia. Milo decidió hacerse a un lado y esperar hasta que ella saliera. Mientras aguardaba, se puso a juguetear con una silla de madera que estaba situada a unos tres metros de distancia, frente a él, del otro lado del pasillo. Giraba su dedo índice derecho en forma circular y la silla imitaba ese movimiento al danzar oscilante sobre una de sus patas delanteras.   

Después de un rato que a Milo le pareció una eternidad, por fin escuchó la voz de Dahlia despidiéndose de la doctora. Dejó en paz la silla y endureció la expresión de su rostro. Ella salió de la habitación bostezando y frotándose los ojos, por lo que no vio al joven, quien la esperaba recostado a la pared. Él la dejó avanzar un poco y entonces se apresuró a toparla por detrás.

Puso su mano izquierda en el hombro derecho de ella y le dijo en tono pícaro al oído: —Oye, debiste decirme que no te sentías bien. Me preocupaste mucho cuando te vi tan pálida.

Dahlia se alteró tanto por aquello que solo atinó a lanzarle un codazo en la boca del estómago y salir corriendo despavorida.

—Espera, por favor... Perdóname una vez más... Parece que, sin quererlo, siempre te asusto —le gritaba en tono suplicante Milo, mientras se inclinaba un poco hacia el frente, pues ella le había sacado el aire con el golpe.

Tan pronto Dahlia volvió en sí, se dio cuenta de lo que acababa de hacer. No pudo evitar que se le subieran los colores al rostro.  

—Ay, Milo, ¡cuánto lo siento! —musitó ella, tras lo cual apresuró sus pasos hacia donde estaba él.

Profusas lágrimas comenzaron a rodarle por las mejillas. Apretó los puños, cerró los ojos con fuerza y se dejó caer de rodillas al lado del muchacho. Trataba de hablarle, pero el llanto le apagaba la voz. Él la miró lleno de ternura y se arrodilló también. Le tomó la barbilla con delicadeza entre sus dedos índice y pulgar derechos, hasta hacerla levantar la mirada, ya que la pena la hacía mantenerla fija en el piso.

—No llores, Dahlia, no tienes razón para preocuparte —declaró Milo, tratando de consolarla.

La miró unos instantes más, y entonces la atrajo hacia él con ambos brazos. Fue el abrazo más cálido que alguien que no fuera su madre le había dado a la chica en toda su vida. La sensación de tranquilidad que le provocó la cercanía del cuerpo del chico acabó por completo con su llanto.

—Muchas gracias —fue todo lo que pudo decirle después de la gran conmoción que había experimentado.

Ambos se incorporaron sin prisas. Milo de inmediato se ofreció a llevarla hasta la entrada de su casa.

—No creo que sea una buena idea que te vayas sola en el delicado estado de ánimo en que te encuentras. Permíteme escoltarte hasta tu puerta —declaró él, con firmeza.

Dahlia asintió con la cabeza y entonces él la tomó de la mano. No la soltó en todo el trayecto hasta la parada del autobús. Mientras esperaban sentados, por fin ella pudo acomodar un poco sus pensamientos, y le preguntó: —¿Por qué haces todo esto por mí? Ni siquiera me conoces.

Sonriendo de manera pícara con la mitad derecha de su boca, él le contestó con toda naturalidad: —Eso es lo que tú crees, pero lamento decirte que estás equivocada. Te conozco desde que naciste.

Aquella afirmación la dejó muy descolocada. Cruzó los brazos, y con el ceño fruncido, replicó: —¿Acaso estás demente? Vienes de Irlanda y yo he vivido toda mi vida aquí. Nunca he salido de los Estados Unidos. No utilizo ninguna red social, así que es imposible que siquiera nos hayamos visto antes de hoy.

En ese momento, llegó el autobús que estaban esperando. Milo se puso de pie, la volvió a tomar de la mano y la arrastró para que se diera prisa a subir, pues no había nadie más que ellos dos en aquella parada.

Una vez que estuvieron a bordo, él la miró con cierta severidad y le preguntó: —¿De verdad quieres saber cómo es que te conozco? 

Con cara de absoluto fastidio, Dahlia refunfuñó: —¡Claro que sí! Todo tiene una explicación lógica. Espero que tengas un argumento que sea lo bastante bueno como para respaldar ese disparate que inventaste.

Sin inmutarse, él exclamó: —Ya lo verás. Te sorprenderá mucho todo lo que voy a contarte, pero deberás esperar hasta la noche, cuando te hayas dormido. Te recomiendo ser paciente.

Más confundida aún, Dahlia intentó sacarle información extra, pero Milo no dijo ni una sola palabra. Aprovechando que el autobús ya había llegado a su destino, de nuevo la sujetó de la mano y la llevó a toda prisa por el sendero que conducía hacia la casa de ella. Allí se detuvo un instante, le sonrió y le dio un pequeño beso en la mejilla izquierda.

—Sólo espera hasta esta noche. Te lo diré todo con lujo de detalles —afirmó el muchacho.

Y en unos breves instantes, desapareció de la vista de la perpleja rubia. 

La Legión de los Olvidados [Saga Forgotten #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora