24| Correr

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Hoy era navidad y es la cuarta vez en 24 años que Kaz resiente la pérdida de sus padres, aunque esta vez hay una más, pues Noelia era la que siempre esperaba estas fechas con emoción y este año, y los que llegarían, jamás volvería a festejarla.

Kaz se sentó en un banco que estaba al costado de la ventana y se perdió un poco en sus pensamientos, sintiendo que, si no establecía un límite, entonces estos se lo tragarían vivo y a pesar de que luchó contra el pasado, contra las sensaciones que provocaba recordar aunque sea la cosa más mínima, Kaz acabó perdiéndose en la blancura de la nieve, junto a esas navidades que nunca más regresarían.

[…]

Cuando era niño sus padres festejaban navidad y año nuevo, Santa Claus solía traer siempre los regalos que él pedía y cenaban la cena navideña que su madre preparaba junto a sus abuelas. Era tradición que sus abuelos paternos y maternos vinieran a quedarse un tiempo en vista de que sus demás hijos vivían en otras ciudades. Su madre era hija única y su padre era el mayor de los tres hermanos que tenía, quienes se habían mudado por trabajo y rara vez los visitaban. También era el único nieto de ambos abuelos y por lo mismo el más consentido.

La primera vez que el brote ocurrió alrededor del mundo, su madre y él lograron contactar a sus abuelos y les dijeron que no salieran y se encerraran en sus cuartos con toda la comida que pudieran llevar. Recordaba que su madre les había dicho, muy aliviada, que al haber sido quincena hacía unos días sus despensas estaban llenas, así que no tendrían por qué pasar hambre. Kaz escuchó atentamente las palabras de su madre mientras ella apretaba el teléfono con fuerza.

—Iré por ustedes, lo prometo, iré a casa pronto. El niño está bien, por favor espéranos en silencio y no enciendan las luces, no le abran a extraños y conocidos… Si alguien entra y los encuentra no se opongan y dejen que tomen todo lo que quieran. Por favor papá, espérame ahí.

Ella les dijo lo mismo a sus abuelos paternos, mismas instrucciones y mismas promesas.

Los primeros días estuvieron ocultos en una casa cuya ubicación Kaz no sabía, él sólo seguía a su madre y acataba indicaciones. Había intentado llorar dos veces y sólo consiguió que ella golpeara su rostro.

—¡Cállate Kaz!

—Cállate o harás que nos maten a ambos. Sé que estás asustado, pero si no te callas nos van a matar a los dos.

Kaz se tapó la boca cuando iba a derramar un llanto ensordecedor. Su madre volvió a alzar la mano y él se hizo pequeño. Se calló y aprendió a mantener la calma.

Aprendió a no llorar.

Kaz no comprendía muy bien cuánto tiempo llevaban ahí afuera, su madre solía dejarlo dormir y despertarlo cuando era momento de continuar o había peligro. No fue hasta que un día reconoció una avenida y se sintió feliz, así que corrió delante de su madre y preguntó:

—Mami, ¿vamos a visitar a mamá Danna y papá Tabio?

Su madre asintió sin prestarle atención. Logró sujetarlo antes de que saliera corriendo a tocar la puerta de sus abuelos y aseveró su mirada al mismo tiempo que su mano se quedaba marcada al soltar su brazo. Kaz se tragó las lágrimas y se pegó a su madre cuando ella se lo ordenó.

—Vamos, Kaz, ya casi llegamos.

El auto de sus abuelos ya no estaba y su madre apresuró el paso cuando pensó lo peor. Kaz corrió detrás de ella y se ocultó en el arbusto donde su madre roció perfume y entró a la casa.

Por las rendijas pudo ver a un hombre asomarse por la ventana y después se percató de que él atravesaba la calle con un cuchillo en la mano. Kaz no supo qué hacer, ¿salir? ¿Esconderse? ¿Esperar?

La Caída de CedraOnde histórias criam vida. Descubra agora