18: Mi hermana la menor

13 3 0
                                    

El investigador Ledezma transportó a Armando y a Joselyn en la Van hasta una terminal de autobuses, que quedaba a las afueras de Los Héroes. Ahora que ya tenía consigo a su última hermanita, Armando consideraba que ya no había más tiempo que perder, así que sin tardanza los dos se irían a Fortines y de ahí trasbordarían a San Bartolo. Cuando el comandante los trasladó en la esquina donde se hallaba la terminal, Armando le pagó el total de sus servicios.

–Bueno, señor Meléndez, ha sido un placer hacer negocios con usted –se despedía Ledezma, mientras él y Armando estrechaban por última vez sus manos.

–Pos la verdad yo lo había subestimado, comandante...pero no hay duda que usted sí sabe hacer bien su chamba –replicó Armando, midiendo cuidadosamente sus palabras para no despertar sospechas en Joselyn, que los observaba con curiosidad.

–Le he de confesar que este ha sido de los pocos casos que realmente he disfrutado trabajar. Espero que les vaya bien, tanto a usted como a su encantadora hermana. Yo por mi parte volveré a Los Héroes para devolver este vehículo y, tal vez, pasar a ver a mi colaboradora...

Armando lo miró socarronamente.

–¡Ahhhh, picarón! Irá a ver a la chihuahuita –rio divertido–. Está bien, salúdeme a esa perra descarada de mi parte.

–Así será, señor Meléndez –respondió Ledezma con una cordial sonrisa, dirigiéndose luego a Joselyn–. Hasta luego, señorita Joselyn. Ha sido un placer.

El investigador Gaudencio Ledezma volvió a abordar la Van, poniéndose en marcha rumbo a Los Héroes. Entonces Armando y Joselyn se adentraron a la terminal y abordaron su primer autobús, iniciando así su viaje a San Bartolo, poblado que Joselyn no había pisado a lo largo de diez años.

Transcurridas las cansadas y silenciosas horas de viaje, finalmente arribaron. Los pobladores no pudieron evitar admirar aquel hermoso par de jóvenes güeros, que desentonaban radicalmente en aquel triste rancho. Armando caminaba a un costado de Joselyn, cargando su maleta, y su alta estatura le permitía tener un bello panorama de los senos de su hermanita, cuyo andar tenía un contoneo natural y sensual que producía un sutil rebote en aquellas protuberancias suyas, perceptible aún a través de la tela de su playerita. Los gruesos mechones de su cabellera y su chamarra, puesta sobre sus delicados hombros, no velaban en nada aquel erótico espectáculo.

Durante todo el trayecto, no se habían dirigido la palabra más que para lo necesario. Joselyn había fingido dormitar todo el viaje, y Armando no lograba atinar qué platicar con ella, pues su mera presencia lo inhibía, cosa extraña en él. Pese a su tierna edad, ella irradiaba erotismo, manifestándose en su forma de moverse, de hablar, de mirar. Todo eso fascinaba sobremanera a Armando, haciéndolo temblar, haciéndolo tener deseos que no quería tener. Ella era su hermana la menor, pero ya no era la chiquilla que él recordaba; Joselyn se había convertido en una jovencita que transpiraba sensualidad.

Al llegar ante la reja de la casona, Joselyn se detuvo y observó la fachada, recorriendo con su mirada cada palmo de la arquitectura. Creyendo que la joven reaccionaba con miedo, como lo habían hecho los mellizos en su momento, Armando la miró a ella y se apresuró a decirle:

–No tengas miedo, ya no hay nada que temer. Nuestros hermanos están esperándonos...

–No tengo miedo –interrumpió ella, aún tajante cual bisturí.

De nuevo cohibido, Armando abrió la entrada y la muchacha entró resuelta.

Cuando ambos alcanzaron la grandiosa estancia, que lograba despertar muchos recuerdos en Joselyn, Armando botó a un lado el equipaje de su hermana, se adelantó un poco y gritó:

Pecados de InfanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora