2|Hoyo

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Carlos era un soldado dedicado y bastante tranquilo para la mayoría de sus conocidos, sus compañeros de pelotón siempre solían molestarlo con sus burlas sobre que una estatua tenía más expresiones que él. Lo cual no era del todo cierto, pues Carlos quiso tener una cámara en estos momentos y tomarse una foto. Porque estaba pálido. Estaba aterrado. Su rostro poco a poco se desencajó en una mueca tensa y rígida. Cedió ante el peso del terror que le recorría la espina dorsal al ver ese gran pedazo de malla arrancado.

Las chispas que se desprendían todavía le informaban que el sistema continuaba en pie, no obstante, que faltara un trozo hizo trizas toda razón.

—Tenemos un serio problema... hay un hoyo.

—¿Un qué?

—Un hoyo —repitió—. No parece que un infectado lo haya roto, está... está trozado.

—¿Pero qué dices, Carlos? ¿Cómo que está trozado? ¿Hoyo...?

—¡Trozado, Velázquez! Está trozado. La puta malla está trozada como si un cabrón lo hubiera cortado con tijeritas y ándate a saber tú por qué no se electrificó, pero le falta un cacho, es lo suficientemente grande para que tú y yo pasemos sin problema alguno.

—¿Hay signos de infectados?

—Negativo. Voy a salir a explorar la zona.

—Es seguro, las cámaras no captan a ningún infectado cerca. Tienes 10 segundos para atravesar la malla. ¡Ve!

Carlos salió.

—Despejado.

—¿Qué clase de loco habría hecho esto? La puta malla está trozada.

—Deja tú de preguntar quién, mejor pregunta: ¿Cómo? Si ese Omega no nos hubiera reportado la situación estoy seguro de que ya estaríamos siendo tragados por esos cabrones.

—¿Hay infectados cerca?

—Ninguno, bajaré el calor de las mallas para que puedas examinar la zona.

Pasar la malla por esa apertura lo alarmó todavía más, el sudor que caía por su espalda y pegaba su cabello al cráneo le cayó en los ojos y le ardieron. Se los talló con la manga de su uniforme y arremangó el arma con firmeza. Sus pisadas fueron suaves, sus ojos solo podían ver las dos mallas electrificadas y un camino de terracería firme hacia su frente. Afuera solo se veía el estrecho espacio que separaba a los muros, si extendía sus brazos iba a tocarlos y moriría. El calor que irradiaban lo estaban ya deshidratando.

—Mierda, aquí no hay nada —masculló Carlos—. ¿Qué demonios...?

—No hay presencia de infectados. ¿Qué cojones es eso...?

—Una pierna.

—¡Lo sé! ¿Es de anoche?

—No hay signos de que se haya destrozado contra el muro, de hecho... no parece que hayan llegado al décimo o noveno. Creo que se hicieron puré en el octavo.

—¿Y cómo me explicas que hay una pierna ahí? Sigue, no hay infectados. Si llego a ver alguno corre de nuevo hacia la apertura y pasa solo cuando yo te diga.

—De acuerdo... joder, qué aroma.

Sus pisadas crujían con los escombros. La carne esparcida olía asqueroso gracias al calor de los muros y la humedad del mismo clima. Carlos se detuvo cuando observó a unos hombres destrozados y apilados en medio de los muros. Tragó saliva. El corazón le latió en la garganta y sus piernas se aguadaron como gelatina. El sonido exterior era aterrador, sus oídos pitaban y le producían jaqueca. Sobre todo, no podía moverse. Sus uñas casi se desprendieron al aferrarse al arma.

La Caída de CedraWhere stories live. Discover now