38| Choque

740 144 48
                                    

El virus entró en su sistema y comenzó a pudrir todo dentro de ella, desde su vista que se nubló y llenó de un extraño color rojo, hasta su corazón que latió con furia. Sentía su estómago hecho puré, la sangre saliéndose de sus propias venas encontraba su destino al salir de todos los orificios de su cuerpo. El dolor fue agonizante, martillaba como clavos calientes en su piel, sobre sus nervios, muy dentro de sus huesos y la destrozaban. Ella se sujetó la cabeza al sentir que el dolor la estaba quebrando a la mitad. El aroma de la carne era maravilloso, la sangre que deseaba derramar dentro de su boca le provocó el impulso por saltar sobre esa presa y hundir sus dientes en su carne.

—¡July!

Cayó sobre su presa al mismo tiempo que otro intentaba también llegar y arrebatársela. Aquello que deseaba con desesperación se arrastró hacia la derecha y por poco se escapa.

—¡Detenla! ¡Detenla! ¡NO! ¡NO LA MATES! ¡TOM…!

La sangre se derramó desde su nariz hacia sus labios. Ella concentró su atención en esa mancha rojiza frente a sus ojos y se los talló con fuerza, queriendo dejar de ver ese rojo incandescente que obstaculizaba su vista. Gritó enojada, quería arrancarle la piel a esa mancha roja que estaba destilando ese aroma tan magnífico que la hacía babear, que le estaba destrozando las tripas. Se apresuró a comerlo, pero algo la sujetó del cuello y la alzó sin esfuerzo.

—¡¿Qué haces?! ¡Suéltala! ¡SUÉLTALA!

—¡Kaz, debes irte!

—¡El frenesí no se puede detener ahora y Tom no está bien!

—¡NO!

La mancha color rojo se movió hacia ella, extendió sus manos, quería agarrarla, quería destrozarla. Quizá no quería comerla.

Quería mutilarla.

Se sentía tan furiosa.

La sangre bombeaba un líquido viscoso que anidó larvas en su cabeza, las sintió devorar cada parte de su cerebro y llevarse todo lo que alguna vez resguardó con amor.

—¡DÉJALA IR!

Algo la dejó caer, ella se levantó de nuevo y corrió hacia la mancha roja, su aroma era tan intenso que luchó contra otros iguales a ella. Podía distinguirlos por el aroma, por ese aroma nauseabundo que era contrarrestado por ese dulce aroma a sangre. Gritó enojada. Quería ser la primera en llegar. Sin embargo, esas cosas a su alrededor giraron sus cabezas hacia ella, les gruñó para hacerles saber que no eran iguales y, dentro de ese gran grupo, ella era la única que no encajaba.

De nuevo la sujetaron. Graznó iracunda, colérica de que la detuvieran y mordió a sus captores, más no la soltaron. Se removió como las larvas que le comían el cerebro, el cosquilleo que sentía en su cráneo la orilló a arrancarse el cabello, a querer perforar sus globos oculares y hurgar entre la oscuridad de su cabeza. Rascar sus sesos. Derretirlos. Sacudirlos.

Y de pronto ese color rojo desapareció. No supo qué sucedió.

[…]

—¡¿Qué demonios te pasa?! ¿Por qué ella…?

Kaz se dejó caer en el suelo. Sus manos temblorosas todavía tenían sangre fresca. Nunca se secaba. La piel le ardía conforme las lágrimas continuaban deslizándose como el borbollón de sangre que brotó desde el pecho de su mejor amiga. ¿Por qué?

¡¿Por qué?! ¡¿Por qué?!

—¿Kaz…?

—¡Vete! ¡Vete! —Kaz arrojó todo lo que estuvo a su alcance—. ¡VETE!

—Te dejaré comida… No has comido en tres días, deberías… Deberías comer algo.

A su lado, Alary movió la cola, pero no se levantó o pidió caricias, sólo se quedó a su lado, lo miraba con duda, como si supiera que nada podría consolar su pérdida. Kaz se limpió las lágrimas y observó que la sangre volvía a ser húmeda, sólo que un poco más opaca. Se arrancó los pellejitos de sus labios hasta que sangraron y se convirtieron en heridas que se abrían con el propio calor de sus irregulares sollozos. Estaba encerrado en ese pequeño cuarto al que había corrido, asustado al ver el fatídico final de su mejor amiga y asustado de terminar igual. Había también tropezado y ahora tenía un gran raspón que recién había comenzado a adoptar un tono amarillento y brilloso. No sabía si era sangre o su propio cuerpo creando un líquido transparente que cubría su herida. A veces los espasmos de su propia piel le causaban cosquillas, otras tenía un ardor insoportable que no lograba calmar con nada. Lo cierto era que, si no la trataba pronto, quizá ese tono amarillento iba a volverse problemático. Divagó entre sus pensamientos antes de que una imagen llegara como un relámpago. Las lágrimas volvieron a deslizarse por sus mejillas y se arrepintió de todas las decisiones que había tomado en su vida.

La Caída de CedraWhere stories live. Discover now