MI LLEGADA AL VIEJO CONTINENTE

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A

l tocar tierras holandesas, no me lo creía. Todo era tan nuevo, tan mágico, tan tecnológico, y al mismo tiempo, tan básico. Era la tierra de los abuelos con almas jóvenes; así lo describí. Cuando mi pareja me buscó en el aeropuerto, me asomé a través de la ventanilla del auto, y mis ojos se deslumbraron, al percibir montones de bicicletas. Pero eso no era lo más sorprendente; lo que realmente me impactó, fue la cantidad de personas de la tercera edad que conducían. No me entraba en la cabeza cómo todos ellos (que francamente no tenían menos de 80 años), manejaban sus bicicletas como un niño de 10. El choque cultural fue rarísimo, al venir de un país donde JAMÁS imaginaría a mis abuelos de esa edad, conduciendo bicicletas y llevando sus bolsas de mercado en una cesta inmensa delante de ellos. Aparte, con miras a disfrutar de su paseo, que tenía pronósticos climáticos no muy alentadores; frío, lluvia, y ráfagas de viento. Todo aquello me pareció fascinante e increíble.

Con el pasar de los días fui explorando este maravilloso país tan curioso y místico, lleno de tantas historias, que en su mayoría los mismos locales desconocían. Mis primeros años fueron de mucha presión conmigo misma. Dedicarme a aprender el idioma de ellos (el neerlandés) no fue fácil. Aún a mis casi 9 años aquí, sigo batallando con la particular entonación y pronunciación que requiere este lenguaje.

Mi primer año en los Países Bajos, residí en un pueblito de lo más pintoresco, llamado: DEN HOORN, cerca de la ciudad de Delft. Famosa por su Universidad de gran prestigio. Muchos suelen llamarla: La mini Ámsterdam; por sus grandes canales de agua, molinos, y movimientos estudiantiles. Algo que aprendí de este pueblito, fue el silencio tan angustioso que podía llegar a sentir, de tal manera, que al transcurrir los meses cuando llegaba algún visitante a la casa, procedente de Latinoamérica, el momento solía ser un poco abrumador para mí (sin ofender; sabemos que los latinos solemos ser muy fogosos y expresivos al hablar, y muchas veces parecemos que estamos peleando, pero no, al contrario, nos encontramos más alegres que nunca). En ese instante, me di cuenta que me estaba adaptando a mi nueva vida.

Recuerdo que nos mudamos a otra ciudad en el Sur de Holanda. Todo esto porque mi pareja había conseguido un nuevo trabajo, y la sede quedaba lejos; así que fue oficialmente la primera vez que mi pareja cambiaba de ciudad, y yo, mi vida entera. Estaba literalmente sumergida en un país totalmente desconocido y nuevo para mí.

Oosterhout, así se llama nuestro nuevo hogar. No me preguntes cómo podía pronunciar el nombre de forma correcta, natural, y salir ilesa ante el obvio acento que me identificaba como extranjera. Aunque con mi color de piel y mis rasgos orgullosamente latinos, era muy obvio que no pertenecía a la localidad, a pesar de que los Países Bajos, sobre todo en lo que llaman RANDSTAD, que representa a Amsterdam, Rotterdam, Den Haag, entre otros, son las ciudades donde existe, hasta la actualidad, una multiculturalidad de razas, comidas, vestimentas y religiones. Te puedes sentir muy cómodo y pasar desapercibido, viviendo en estas ciudades, sin sentirte tan diferente..., tan extranjero.

En Oosterhout, no sucedía esto. La gente en su mayoría, eran locales, y no parecían tan abiertos; aunque nunca tuve ninguna mala experiencia, al contrario, me parecían sumamente agradables, simpáticos y conversadores. La mayoría de mis vecinos eran personas jóvenes. Se trataba de un vecindario nuevo; perfecto para formar una familia. El caso de mi pareja, fue al contrario; su experiencia en cuanto a mentalidad y cultura, era intolerante según sus gustos; tanto así, que no duramos ni un año viviendo en esta ciudad, y decidimos mudarnos a lo que en la actualidad sigue siendo mi hogar. Un lugar que lleva por nombre: RIJSWIJK, o como suelo decirle: MI BELLA RIJSWIJK. Lo primero que me enamoró, fueron sus interminables árboles tan frondosos y boscosos. Era sublime observar cada día, un paisaje distinto, flores y hojas de diferentes colores. Un aroma a madera antigua, sus aceras de piedra tan pintorescas, y su gente. Vaya que sus habitantes me dejaron en SHOCK, cuando entré por primera vez al que se convertiría en mi nuevo hogar. En el elevador, había dos ancianos de aproximadamente 80 años, agarrados de manos, como novios de secundaria; y ni hablar del que se convertiría en mi vecino. Mis ojos se vislumbraron cuando apareció en mi puerta. Se trataba de un señor muy arreglado, de ojos azules; pero tan azules, que contrastaban con el océano más bello. Una mirada tan tierna, con su aún cabello frondoso de color blanco, que se asemejaba a la nieve que suele caer en época decembrina, esporádicamente.

