36: A la espera

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Desde el día del festival navideño, en la casa Benavides Valderrabano las cosas entre la familia ya no habían vuelto a ser las mismas. Miguel no veía de su madre ni el rastro, pues Catalina seguía encerrada en su habitación la cual mantenía a obscuras. Solamente su marido era quien podía entrar; de día, para llevarle comida a su mujer e intentar inútilmente animarla, de noche para dormir a su lado y consolarla en sus ataques de pánico, que no pasaban desapercibidos para su hijo. Miguel entonces esperaba hasta la mañana siguiente para confrontar a su padre buscando explicaciones, pues estaba seguro de que su madre no tenía fiebre como tanto querían hacerle creer. Sin embargo, sus preguntas siempre quedaban sin una respuesta satisfactoria, todo porque su padre no podía cambiar esa molesta actitud evasiva.

El colmo fue durante la cena de nochebuena, pues otra vez su madre se rehusaba a salir de su cuarto; ni siquiera consintió que subieran a cenar con ella. De modo que padre e hijo se sentaron solos a degustar el pollo rostizado, tortillas y refresco que Sebastián había comprado.

Fue una cena tristísima y sobretodo tensa, pues Miguel estaba cansado de aquel extraño actuar de su madre. Así que, a mitad de la cena, se armó de valor y siguió cuestionando a su padre. Sebastián de nuevo evadiría sus preguntas, y de nuevo el hijo estallaría de indignación por no saber nada:

–¡Por eso, papá! Si mi mamá está tan enferma, hay que llevarla mañana mismo al médico.

–Entiende, hijo. Ella lo que no quiere es salir a la calle... –explicaba titubeante el padre.

–¡Entonces hay que traerle al médico! –sentenció su hijo enérgicamente–. Pero esto no puede seguir así. ¡Lleva ya una semana entera encerrada! ¿Es que piensa quedarse ahí toda la vida?

Sebastián esquivaba la inquisidora mirada de su hijo, visiblemente afectado.

–M-mira, Migue... lo que pasa es que, lo que necesita tu madre es irse de aquí...

–¡Espera! ¿Qué se quiere ir? Acabas de decirme que no quiere ni asomar la nariz fuera de su cuarto. ¿Y ahora me sales con que su remedio es irse de aquí, de la casa?

–Bueno, se trata de irnos todos de San Bartolo...no sé, tal vez a Fortines.

–¿Y por qué? ¿Estamos huyendo de algo? –inquirió Miguel, ahora entornando los ojos.

El padre trataba desesperadamente de ordenar sus ideas para no confundir más a su hijo. Sin el valor de decirle la dolorosa verdad, se veía en la necesidad de inventarse pretextos.

–No, no estamos huyendo. Es sólo que nos vendría muy bien un cambio de aires. Estaría muy bien para cuando tu universidad; no sé, tal vez será más barato irnos todos que mandarte a ti solo...

Mientras Sebastián se desvivía en dar motivos, Miguel seguía sin entender nada: ni el actuar de su madre, ni las palabras de su padre, ni por qué querían irse de San Bartolo. Harto ya, levantó una mano marcándole un alto a su padre. Cuando logró que éste se callara, volvió a tomar la palabra:

–No entiendo qué rayos pasa con ustedes dos, pero yo no me quiero ir, no sin saber por qué. Y a menos que dejes de mentirme, no esperen que los siga. Si se quieren ir, bien. Pero te advierto que dejaré la escuela para trabajar y quedarme aquí, en mi casa.

Dicho esto, Miguel se levantó de la mesa y se retiró a su habitación.

Así transcurrieron los días posteriores a nochebuena. San Bartolo recuperaba fuerzas en aquel breve lapso, para recibir el año nuevo como era debido. Fueron días lentos, mustios y muy fríos, como de costumbre, alegrados solamente por la impaciente espera de volver a celebrar.

Pecados de InfanciaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora