Obsequiando sufrimiento

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Por fin llegó el tan esperado primer día de clases en el jardín de niños "Early Edge California," en donde la amigable y sonriente Dahlia había sido inscrita. Le entusiasmaba mucho la idea de conocer a otros niños y niñas de su edad, porque así tendría con quienes compartir hermosos ratos de juegos y risas. Déneve le había preparado un sabroso emparedado de carne para que se lo llevara en su lonchera rosa, tapizada con pequeños unicornios turquesa. La diminuta jovencita no podía parar de dar saltos y de darles las gracias a sus padres por darle esta increíble oportunidad de tener numerosos amigos. Después de estamparle un gran beso en ambas mejillas a su madre, la rubia corrió lo más rápido que pudo hacia la cima de las colinas que circundaban su casa, pues del otro lado de éstas, el puntual autobús escolar exclusivo para estudiantes de su jardín de niños pasaría a recogerla.

Su casa era el punto que daba inicio a la trayectoria que debía seguir el autobús a diario, así que ella se puso aún más contenta de lo que ya estaba, pues siendo la primera en subir, podría darles la bienvenida a todos los chicos que abordasen luego. Después de saludar con efusividad al conductor, Dahlia se sentó justo detrás de él. Le pareció un poco extraño que el hombre no le contestara nada, y que ni tan siquiera girara su cabeza para mirarla a la cara. Sin embargo, le restó importancia a eso y se concentró en la puerta. Desde su asiento, podría ver muy bien a cualquiera que pasara por allí. Deseaba ser ella la primera en trabar amistad con todos sus compañeros. Al menos esa era la idea que daba vueltas en su mente, pero uno a uno, los otros chiquillos fueron apareciendo, y ninguno de ellos parecía compartir los simpáticos pensamientos de la rubia.

Primero Andrew, luego Mary, seguido de Jack, Hanna, Timothy y Rebecca... Los chicos subían e intercambiaban sonrisas con Stephen, el chofer, y luego pasaban justo al lado del asiento donde estaba Dahlia. Daba la impresión de que todos pertenecían a una escuela para sordos, pues por más fuerte que ella les hablaba, no le correspondían sus saludos. Ni siquiera uno se dignó a mirar en la dirección de la pobre chica. Era como si se hubiesen puesto de acuerdo antes para pretender que ella no existía. Y las cosas no mejoraron ni mínimamente al llegar al salón de clases. Todos esperaban de pie afuera mientras llegaba la encargada del grupo, conversando muy animados entre ellos. Había una gran algarabía en el ambiente y se escuchaban carcajadas a diestra y siniestra. Muchos de los chiquillos correteaban y se daban empujones, mientras otros tantos degustaban algunos de los dulces de cereza y manzana que sacaban de las bolsitas de tela que el director de la institución, el señor Palmer, les obsequió a todos a manera de recibimiento. Pasaron decenas de chiquillos frente a Dahlia, casi a punto de chocar contra ella en varias ocasiones, pero seguían tratándola como a un poste o una pieza de mobiliario. Nadie parecía reconocer que ella estaba allí, con los puños cerrados, temblorosa, haciendo un enorme esfuerzo para no prorrumpir en lágrimas y salir huyendo...

Cuando por fin apareció en escena la regordeta señorita Duncan, lo primero que hizo fue corroborar que todos los chicos y chicas de la lista de su grupo asignado, el 1-C, estuviesen presentes, llamándolos en voz alta, según el orden alfabético. Después de leer un nombre, la maestra esperaba a que acudiera ante ella el niño o la niña que había sido convocado, le regalaba una amable sonrisa y una palmadita en la espalda, y lo invitaba a pasar y sentarse. Cada asiento tenía en su respaldar un adorno colgante en forma de elefante, con el nombre y el apellido de algún pequeñín escrito en mayúsculas. Después de esperar unos cuantos minutos, los cuales fueron una torturante eternidad para la diminuta rubia, la maestra la llamó, puesto que era la última persona del listado.

—Dahlia Woodgate... ¿Te encuentras aquí? —inquirió la señorita Duncan, mirando hacia todos lados con incredulidad.

—Sí, señorita. Soy yo, aquí estoy —respondió Dahlia, en voz baja.

—Vuelvo a preguntar... Dahlia Woodgate, ¿te encuentras aquí? —repitió la contrariada maestra, con el ceño fruncido.

—Sí, señorita. ¿Es que acaso no puede escucharme? —contestó la chiquilla, esta vez sujetando con suavidad el brazo derecho de la educadora.

—Ah, ¡perdóname, nena! No te había visto... Puedes pasar adelante y sentarte. Tu lugar es aquel que está al fondo, junto a la ventana —indicó la mujer, mientras señalaba el único asiento vacante con un leve movimiento de su cabeza.