Me sentí en ambiente. Me adapté a Rijswijk en cuestión de días. Era impresionante la conexión que tuve con esa ciudad, al pisarla desde la primera vez. Mi corazón sabía por qué me recordaba cada día, a la época más hermosa que viví en Venezuela con mis abuelos, mi niñez y mi juventud. Era emocionante ir al casco histórico de la ciudad y encontrarme con tantas personas de la tercera edad; todos disfrutando de los días soleados que a veces nos regala este país, y los interminables días grises que poco a poco vas aceptando y adaptando a tu rutina.

Al pasar los días fui explorando más Rijswijk, y sus alrededores. Me percaté que en cada esquina, habían unos edificios que llamaban mi atención, y que podía observar desde cualquier parte, ya que los Países Bajos tienen la particularidad (no sé si otros países tendrán lo mismo) de exhibir unos enormes ventanales en las casas y apartamentos, donde puedes mirar desde afuera absolutamente TODO. No necesitas ningún tipo de espía, si deseas saber la vida o rutina de una persona; con tan solo ubicarte en cualquier esquina de afuera, puedes verlas comiendo, mirando televisión, hasta en ocasiones, discutiendo. Muchas tienen sus cortinas por un poco más de intimidad, pero mayormente, las familias holandesas suelen tener ventanas grandes y sin rejas; ese es otro tema. Les confieso que no me lo creía. Toda mi vida viví en un país donde pagabas por seguridad; eso incluía rejas de cualquier forma y tamaño, candados, cerraduras especiales, puertas con alguna seguridad innovadora y, si tenías cierta posición social, gozabas de un vecindario con vigilancia que te brindaba una mejor calidad de vida; por llamarlo de alguna manera. Eso para mí, y en mi cultura, donde nací y me crie, era ser privilegiada. Un absoluto lujo. Si podías pagar por esta seguridad, te daba cierto estatus social, algo que siempre me pareció normal verlo en Venezuela, hasta que un día, mis ojos me dieron "una cachetada óptica a otra realidad"; una que ya no podía comprender. Vaya sorpresa me llevé al darme cuenta de que nadie vivía entre rejas como estar en una cárcel, ni gozaban de una vigilancia de lujo. A esto, lo denomino libertad. Anhelo algún día, encontrarme esa realidad en Venezuela. Pero no todo es color de rosa. Ningún país es perfecto, eso lo sabemos. Al final, siempre nos terminamos adaptando a esas incomodidades.

Volviendo a los edificios, admito que no llamó mi atención solo la fachada, me asombró también, la cantidad de personas de la tercera edad, sentados en sus balcones, tejiendo o leyendo. Fue ahí cuando noté que no se trataba de un edificio cualquiera; era lo que llamaban aquí un: BEJAARDENTEHUIS (Un Geriátrico). En ese instante, mi mente gritó: ¡BINGO!

Mi primer contacto en un Geriátrico fue hace muchos años en Venezuela. Fui con algunos compañeros del colegio a hacer una pequeña labor social. Mis impresiones del lugar quedan cortas; dolor, rabia y frustración, al ver las condiciones tan precarias en las que se encontraba ese recinto. Aquel recuerdo quedará plasmado para siempre en mi memoria.

Decidí investigar aquí en los Países Bajos más sobre los Geriátricos. Mi objetivo para ese entonces era conectar y socializar con los holandeses, aprender el idioma mucho más rápido, y su cultura. Fui a varios lugares, intentando tener alguna conexión con el sitio y las personas; hasta que finalmente logré encontrarlo. Sonreía tanto, que la gente me miraba de manera extraña. No lograba disimular mi expresión de alegría. Este lugar está situado dentro de un hermoso parque natural, con algunos canales de agua. ¡La vista es mágica! Es fácil perderse entre sus árboles tan grandes e imponentes. El olor a un sinfín de flores, y el susurro de la brisa tan cautivadora, me dejaba durante algunos segundos sin aliento. Entré para explorar un poco más; en ese instante, me topé con una chica de mi estatura, contextura delgada y ojos ovalados. Tenía una mirada muy dulce. Obviamente sabía que era de algún lugar de Asia, por sus rasgos tan pronunciados. Ella me miró, se presentó como Sabrina y me dio la bienvenida. Me preguntó si estaba allí por algún familiar u otro motivo, así que le respondí que tenía poco tiempo en el país, y que quería trabajar como voluntaria algunas horas en el recinto. Así fue como empezó toda una aventura en este sitio, donde mi vida marcó un antes y un después.

KHW, así se llamaba la empresa. ¡Los primeros meses fueron maravillosos! Asistía a mis clases de holandés, y 3 veces a la semana iba al geriátrico a trabajar como voluntaria, ayudando desde la cocina. En ocasiones, simplemente tomaba el té o café con ellos, charlaba, etc. Los Países Bajos hasta la actualidad, cuenta con una población de la tercera edad muy elevada. Se estima que con una taza de un 23% aproximadamente, casi igual a Japón, Portugal, Italia, entre otros. 

OLVIDADOS EN EL GERIÁTRICOWhere stories live. Discover now