51: De vuelta en la casona

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A la mañana siguiente, Isabel se presentó, con su hijita en brazos, a la entrada de la casona Cisneros, acompañada únicamente de su padre y su hermano. Ahí, se reuniría con los agentes de policía que le entregarían oficialmente al desdichado Armando, quien había sido trasladado del hospital hacia su hogar, el cual ahora sería su cárcel. Para cuando la mujer llegó, pudo ver que algunas cuantas personas se habían amotinado a la entrada de la casona, que claramente indignados gritaban y sostenían en lo alto cartulinas de chillantes colores neón en las que habían escrito palabras y frases ofensivas dirigidas a Armando. La gente simplemente se negaba a aceptar que ese maldito no fuese puesto tras las rejas, temiendo por su seguridad y la de los suyos. Y tenían sus buenos motivos.

Isabel apretujó más a su niña contra su pecho, y como pudo se abrió paso entre aquel montón de gente furiosa, que no paraba de proferir improperios contra la policía, tachándola de incompetente y corrupta. Incluso no tardaron en reparar en la presencia de Isabel, e inmediatamente dirigieron toda su indignación también hacia ella, diciéndole que qué hacía ahí, que estaba tomando la peor decisión de su vida, que estaba viendo el temblor y no se hincaba. Tuvo que salir don Ignacio en su defensa y, a empellones, atravesó con su hija y nieta aquel pequeño pero molesto tumulto, llegando a salvo hasta la reja, detrás de la cual marcaron barrera entre ellos y la furiosa muchedumbre.

Luego de unos minutos, finalmente, llegó el vehículo en el que escoltaban a Armando, y esto encendió aún más la furia de los protestantes. Tuvieron que enviar más patrullas para poder controlar a esa gente, por lo que todavía tardaron un buen rato en sacar a Armando a la luz. Y para cuando esto ocurrió, la gente comenzó a gritar con voz en cuello:

-¡Monstruo! ¡Maldito loco! ¡No lo queremos aquí!

-¡Que se largue! ¡Que lo refundan en la cárcel, ahí es donde debe estar!

-¡Exigimos un pueblo seguro! ¡Pagamos nuestros impuestos! ¡Pendeja policía corrupta!

Todas y cada una de aquellas palabras retumbaban en las orejas de Armando, quien lamentaba no poder girar la cabeza y mentarles la madre a todos ellos. Sólo movía frenéticamente sus ojos, como queriendo perforar con la mirada a todos los pendejos que se atrevían a insultarlo, mientras que hacía todo lo posible para responderles, emitiendo desde lo más hondo de su garganta sonidos inentendibles que, según él, eran las groseras respuestas a toda aquella gente furiosa.

En el momento en que Isabel recibió a su marido, tras un mes de aquel espeluznante suceso, no pudo evitar sentir cierto temor hacia él. Por su parte, Ignacio y Chema no pudieron disimular su desagrado por aquel individuo maldito; ni siquiera su deplorable condición movió en sus corazones alguna pizca de misericordia. Si estaban ahí era solamente por Isabel, ya que, aun con todo, ella era su familia y les dolía inmensamente verla enfrentar sola toda la injusta penitencia que ese monstruo ahora depositaba sobre sus hombros, razón por la cual su rencor hacia él creció todavía más.

Aquello no pudo ser más triste y molesto para todos. El ahora discapacitado fue puesto por los agentes en la silla de ruedas que don Ignacio había traído, la misma que había dejado el difunto don Cosme, irónica herencia del padre maldito al hijo mal habido.

Mientras ingresaban al patio delantero, los policías encargados de ahuyentar a la gente poco a poco obtenían resultados, logrando que muchos se retiraran.

El capitán Nicolás Avendaño preguntó a Isabel:

-¿Dónde quieres que lo pongamos, Chabe?

-Pues...supongo que en su cuarto. Es el último al fondo de la planta alta -indicó ella, mientras la escolta ingresaba con Armando al vestíbulo.

-¿Y tu hermano Santiago? -preguntó Ignacio al capitán de policía.

-No debe tardar, don Nacho. Nomás tuvo que enterar a su relevo. ¡Ah, mire, ahí viene! -dijo Nicolás, al divisar al hombre vestido de blanco que venía corriendo desde la calle.

Pecados de InfanciaWhere stories live. Discover now