Para Dahlia no hubo ninguna sonrisa o palmadita en la espalda como las que habían recibido el resto de sus compañeros. La señorita Duncan exhibía un semblante muy desencajado. Contempló el caminar pausado de la niña con sus ojos muy abiertos. Su respiración era dificultosa y las manos estaban comenzando a sudarle. Cuando quiso entrar al salón, no pudo levantar los pies del suelo y sintió que todo a su alrededor daba rápidas vueltas. Se sujetó la cabeza con fuerza y cerró los ojos, tratando de calmarse a sí misma para no alarmar a los niños. Al pasársele un poco el mareo, poco a poco trató de separar sus pesados párpados. No podía ver más que unos manchones grisáceos nublándole su campo de visión. De repente, se desplomó frente a sus estupefactos estudiantes, golpeándose su cabeza contra la brillante cerámica del piso. Varios chicos salieron del aula en tropel para buscar ayuda, mientras los demás rodeaban a su maestra e intentaban despertarla. La sacudían con delicadeza y le hablaban al oído, pero no reaccionaba. Unos diez minutos después, el director y dos paramédicos llegaron al sitio. Mientras los especialistas en primeros auxilios levantaban del suelo a la todavía inconsciente señorita Duncan y la colocaban en una camilla para llevarla directo al hospital, el señor Palmer se encargó de calmar a los niños, asegurándoles que su maestra estaría recuperada de su malestar muy pronto.

Aquel fue solo el primero de una larga cadena de terribles incidentes. Con cierta frecuencia, en varios lugares de la institución, mucha gente se alteraba hasta el punto de comenzar a gritar, patear y llorar sin control. Otros palidecían y se desmayaban sin razón aparente. Se sometió a exámenes médicos a toda la comunidad estudiantil, docente, administrativa, de seguridad y de limpieza del Early Edge California. No se detectó ninguna bacteria o virus que pudiese estar ocasionando los frecuentes cuadros de histeria y los desvanecimientos. Ninguno de los expertos de la salud que se atrevió a analizar este insólito caso fue capaz de proveer una explicación racional... Le tomó bastantes años a Dahlia percatarse de que era ella quien había ocasionado la indisposición de la señorita Duncan y también las subsiguientes desgracias de muchos de sus compañeros y de algunos de sus otros docentes...

Cualquier hombre o mujer por cuyas venas corriese la sangre de Nahiara tendría una particularidad. Así como los estados de ánimo de la Nocturna condicionaban lo que le sucedía a quienes tuviesen contacto físico con ella, lo mismo pasaría con sus descendientes, aunque a una escala mucho menor. Si Nahiara experimentaba tristeza, ansiedad, irritabilidad, humillación, asco, pánico o cualquier otra emoción negativa, y alguien común la tocaba en ese momento, inmediatamente esa persona recibía una potente descarga de energía oscura.

Las reacciones ante dicha energía eran muy diversas, puesto que dependían tanto de la constitución física del receptor de la descarga como de la intensidad de la emoción que experimentase quien la emitía. Si la persona que recibía la energía oscura era un niño, un anciano, un enfermo o alguien muy frágil, los efectos podían llegar a ser tan adversos que hasta cabía la posibilidad de que perdiera la vida. Y cuanto más profundo y duradero fuese el sentimiento nocivo del emisor de la energía, más poderosa sería su descarga. Las personas o criaturas con habilidades extrasensoriales no sólo podrían percibir la presencia de la energía oscura de los Nocturnos y sus semejantes, sino que también podrían verla. Un aura neblinosa se manifestaba alrededor de su portador, pasando por distintos matices de la gama grisácea hasta llegar al negro, siendo este último color la clara señal de un enorme peligro para cualquiera que se encontrase demasiado cerca.

Dahlia poseía una copia casi exacta del ADN de Nahiara, lo cual hacía que su energía oscura fuera muy poderosa. Sus emociones negativas afectaban de manera notoria a quien la tocase durante sus episodios nefastos y, aunado a eso, su organismo actuaba como un imán que absorbía poco a poco la serotonina de los demás. Sin importar si había o no contacto físico con ella, su sola presencia repelía a las personas de forma automática. Si la rubia no estaba feliz, más se potenciaba su capacidad de absorción de serotonina ajena, lo cual ocasionaba que la gente se mostrase indiferente ante su existencia, casi como si ella fuese invisible. Solo quienes estuviesen emparentados biológicamente con Dahlia serían inmunes a los efectos de sus temibles fuerzas, lo cual reducía su círculo de relaciones a un escaso puñado de gente. Así es como ella terminó por hacerse amiga íntima de un estanque inanimado, cuando su madre, quien era su única amiga, partió de este mundo...

La Legión de los Olvidados [Saga Forgotten #1]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora